El adelantado no pudo con los querandíes, y sus tropas
fueron muriendo de hambre y de miseria. La glotonería de unos y la realidad de
otros.
Inicialmente, los querandíes se mostraron curiosos y
amigables con los recién llegados, como lo cuenta el cronista y veedor de los
banqueros Wesler, el alemán Ulrico Schmidl: “Estos querandíes traían a nuestro
real y compartían con nosotros sus miserias de pescado y de carne por catorce
días sin faltar más que uno en que no vinieron. Entonces nuestro general, Pedro
de Mendoza, despachó a su propio hermano con 300 lanceros y 30 de a caballo
bien pertrechados: yo iba con ellos y las órdenes era bien apretadas: de tomar
presos o matar a todos estos querandíes y de apoderarnos de su pueblo”.
Es curiosa la versión que da el ideólogo del saavedrismo, el
deán Gregorio Funes, sobre el hecho, contradiciendo incluso a un testigo
presencial como Schmidl. Funes, en su afán de endiosar la conquista, llega a
decir: “Con palabras de paz y de amistad mandó el Adelantado se les reuniese y
continuasen un servicio que ponía en obligación su reconocimiento”.
Lo cierto es que entre las pocas virtudes de don Pedro de
Mendoza y su gente no estaban ni la paciencia ni la tolerancia. Bastó que los
querandíes suspendieran el delivery para 1.200 personas por un día para que el
“noble” don Pedro los mandara a masacrar con “palabras amistosas”.
Pero los querandíes no eran gente de amilanarse. Llegado el
caso, perdieron ellos también la paciencia: convocaron al gran consejo de las
tribus confederadas y reunieron a unos cuatro mil hombres con sus mejores
armas: “Dichos querandíes –sigue diciendo el alemán– tienen para arma unos
arcos de mano y dardos; estos son hechos como medias lanzas y adelante en la
punta tienen un filo hecho de pedernal. Y también tienen una bola de piedra y
colocada en ella un largo cordel al igual como una bola de plomo en Alemania.
Ellos tiran esta bola alrededor de las patas de un caballo o de un venado que
tiene que caer; así con esta bola se ha dado muerte a nuestro sobredicho
capitán y sus hidalgos pues yo mismo lo he visto; también a nuestros infantes
se los ha muerto con los susodichos dardos”.
HASTA LOS ZAPATOS
La batalla de Corpus Christi fue imponente y con graves
consecuencias para ambos bandos. Dicen que en el combate murió un tal Diego
Luján, que fue arrastrado por su caballo hasta caer a las profundidades de un
río que todavía hoy lleva su nombre.
Pero la cosa no terminó ahí. La resistencia se rearmó con
refuerzos que llegaban de todas partes apenas recibían los mensajes enviados
por los diferentes caciques que habían tomado la decisión de poner sitio al
conjunto de ranchos que hacía las veces de Santa María de los Buenos Ayres. El
ataque incluyó una lluvia de flechas incendiarias que terminaron con los techos
de las precarias viviendas de la gente de Mendoza. Un pequeño grupo de
querandíes en canoas logró incendiar por completo un tercio de la flota. El
sostenido asedio les trajo gravísimas consecuencias a los invasores, para
quienes trabajar para comer seguía siendo un delito de lesa humanidad: “Cuando
los querandíes pusieron cerco a la ciudad –dice Schmidl– padecían todos tan
gran miseria que muchos morían de hambre; ni eran bastante los caballos.
Aumentaba estas angustias haber ya faltado los gatos, ratones, culebras y otros
animalejos inmundos, con que sabían templarla, y se comieron hasta los zapatos
y otros cueros. Entonces fue cuando tres españoles se comieron secretamente un
caballo que habían hurtado, y habiéndose sabido confesaron atormentados el
hurto, y fueron ahorcados, y por la noche fueron otros tres españoles y le
cortaron los muslos y otros pedazos de carne, por no morir de hambre”.
Así de desastrosa era la vida en aquella aldea donde los
“buenos aires” brillaban por su ausencia. Pero el hambre no era para todos,
según lo cuenta Bartolomé García, integrante de la hueste de Mendoza: “A mí y a
otros seis compañeros nos mandó que le cazáramos, y así lo hicimos, que todos
los días teníamos tributos de docena y media de perdices y codornices que comía
don Pedro de Mendoza y los que él más quería”.
HOSTILIDAD
Pero, más allá de su glotonería y egoísmo, la enfermedad de
Mendoza avanzaba y con él sus delirios, su locura y su agresividad. No salía
en todo el día de su habitación en la nave Magdalena encallada en la orilla del
río. Se le habían formado hondas ulceraciones que le roían las manos, la
espalda y la cabeza. Tenía miedo a la oscuridad y enloquecía a su compañera,
María Dávila, a la que no dejaba moverse de su lado. Su médico, Hernando de
Zamora, ante los pedidos desesperados de un paciente desesperadamente
impaciente, le fue subiendo la dosis de bicloro de mercurio que le suministraba
en píldoras hasta provocarle una profunda intoxicación que puso en riesgo la
vida del “adelantado”. Despertaba de largas pesadillas gritando: “¡Vosotros,
judíos, hicisteis matar al maestre de campo y ágora morís como chinches!
Desdichado de Osorio que me hicisteis mal, a mí y a todos”. En algo tenía razón
el adelantado, sus hombres morían como chinches. De los 1.200 originales
quedaban apenas 650.
La falta de recursos, el hambre, las peleas internas y la
hostilidad de los querandíes corrieron a los españoles; algunos se dirigieron
hacia la recientemente fundada ciudad de Asunción, otros, como el propio
Mendoza, regresaron a España. Antes de irse, don Pedro le dejó su adelantazgo a
Juan de Ayolas aclarando que en su ausencia gobernaría Ruiz Galán.
En su “pliego de mortaja” decía: “Sabéis que no tengo qué
comer en España si no es la hacienda que tengo que vender y toda mi esperanza
es en Dios, en vos, por eso mira, pues os dejo por hijo y con cargo tan honrado
que no me olvidéis pues me voy con seis o siete llagas en el cuerpo, cuatro en
la cabeza y otra en la mano que no me deja escribir ni aún firmar… Y si Dios os
diera alguna joya o alguna piedra no dejéis de enviármela por que tenga algún
remedio de mis trabajos y mis llagas”. Pero nada de esto recibió: murió en alta
mar, a bordo de la Magdalena, el 23 de junio de 1537. Según el deán Funes, “el
antiguo crédito de Mendoza fue más bien obra de la fortuna que de la
naturaleza. Cuando aquella lo abandonó, desapareció su heroísmo, y sólo
quedaron sus flaquezas. Sin genio, sin talento, sin valor, y lo que es más,
sujeto a las pequeñeces de las pasiones que envilecen al último pueblo, no
había nacido para grandes designios”.
La expedición de Mendoza, apadrinada como ninguna por el
emperador, había terminado en un rotundo fracaso. Buenos Aires fue
completamente despoblada en 1541. Era la derrota más notable que había sufrido
el Imperio Universal de Carlos V en las Indias y había sido infligida, como
decía un cronista, por “unos salvajes que no reconocían las más mínimas normas
de la propiedad privada por no tener costumbre de apropiarse de las cosas
propias ni ajenas”.
de Felipe Pigna
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