domingo, 8 de enero de 2012

GAUCHO GIL un Santo Popular de Corrientes Argentina , miles de personas peregrinan a su santuario , los 8 de enero

Favores recibidos (Historias del Gauchito Gil)
Textos y Fotos de Sebastián Hacher
para Prensa De Frente
Alrededor de cada uno de los símbolos que aquí se estudian, la imaginación popular crea, dibuja, proyecta un espacio utópico que le permita vivir, que le de fuerzas para soportar las pesadas contradicciones de la vida” (Ruben Dri en “Simbolos y Fetiches religiosos en la construcción de la identidad popular”)
La suya nació como casi todas las leyendas: con una muerte injusta. A Antonio Mamerto Gil lo asesinaron hace más de un siglo y medio, después una fiesta de San Baltazar, similar a la que todavía se festeja en Concepción. Pero su historia, la que se fue construyendo con el boca en boca, y está signada por el nombre de una mujer: Estrella Diaz Miraflores. Ella no solo era la heredera de la estancia donde Antonio trabajaba. También era la prometida del comisario del pueblo, que no dudaría en usar su autoridad para sacar del medio a otros pretendientes. Antonio lo sabía. Y sabía también que nunca una familia de patrones aceptaría el amor entre la joven viuda y un peón como él, por más buen mozo y culto que fuera. No valía la pena matar o morir por un amor imposible. Huyó de Pay Ubre, hoy Mercedes, provincia de Corrientes. Era época de conflictos armados y se alistó en la guerra de la Triple Alianza contra Paraguay. Cuando volvió de la guerra, el Coronel Juan de la Cruz Zalazar lo convocó nuevamente. Esta vez la lucha era Celestes contra Colorados. Correntinos contra correntinos. En un sueño se le había aparecido Ñandeyara, el dios guaraní, el dueño de los hombres. Le ordenó “no derramar sangre de tus hermanos”. Esa misma noche, Antonio se convirtió en un desertor. 
 Montado en su caballo vagó por el monte y los esteros. Para sobrevivir se dedicó a robar, y como nada podía llevar en su constante huída, repartía el botín entre los campesinos que encontraba a su paso. Algunas familias todavía recuerdan que las mujeres, antes de dormir, preparaban caballos por si el gauchito los necesitaba por las noches. Decían que tenía una mirada capaz de enamorar o paralizar, cosa que a veces es lo mismo. Y que con las manos con las que robaba a los ricos, también podía curar las dolencias de los enfermos. Era un hombre de dualidades poderosas. Lo atraparon después de la fiesta de San Baltazar que organizaba Sia Maria la Brasilera. La partida policial lo sorprendió durmiendo la siesta entre unas plantas de espinillo.
En esa época era común que los reos no llegasen a destino. Trasladarlos de un pueblo a otro era costoso y molesto. La policía solía ejecutarlos a la vera del camino y luego justificarse diciendo que el preso se había querido escapar. Así quisieron hacer con Antonio Gil. Estaban a ocho kilómetros de Mercedes. El perdón iba en camino, pero el sargento que comandaba la partida no quiso esperar más. Lo ataron contra un árbol para fusilarlo. Cuando iban a disparar, se dieron cuenta de que no podían. Antonio era devoto de San La Muerte. Tenía la figura del santo incrustada en el esternón –una práctica que todavía se mantiene en algunas zonas- y eso lo volvía inmune a las balas. Sus captores lo colgaron cabeza abajo.
Le cortaron la yugular con su propio cuchillo. Sus últimas palabras fueron para su verdugo. Una de las versiones más difundidas sostiene que el gaucho dijo: "Vos me estas por degollar, pero cuando llegues esta noche a Mercedes, junto con la orden de mi perdón, te van a informar que tu hijo se está muriendo de mala enfermedad. Como vas a derramar sangre inocente, invocame para que interceda ante Dios Nuestro Señor por la vida de tu hijo, porque la sangre del inocente suele servir para hacer milagros".
 Poco tiempo después, cuando el gauchito ya estaba muerto, llegó la noticia de indulto. El sargento, cuyo nombre se tragó la historia, volvió a su casa y se encontró con su hijo doliente de algo que los médicos no podían definir. Cargo sobre sus hombros una cruz de espinillo y fue hasta el campo donde yacía el cuerpo. Después de enterrarlo, le pidió perdón y que intercediera para curarlo. Se convirtió en el primer devoto del Gauchito Gil.
martín Suárez es músico y tiene poco menos de 30 años. Durante tres días, y especialmente el 8 de Enero, será uno de los 100.000 habitantes de la efímera y caótica ciudad que los promeseros construyen alrededor del santuario del Gauchito Gil. Hace una semana que salió desde el Gran Buenos Aires a Mercedes, provincia de Corrientes. Viajó haciendo dedo, cargando su bolsa de dormir y su guitarra nueva. Ni bien llegó, se instaló junto a una familia que recorrió medio país en camión, en un camping donde hay que pagar para usar un baño y la ducha. Por esa comodidad Martín se siente un privilegiado. La mayoría de los devotos acampa donde puede y como puede: en carpas, bajo techos de lona, en el acoplado de los camiones o a la sombra de los micros. Lo importante, explica Martín, es estar ahí y agradecer al Gauchito los “milagros personales”. Son esos favores que él define como “haber tenido un año de trabajo, sin tener que comer arroz con arroz, con la salud bastante estable” y sobre todo“ haber podido comprar la guitarra nueva”. Es que Antonio Gil, explica Martín, “no regala nada. Da lo que la voluntad consigue.
El 8 de Enero amanece soleado. El árbol donde colgaron al Gauchito está pintado de rojo. La pileta que lo rodea pronto se llenará con cera del mismo color, derramada por las velas de los devotos. Cada media hora, un voluntario levantará con una pala los restos todavía calientes por el fuego y el sol. A un par de metros de allí, se levanta la cruz que señala el lugar donde Antonio Gil fue enterrado. El área está protegida un tinglado y un nicho donde también se pueden prender velas y dejar ofrendas. En ese santuario entran quince personas al mismo tiempo. Para llegar hay que soportar cinco horas de cola, la mayoría del tiempo bajo el sol. Es una espera entretenida. Durante el trayecto pasamos por una kermés, intercambiamos experiencias con otros devotos, compramos imágenes del santo y, sobre todo, escuchamos ofertas e historias de los vendedores habidos. Según los organizadores, hay 120 puestos de venta autorizados. La verdad es que no se puede dar un paso sin chocarse con alguien que ofrece imágenes del santo, velas, cintas, remeras, cds, banderas, estampitas, serpientes de madera., certificados de fe o gorritos con la imagen del santo.
De todos los comerciantes, los que más éxito tienen son los proveedores de líquido. Martín, el músico, es veterano en ese consumo. “En algunos tramos de la cola”, explica, “hay gente que te convida agua. Son devotos del Gauchito, que prometen ayudar al resto de los promeseros si venden bien. Pero la mayoría del tiempo comprás botellas de agua, tomás como un loco y después te vas corriendo al baño”. Para ducharse, para ir a mear o para lavarse la cara tenés que pagar cincuenta centavos, un peso, o a veces dos. El más limpio de los baños, dicen, es el que atienden dos travestis altísimas y muy rubias, con su madre. Como mínimo, es el que requiere más cola para entrar.
En la puerta del santuario hay varios policías. Cuando el grupo anterior termina de salir, abren una valla y entramos para cumplir nuestra parte del ritual. Adentro hay dos agentes más, encargados de apurar a los rezagados. Uno de ellos es un gigante afectado por el calor. Está tan colorado como las banderas que dejan los promeseros. A un costado, un trío de guitarra, charango y acordeón ensaya un chamamé que parece eterno. Vienen desde el Chaco para cumplir una promesa: regalar música de fondo al desfile de devotos transpirados y llenos de emociones. En el centro del altar, se acumulan banderas y cintas rojas, estatuas de yeso rotas, chupetes de bebés, cigarrillos a medio fumar, fotos, zapatillas, botellas de vino, cuchillos y todo lo que uno pueda imaginar. Las paredes, la cruz y hasta las rejas están cubiertas de pequeñas placas de agradecimiento. Cinco años atrás, la última vez que alguien las contó, dijo que sumaban 35.000 en todo el predio. Yo nunca confío en ese tipo de números.
Ni bien entramos, todos se avalanzan para tocar la figura del Gauchito Gil. La estatua tiene la cabeza gastada, vencida por el tránsito de millones de dedos sobre la pintura negra. La gente hace cola para posar su mano, y después de murmurar oraciones sin que nadie llegue a escucharlas, comienza la ceremonia íntima, individual, que para cada uno tiene diferentes significados. Una señora se arrodilla. Abandona unas cintas sobre la montaña de cosas que se crece alrededor de la cruz. Otra mete la mano en el mismo guiso de ofrendas, buscando alguna bandera que no esté escrita. Se la va a llevar como recuerdo, quizás como amuleto. Atrás, un hombre hace lugar para apoyar un cigarrillo recién prendido. Otro levanta el cuchillo que ofrendó algún gaucho. En la cultura Guaraní, al difunto se le dejan las mismas cosas que le gustaban en vida. En el culto al Gauchito, esta tradición tuvo un agregado. Cualquiera se puede llevar lo que necesite del altar. Lo importante es dejar algo a cambio. Aunque sea una oración. 
Martín está en silencio. Levanta su guitarra y la apoya sobre la cruz. El contacto directo es la única bendición posible. Luego confesará que su promesa al Gauchito, agradecido por su guitarra nueva, es simple:“tratar de ser mejor músico y ayudar a quién lo necesite”. En algunas de las oraciones, ese tipo de ofrecimientos es bien explicito. Hay una que reza: "Oh santito de las pampas, injustamente humillado, levántate de tu tumba lejana , comparece ante mí para que pueda pedirte, y yo te prometo a cambio ser generoso y solidario con quienes más lo necesiten" .
 En la parte de atrás del altar se prenden las velas. La cera derretida se mantiene caliente y blanda, como un soufle rojo en el que no conviene meter la mano. Allí, una mujer trata de que las suyas queden paradas. No tiene suerte. Al segundo intento, la cera caliente acumulada en contacto con las velas recién encendidas, entra en combustión. Empieza un pequeño incendio. Nos hacen retroceder a todos y entran los bomberos para tirar un balde de arena. El policía gordo y colorado transpira a más no poder. “Vayan saliendo, por favor”, dice, y su tono es más de suplica que de autoridad.
Termina el incendio y me zambullo en un mar de promeseros que hace fuerza para entrar al altar por la salida. Es como bajar del tren en la estación de Liniers a las seis de la tarde, pero con 50 grados de calor. Cuando zafo del gentío entro en un tunel fresco, bañado en sombra. No es un sueño. Es un pasillo techado, formado por los puestos de una feria de pulgas de tonos rojos oscuros.
Al final del laberinto está el escenario principal. Allí, una estatua del Gauchito Gil abre sus brazos al público. Abajo suena una una orquesta de chamamé. A cada rato las fallas eléctricas obligan a cortar la música. Cada vez que vuelve el sonido, la muchedumbre se emociona. Algunos improvisan un zapateo, otros se aferran a sus parejas de baile, y todos levantan vasos de vino y cerveza a la salud de los músicos. Asomándose entre la gente, hay un hombre que levanta otra cosa: un teléfono celular para hacerle escuchar a su madre la canción que están tocando.
Cuando los acordes del chamamé llegan al climax, se oyen cien gritos simultáneos. Es el sapucay, ese canto casi monocorde y agudo que a los correntinos le sale del alma cuando suenan la guitarra y el acordeón. Hay algo de chamánico en toda la escena. Como si la música, en combinación con el sol y el movimiento rítmico de los cuerpos, generase un encantamiento que obligara a los hombres a expulsar ese sonido desde lo más profundo de sus gargantas. El grito dura apenas un instante. Cuando termina, estamos más exaltados. Nos abrazamos, bailamos, reímos. Somos felices por un rato.
ENVIADO POR AGUSTÍN ROAS

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