Crónica de una derrota anunciada
La desolación de muchos asambleístas tras el fallo de La Haya es la prueba de una derrota. Peleada con la política y portadora de un reclamo absoluto "echar a Botnia", la Asamblea de Gualeguaychú acentuó su desconfianza a las negociaciones y con ello también la radicalización que terminó aislándola. Sin embargo, aunque fracasó en su principal objetivo, no todos sus esfuerzos fueron en vano
Por Beatriz Sarlo
Por Beatriz Sarlo
Estuve dos veces en el corte del puente en Arroyo Verde. Vi funcionando a la Asamblea y también vi que la zona del puente, cuando avanzaba la noche, empezaba a despoblarse, hasta quedar ocupada por un puñado de ciudadanos resueltos a amanecerse allí. Aunque la Asamblea hubiera sido numerosa, después de las dos de la mañana, bajo la niebla que sube del río, la escena era melancólica, incluso en un momento de gran entusiasmo, como si la húmeda oscuridad que desvanecía las figuras anunciara el desenlace. No porque los militantes se consideraran vencidos, sino por razones que tenían que ver, por un lado, con el gobierno nacional y, por el otro, con rasgos que podían aislar al movimiento ambientalista. Determinación extrema y debilidad. Me explico.
Quienes cortaban el puente internacional no estaban dispuestos a ninguna negociación. Como sucede con los movimientos sociales movidos por una sola consigna, su reclamo es irrenunciable y total. A diferencia, digamos, de una movilización por salarios o condiciones de trabajo, en la que el piso y el techo de la negociación existen desde el principio, aunque vayan cambiando a lo largo del tiempo y según se alteren las relaciones de fuerza; a diferencia del típico reclamo por planes sociales, donde se pide más de lo que se sabe que es posible conseguir para conseguir incluso más de lo que parece posible en un principio, el objetivo de los entrerrianos era inamovible: no retrocedían del retiro de la pastera finlandesa. El piso y el techo del reclamo coincidían. Quienes se mostraran dispuestos a una negociación corrían el riesgo de ser aislados y volver a la nada, porque la unidad de la Asamblea persistía neutralizando las líneas que generalmente cruzan otros movimientos, dándoles más fluidez incluso en sus conflictos internos.
Mientras tanto, a lo largo del tiempo, en la ciudad de Gualeguaychú y otras localidades entrerrianas, la aprobación que rodeó a la Asamblea comenzó a mostrar fisuras. Quienes no eran militantes activos, quienes temían a un desemboque de suma cero, quienes veían afectados sus intereses por el corte que impedía un comercio habitual con Fray Bentos, quienes se entusiasmaron al principio pero se sintieron alejados por cierta intolerancia en la aplicación de las resoluciones, todos ellos también formaron parte de una comunidad preocupada que, como la Asamblea, no encontró explicaciones ni mejores propuestas en la esfera pública.
La Asamblea se pensó a sí misma de modo unánime. Sin duda, mucha gente entraba y salía, militaba un tiempo y se retiraba, persistían algunos dirigentes, otros eran cuestionados. Pero la autoimagen se fundaba en la unanimidad, porque el reclamo tenía un solo punto fundamental. Nada se puede ofrecer ni aceptar a cambio de nada. El desenlace es victoria total o derrota. No hay victorias parciales. Una noche, les pregunté a algunos asambleístas por qué no habían festejado que la empresa española ENCE renunciara a construir su pastera en Fray Bentos. Me miraron estupefactos: no podían concebir el festejo de una victoria que su misma acción había producido.
La resistencia a celebrar avances parciales fue el alma de la defensa del ambiente tal como la entendió la Asamblea de Gualeguaychú. Frente a un proceso largo en el cual se valorizan los triunfos uno a uno, por más fragmentarios que parezcan, la idea de que sólo vale obtener una totalidad coloca a quienes la sostienen (o, más bien, son sostenidos por ella) en el extremo opuesto al de un movimiento reformista que acepta avanzar paso a paso aunque no renuncie a un horizonte programático y de principios.
Reformismo y utopía
El ambientalismo tiene dos almas: una reformista y otra utópica. Los desplazamientos producidos por esa tensión de identidades se miden en su distancia respecto de los partidos políticos y de las instituciones. En países, como Alemania, donde el ambientalismo ha atravesado, en mayor o menor grado, a los partidos políticos, la perspectiva reformista profunda prevalece sobre la tendencia al absoluto. El ambientalismo, en esos países, ganó una batalla cultural y, además, pudo establecerse como espacio político y no sólo como movimiento social. En países como la Argentina, donde los partidos políticos comparten viejas matrices conceptuales productivistas e industrialistas, el ambientalismo es arrinconado e incluso quienes se reclaman progresistas pueden entregar graciosamente territorios enteros y sus recursos naturales a la explotación depredadora (como fue el caso del veto presidencial a la ley de glaciares). Lula mismo, en su primer período, fue abandonado por quienes habían sido dirigentes muy conocidos del PT que le plantearon con serenidad y gran conocimiento técnico todos los problemas causados por los transgénicos.
Las cosas están cambiando, como lo demuestra la atención obtenida por Proyecto Sur. Pero allí donde la política ha sido sorda al ambientalismo, los ambientalistas no pueden sino ser insensibles a las formas de negociación características de la política. Vale la pena preguntarse de qué lado está la responsabilidad mayor. Yo no la cargaría en la cuenta de los ciudadanos que cortan el puente en Gualeguaychú, sino en la de los partidos y del gobierno nacional que miraron con distraída negligencia el surgimiento del movimiento entrerriano, salvo cuando lo cortejaron electoralmente, y no imaginaron un escenario donde los ambientalistas y el Gobierno se sentaran alrededor de una mesa, siempre, durante todo el conflicto, sin cansancio ni impaciencia. La iniciativa política les corresponde a los políticos. Aunque esto parezca una tautología, a veces las tautologías ponen de manifiesto los aspectos inseparables de un problema.
Nadie fuera de Entre Ríos se interesó por Gauleguaychú, excepto como problema de política exterior o por las consecuencias del corte de ruta en el orden público. En 2006 era secretaria de medio ambiente Romina Picolotti, de autoridad política inexistente, salvo que se la transfiriese Alberto Fernández, a cuyo entorno amistoso pertenecía. Picolotti era una figura desvaída y con oportunidades remotas de interesar a los Kirchner. De todas formas, esto no se le puede echar en cara: ¿cómo llamar la atención de los Kirchner sobre algo que no esté vinculado directamente a sus obsesiones políticas inmediatas? No había en el Gobierno un interlocutor preocupado y constante que tuviera como trabajo a Gualeguaychú.
Del otro lado, los ciudadanos de Gualeguaychú, abandonados por la política nacional (por donde pasaba realmente el problema, ya que debió ser una cuestión central de relaciones exteriores), estaban solos. Los políticos entrerrianos se comportaban a veces según principios que decían compartir con los militantes, a veces de manera oportunista; el intendente de Gualeguaychú acompañaba, sin poder hacer mucho. Para estos ciudadanos, la única opción era la que les ofrecía la Asamblea; la única forma organizativa surgía de las reuniones de Arroyo Verde; la única posibilidad de participación era sumarse a ella. En síntesis: la construcción de la pastera era vivida como una amenaza tanto real como simbólica y, frente a ese peligro, la política no tuvo iniciativas, excepto el seguidismo contemplativo del gobierno nacional, que tenía un solo horizonte: no desalojar la ruta para que la oposición no dijera que reprimía. Nadie dialogó paciente y firmemente con la Asamblea.
En esas condiciones de abandono era inevitable que el movimiento ambientalista se radicalizara. Quizás hubiera sido difícil impedirlo, pero hubiera valido la pena intentarlo. La Asamblea se consideró a sí misma un todo, equivalente simbólico del todo que reclamaba. No tenía otra salida que la radicalización.
La Asamblea asentó su soberanía sobre estas bases. Separada del mundo político, acentuó su desconfianza respecto de la negociación, convencida de que implicaba un retroceso en el camino hacia el objetivo final de obtener el traslado de la pastera. Ese punto la mantenía unida, le daba su fortaleza y, paradójicamente, su fragilidad. En un país donde el problema de la pastera afectaba las relaciones internacionales, la Asamblea no podía hacerse cargo de que cada una de sus votaciones trascendiera la ruta y el puente. Cuando digo que no podía hacerse cargo, quiero subrayar que no estaba en condiciones ideológicas para conectar su reclamo con otras dimensiones de gobierno y sus consecuencias. Aspiraba a la totalidad y todo lo demás era secundario. La Asamblea se negaba a delegar una parte de su soberanía democrática en el gobierno que maneja las relaciones exteriores de la República. Y tenía sus buenas razones, porque ese gobierno no había podido persuadirla de que podían trabajar juntos. La desconfianza marcó todas las relaciones.
Sensatamente, Argentina y Uruguay acudieron a la Corte Internacional de La Haya, cuya resolución acaba de conocerse. La pastera quedará allí frente a las costas de Gauleguaychú. Lo que se obtuvo tiene, sin embargo, un valor singular para el futuro: la Corte señaló que Uruguay no había respetado ni la letra ni el espíritu del Tratado sobre el río que comparte con la Argentina. Se abrió una perspectiva que permitirá avanzar y explorar relaciones de nuevo tipo en las que la vigilancia de las condiciones ambientales sea una tarea binacional.
Sin embargo, la Asamblea no vive de ese futuro en el que se juegan miles de kilómetros de aguas compartidas. Vive en un presente donde ha sido derrotado su reclamo total, ese que le daba la cohesión y la conmovedora fortaleza, la terquedad y la decisión con que funcionó durante años. La desolación actual de muchos asambleístas es la prueba de una derrota.
Probablemente nada se ganaría si se les dijera que han escrito un capítulo importante en la formación de una conciencia ecológica argentina. En un país donde las industrias destruyen el medio ambiente, y donde no es necesario ni siquiera tomarse un avión para visitar las minas a cielo abierto, sino que basta cruzar a la isla Maciel, al Dock Sur, o caminar las orillas del Riachuelo, la Asamblea de Gualeguaychú aprendió mucho y obligó a que se investigara y se discutiera; consiguió el apoyo de equipos científicos, conoció otras experiencias internacionales, como la de las rías de Pontevedra; leyó y escribió, fue a los medios y difundió sus proclamas. Sobre todo, demostró que cientos de personas, que nada sabían de una cuestión compleja que concierne al equilibrio de aguas y de la atmósfera, se convirtieran en ciudadanos ilustrados que, en las noches de Arroyo Verde, no enunciaban simplemente sus pareceres caprichosos sino que los fundamentaban. Puso en marcha una energía intelectual de la sociedad entrerriana. No es poco.
La Asamblea demostró también una organización capaz de prolongarse en el tiempo, por lo menos hasta hoy. No fue solamente un movimiento nervioso, espontáneo y pasajero de sensibilidades atribuladas. Muchos han criticado el corte de la ruta internacional que es tan absoluto como la reivindicación absoluta que sostiene. Pero ese corte, con el tiempo, deberá ser evaluado por etapas. En los primeros meses fue la única forma de poner la cuestión en la escena pública nacional e internacional. No se hizo siguiendo las reglas de las relaciones entre países sino respondiendo a las necesidades de quienes no tiene otra posibilidad táctica a su alcance. Sería equivocada una opinión que no tomara en cuenta esto ni reconociera que los ciudadanos de Gualeguaychú estaban solos y que tuvieron que inventarse como militantes. La Asamblea decidió hacer lo único que estaba a su alcance para ser escuchada. Esto no equivale a justificar el corte del puente internacional, pero obliga a un esfuerzo intelectual para entenderlo.
Hay algo que podemos celebrar. Con un mínimo de cuidado político, más que nunca posible por las posiciones que Pepe Mujica ha expresado antes y después de llegar a la presidencia, Gauleguaychú no va a convertirse en una causa irredenta. El río Uruguay no será una versión de las islas Malvinas ni del canal de Beagle; no ofrecerá pretexto a cualquier agitación nacionalista territorial, como pasó no hace mucho con los hielos continentales. Los ciudadanos de Gualeguaychú podrán ofrecer el modelo experimental de una comunidad movilizada por lo público que controla las industrias polucionantes. No serán masa de maniobra de un extremismo patriotero típico de naciones que se sienten incompletas y en peligro. No hay una futura aventura territorial que navegue las aguas del Uruguay, como la hubo en el pasado, cuando la dictadura decidió que había que desembarcar en Malvinas. De todos los escenarios, esta pesadilla es la única improbable. Nuestro mundo irredento está hoy de fronteras adentro.
tomado del diario © LA NACION
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