El lucrativo negocio de la esclavitud
Durante seis años, Samat Senasuk sacó con sus manos desnudas
toneladas de peces atrapados en unas redes que erosionaron poco a poco sus
dedos. Las jornadas de hasta 18 horas al día no daban respiro a sus huesos y,
al final, dos de sus dedos cedieron ante las afiladas redes y se quebraron.
Recibió una paliza por su torpeza y tuvo que seguir trabajando. En alta mar,
entre Tailandia e Indonesia, era imposible abandonar su cárcel.
Samat nunca eligió subirse a ese barco, que alimentaba la
rica industria pesquera tailandesa, una de las principales proveedoras de
Europa. Todo empezó con una promesa de un trabajo con un sustancioso salario
como guardia de seguridad en un edificio de Bangkok, la capital de Tailandia.
El prometido inmueble acabó siendo un gigante flotante, del que Samat casi
nunca podía salir. El sueldo terminó reducido a apenas 80 euros mensuales (una
tercera parte del salario mínimo en Tailandia) y era a menudo retenido por su
patrón para evitar que se escapara. Al final, Samat consiguió ahorrar algo de
dinero para sobornar al guardia de un puerto en Indonesia en el que el barco
había atracado y pudo escapar.
El caso de Samat no es único. Unas 800.000 personas son
traficadas cada año a través de fronteras internacionales para acabar
explotadas en contra de su voluntad y 21 millones de personas viven en
condiciones análogas a la esclavitud, según datos de Naciones Unidas. Las
alarmantes cifras han hecho de este tipo de explotación una de las principales
batallas de la comunidad internacional durante los últimos años y los fondos
destinados a combatirla han aumentado. Según la ONG Walk Free, los países de la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) gastan cada
año 120 millones de dólares (100 millones de euros) en luchar contra la trata,
una cifra que no incluye los fondos destinados por iniciativas privadas o por
las organizaciones internacionales. Y sin embargo, Naciones Unidas dice que el
tráfico de personas es uno de los negocios ilícitos que más rápido crece. Hoy
es el segundo crimen internacional que más ingresos genera, sólo por detrás del
tráfico de drogas, con unos 3o.000 millones de euros anuales. “La trata es una
situación de esclavitud, y forma un triángulo entre el origen, el tránsito y el
destino. Está absolutamente relacionada con el crimen organizado, muy de la
mano del narcotráfico”, explica en la revista Pueblos la feminista boliviana
María Ximena Machicao Barbery, que ha investigado la trata en cinco países
suramericanos.
A pesar de este rápido crecimiento, sólo unas 25.000
personas son identificadas y ayudadas cada año por gobiernos y organizaciones
internacionales, según datos de la Organización de Naciones Unidas para las
Drogas y el Crimen (UNODC en sus siglas en inglés). “No es siquiera un 1% de
las víctimas que hay ahí fuera. Tenemos que cambiar la manera en la que hacemos
lo que hacemos para que sea más eficiente y efectiva, porque no estamos
reduciendo [la esclavitud]”, dice Matthew Friedman, director ejecutivo del
Mekong Club, una organización empresarial de Asia que se propone combatir la
esclavitud.
Una realidad poco conocida
“Vas a ganar en dólares y no vas a gastar en nada, ni en
comida”, le dijo su tío a Delia. Así la convenció para lanzarse a la aventura
de la emigración en 2005, y convertirse en una de miles de bolivianas y
bolivianos que trabajan en talleres textiles en Buenos Aires y su área
metropolitana. Ocurrió que, una vez en Argentina, las condiciones en el taller
de sus tíos no eran exactamente las que le habían prometido: la jornada, que
iba a ser de lunes a viernes de 7 a 22 horas, y sábados de 7 al mediodía, sólo
se cumplió el primer mes. Terminó trabajando hasta medianoche; cuando terminaba
de tejer, debía limpiar el cuarto de trabajo y planchar las prendas para
dejarlas listas para llevarlas a la feria; no descansaba ni los domingos.
Tampoco se cumplieron sus expectativas económicas. Había acordado con sus tíos
que cobraría cuando regresase a Bolivia. Mientras tanto, mandarían dinero a su
familia, pero nunca le mostraron el resguardo del giro. Su tía, que manejaba el
taller, no dejaba de gritar y maltratar a Delia y sus compañeras. Les acusó de
robo. Le impidió ir al médico cuando, por la picadura de algún insecto, se le
infectó la pierna. Pronto, Delia comenzó a pensar en huir. Una vez se escapó.
Pero, cuando se vio sola en la ciudad, sin conocer a nadie, sin documentos –se
los habían retirado sus tíos– y sin dinero, no le quedó otra opción que volver.
Y esperar.
Como Delia y Samat, los millones de esclavos que hay en el
mundo viven en el anonimato, a menudo como inmigrantes ilegales que no pueden
pedir ayuda. La clandestinidad hace más complicado saber contra qué se está
luchando. “No hemos pasado tiempo suficiente recogiendo datos para saber qué
hace falta hacer exactamente y la ineficiencia viene de que no tenemos
suficiente información sobre cuál es el problema”, dice Friedman. “La trata de
personas es un crimen muy complejo porque implica cruzar fronteras y se hace de
forma clandestina”, añade Saisuree Chutikul, experta en trata en Tailandia, uno
de los centros de este negocio en Asia.
Cada lugar, tiene además sus particularidades, como se ve
claramente en América Latina. Así, en Bolivia, por ejemplo, la ciudad de El
Alto se ha convertido en un lugar de captación de jóvenes de bajos recursos que
buscan una vida mejor en Argentina o Europa. En Paraguay, el objetivo son las
mujeres indígenas guaraníes en la vulnerable Triple Frontera. En Brasil,
ciudades turísticas del Nordeste como Salvador de Bahia, Natal y Fortaleza se
han transformado en núcleos del turismo sexual. Los casos de Colombia y Perú
evidencian la relación entre la llegada de proyectos extractivos
transnacionales, como la megaminería o la explotación de hidrocarburos, y el
aumento de la prostitución en la región.
Luchar contra la trata de personas está de moda y hasta la
famosa cadena de vídeos musicales MTV tiene un programa destinado a ello.
Muchos gobiernos, especialmente los occidentales, destinan millones de euros
cada año a luchar sobre todo contra las redes de prostitución. Sin embargo, la
ONU ha apuntado a que la trata, especialmente en Asia, está cada vez más
orientada a llenar fábricas y plantaciones que proveen a los supermercados
europeos o estadounidenses, y no tanto a llenar los burdeles de medio mundo, si
bien el tráfico con fines de explotación sexual sigue siendo mayoritario. El
periodista brasileño Leonardo Sakamoto, fundador de la ONG Repórter Brasil,
centrada en la denuncia de la explotación, pone el dedo en la llaga: “El
trabajo esclavo no es una enfermedad, sino el síntoma del sistema. Estas nuevas
formas de esclavitud no son un resquicio de prácticas arcaicas que
sobrevivieron a la introducción del capitalismo, sino un instrumento del
sistema para favorecer la acumulación del capital en su interminable proceso de
expansión”, sostiene.
En los centros calientes de la trata de personas, la
complicidad de los Estados es la norma antes que la excepción: desde la policía
a la justicia y la política, como evidencia el caso de Susana Trimarco en
Argentina. Trimarco se arremangó después de que, hace una década, su hija,
Marita Verón, fuese secuestrada por una red mafiosa en la provincia de Tucumán.
Ante la negativa de las autoridades a hacer nada al respecto, comenzó a
recorrer un prostíbulo tras otro, hasta demostrar que Argentina se ha
convertido en uno de los países del mundo con más presencia de la trata de
mujeres con fines de explotación sexual. Algunas mujeres terminaban en los
prostíbulos nacionales y otras fueron enviadas a países europeos, como España,
que tiene el triste honor de figurar entre los primeros puestos del ranking
mundial de este negocio tan lucrativo como deshumanizado.
El caso Marita Verón se tornó mediático y tuvo mucho que ver
en la presión social que llevó a la aprobación en 2008 de la primera ley
argentina destinada a proteger a las víctimas de trata y sancionar a sus
victimarios. El problema que denuncia el activismo de base es que muchas de
estas personas vuelven a las mismas redes, o a otras formas de explotación
sexual, porque el Estado no les ofrece alternativas. “Tenemos que considerar el
coste de no hacer ninguna reintegración [de las víctimas]. Si no les ofrecemos
un apoyo amplio e individualizado, es posible que no se recuperen de [la
experiencia de] la trata y que no se puedan reintegrar. Existe también el
riesgo de ser explotado o traficado de nuevo”, dice Rebecca Surtees,
investigadora del Instituto Nexus y consejera del Programa de Reintegración de
Víctimas de Trata en los Balcanes. Es el caso de Samat. De vuelta en Tailandia,
no ha sido siquiera considerado como víctima de trata por las autoridades del
país porque, aseguran, se enroló en el barco de forma voluntaria. Hoy, sin
trabajo, tiene una deuda de más de 200 euros con el Estado por el billete de
barco que lo devolvió a Tailandia desde Indonesia. Es un candidato perfecto
para terminar de nuevo en las garras de las redes de trata.
Algo parecido ocurre en España, donde las mujeres víctimas
de redes de prostitución que consiguen escapar de los burdeles donde están
aprisionadas, a menudo terminan cayendo en otras redes por falta de
alternativas de supervivencia. Esa realidad llevó a la creación de la de la Asociación
para la Prevención, Reinserción y Atención a la Mujer Prostituida (Apramp),
orientada a la asistencia integral a las víctimas de trata, desde una
perspectiva de género y los derechos humanos. “No trabajamos para las mujeres,
sino que trabajamos con las mujeres, que participan en los talleres que
diseñamos y nos indican qué medidas son las más efectivas”, aseguran desde la
asociación, que tiene en la madrileña calle Ballesta, número 9, una tienda
donde se pueden adquirir productos elaborados artesanalmente por estas mujeres.
Los retos son enormes y la trata sigue siendo un negocio
lucrativo y en alza, si bien ha habido algunos avances en los últimos años en
la lucha contra esta lacra. En 2003 entró en vigor el Protocolo sobre Trata de
Personas que pone las bases de un marco jurídico internacional para penar este
crimen. Según la ONU, 2.000 millones de personas aún viven en países que no
aseguran una protección jurídica a las víctimas de trata, especialmente en
África subsahariana, en Asia y en Sudamérica. Pero el número de países que se
suma al tratado crece rápidamente. Los avances se deben, en gran medida, a la
presión de la sociedad civil, asociaciones como Apramp en España, Repórter
Brasil o la Fundación Alameda en Argentina ponen rostros y números a este
oscuro negocio que es comerciar con seres humanos.
Nazaret Castro y Laura Villadiego en La
Marea Foto : Iniciativa
Debate TOMADO DE PUBLICACION EN NAVEGAR ES PRECISO
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