domingo, 3 de noviembre de 2019

LA PRIMERA HAMBRUNA


El adelantado no pudo con los querandíes, y sus tropas fueron muriendo de hambre y de miseria. La glotonería de unos y la realidad de otros.
Inicialmente, los querandíes se mostraron curiosos y amigables con los recién llegados, como lo cuenta el cronista y veedor de los banqueros Wesler, el alemán Ulrico Schmidl: “Estos querandíes traían a nuestro real y compartían con nosotros sus miserias de pescado y de carne por catorce días sin faltar más que uno en que no vinieron. Entonces nuestro general, Pedro de Mendoza, despachó a su propio hermano con 300 lanceros y 30 de a caballo bien pertrechados: yo iba con ellos y las órdenes era bien apretadas: de tomar presos o matar a todos estos querandíes y de apoderarnos de su pueblo”.
Es curiosa la versión que da el ideólogo del saavedrismo, el deán Gregorio Funes, sobre el hecho, contradiciendo incluso a un testigo presencial como Schmidl. Funes, en su afán de endiosar la conquista, llega a decir: “Con palabras de paz y de amistad mandó el Adelantado se les reuniese y continuasen un servicio que ponía en obligación su reconocimiento”.
Lo cierto es que entre las pocas virtudes de don Pedro de Mendoza y su gente no estaban ni la paciencia ni la tolerancia. Bastó que los querandíes suspendieran el delivery para 1.200 personas por un día para que el “noble” don Pedro los mandara a masacrar con “palabras amistosas”.
Pero los querandíes no eran gente de amilanarse. Llegado el caso, perdieron ellos también la paciencia: convocaron al gran consejo de las tribus confederadas y reunieron a unos cuatro mil hombres con sus mejores armas: “Dichos querandíes –sigue diciendo el alemán– tienen para arma unos arcos de mano y dardos; estos son hechos como medias lanzas y adelante en la punta tienen un filo hecho de pedernal. Y también tienen una bola de piedra y colocada en ella un largo cordel al igual como una bola de plomo en Alemania. Ellos tiran esta bola alrededor de las patas de un caballo o de un venado que tiene que caer; así con esta bola se ha dado muerte a nuestro sobredicho capitán y sus hidalgos pues yo mismo lo he visto; también a nuestros infantes se los ha muerto con los susodichos dardos”.
HASTA LOS ZAPATOS
La batalla de Corpus Christi fue imponente y con graves consecuencias para ambos bandos. Dicen que en el combate murió un tal Diego Luján, que fue arrastrado por su caballo hasta caer a las profundidades de un río que todavía hoy lleva su nombre.
Pero la cosa no terminó ahí. La resistencia se rearmó con refuerzos que llegaban de todas partes apenas recibían los mensajes enviados por los diferentes caciques que habían tomado la decisión de poner sitio al conjunto de ranchos que hacía las veces de Santa María de los Buenos Ayres. El ataque incluyó una lluvia de flechas incendiarias que terminaron con los techos de las precarias viviendas de la gente de Mendoza. Un pequeño grupo de querandíes en canoas logró incendiar por completo un tercio de la flota. El sostenido asedio les trajo gravísimas consecuencias a los invasores, para quienes trabajar para comer seguía siendo un delito de lesa humanidad: “Cuando los querandíes pusieron cerco a la ciudad –dice Schmidl– padecían todos tan gran miseria que muchos morían de hambre; ni eran bastante los caballos. Aumentaba estas angustias haber ya faltado los gatos, ratones, culebras y otros animalejos inmundos, con que sabían templarla, y se comieron hasta los zapatos y otros cueros. Entonces fue cuando tres españoles se comieron secretamente un caballo que habían hurtado, y habiéndose sabido confesaron atormentados el hurto, y fueron ahorcados, y por la noche fueron otros tres españoles y le cortaron los muslos y otros pedazos de carne, por no morir de hambre”.
Así de desastrosa era la vida en aquella aldea donde los “buenos aires” brillaban por su ausencia. Pero el hambre no era para todos, según lo cuenta Bartolomé García, integrante de la hueste de Mendoza: “A mí y a otros seis compañeros nos mandó que le cazáramos, y así lo hicimos, que todos los días teníamos tributos de docena y media de perdices y codornices que comía don Pedro de Mendoza y los que él más quería”.
HOSTILIDAD
Pero, más allá de su glotonería y egoísmo, la enfermedad de Mendoza avanzaba y con él sus delirios, su locura y su agresividad. No salía en todo el día de su habitación en la nave Magdalena encallada en la orilla del río. Se le habían formado hondas ulceraciones que le roían las manos, la espalda y la cabeza. Tenía miedo a la oscuridad y enloquecía a su compañera, María Dávila, a la que no dejaba moverse de su lado. Su médico, Hernando de Zamora, ante los pedidos desesperados de un paciente desesperadamente impaciente, le fue subiendo la dosis de bicloro de mercurio que le suministraba en píldoras hasta provocarle una profunda intoxicación que puso en riesgo la vida del “adelantado”. Despertaba de largas pesadillas gritando: “¡Vosotros, judíos, hicisteis matar al maestre de campo y ágora morís como chinches! Desdichado de Osorio que me hicisteis mal, a mí y a todos”. En algo tenía razón el adelantado, sus hombres morían como chinches. De los 1.200 originales quedaban apenas 650.
La falta de recursos, el hambre, las peleas internas y la hostilidad de los querandíes corrieron a los españoles; algunos se dirigieron hacia la recientemente fundada ciudad de Asunción, otros, como el propio Mendoza, regresaron a España. Antes de irse, don Pedro le dejó su adelantazgo a Juan de Ayolas aclarando que en su ausencia gobernaría Ruiz Galán.
En su “pliego de mortaja” decía: “Sabéis que no tengo qué comer en España si no es la hacienda que tengo que vender y toda mi esperanza es en Dios, en vos, por eso mira, pues os dejo por hijo y con cargo tan honrado que no me olvidéis pues me voy con seis o siete llagas en el cuerpo, cuatro en la cabeza y otra en la mano que no me deja escribir ni aún firmar… Y si Dios os diera alguna joya o alguna piedra no dejéis de enviármela por que tenga algún remedio de mis trabajos y mis llagas”. Pero nada de esto recibió: murió en alta mar, a bordo de la Magdalena, el 23 de junio de 1537. Según el deán Funes, “el antiguo crédito de Mendoza fue más bien obra de la fortuna que de la naturaleza. Cuando aquella lo abandonó, desapareció su heroísmo, y sólo quedaron sus flaquezas. Sin genio, sin talento, sin valor, y lo que es más, sujeto a las pequeñeces de las pasiones que envilecen al último pueblo, no había nacido para grandes designios”.
La expedición de Mendoza, apadrinada como ninguna por el emperador, había terminado en un rotundo fracaso. Buenos Aires fue completamente despoblada en 1541. Era la derrota más notable que había sufrido el Imperio Universal de Carlos V en las Indias y había sido infligida, como decía un cronista, por “unos salvajes que no reconocían las más mínimas normas de la propiedad privada por no tener costumbre de apropiarse de las cosas propias ni ajenas”.
Tomado de caras y caretas de pagina 12 de ar
de   Felipe Pigna

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