EPECTÁCULOS
"El imperio de los sentidos"
Se reestrenó uno de los films más polémicos de la
historia del cine
En el caso de los cines porteños se trata de un estreno
genuino. Cuando la película de Nagisa Oshima, un potente relato sobre el amour
fou y las fronteras físicas del sexo, pudo verse en la Argentina en 1984, el
comité de calificación la coronó con la categoría “de exhibición condicionada”.
En Amor y crimen (1969), cuyo extenso
título original podría ser traducido como “Historias criminales grotescas con
mujeres en las eras Meiji, Taishi y Showa”, el realizador Teruo Ishii –famoso
por sus films pletóricos de sexo y violencia, casi siempre inseparables uno de la
otra– recrea tres casos reales de mujeres homicidas. Uno de ellos, tal vez el
más célebre en la historia de Japón, está dedicado a Sada Abe, una joven
camarera y ex prostituta que fue hallada por la policía luego de vagar por las
calles durante dos semanas con el miembro amputado de su amante – muerto luego
de un juego sexual con asfixia– escondido debajo de su kimono. Corría el año
1936 y los periódicos hicieron correr ríos de tinta sobre el truculento hecho,
desde ese mismo momento transformado en leyenda popular sobre los límites del
amor y el deseo. Desde luego, en el film de Ishii la historia es retratada
desde la ficción, pero prologando y clausurando el relato la auténtica Sada
Abe, por aquel entonces una mujer sexagenaria que fallecería una década más
tarde luego de varios años de reclusión, describe con las siguientes palabras
los hechos ocurridos treinta y tres años antes: “Creo que una persona
puede enamorarse una única vez en la vida. Pueden tenerse muchas relaciones,
pero sólo es posible amar profundamente una vez”.
Amor y crimen marcó una primera vez para la
historia de Abe en el cine, pero no sería la última: En 1975 Noboru Tanaka
llevó a la pantalla el mismo caso en el largometraje Una mujer llamada
Sada Abe, una típica producción erótica de los estudios Nikkatsu (los
creadores del así llamado roman poruno) y Nobuhiko Obayashi haría
lo propio en Sada en 1998, entre otras versiones posteriores.
Pero la más famosa de todas las adaptaciones, a su vez la más política y
lírica, logró transformarse desde el mismo momento de su estreno en el Festival
de Cannes en uno de los films más polémicos de la historia del cine.
Una auténtica cause célèbre. El imperio de los sentidos (1976),
de Nagisa Oshima (1932-2013), se está presentando en estos días en calidad
de reestreno, aunque en el caso de los cines porteños se trata de un estreno
genuino. Cuando el film pudo finalmente verse en nuestro país, en 1984, gracias
al regreso de la democracia, el comité de calificación lo coronó con la
categoría “de exhibición condicionada”, relegando sus proyecciones a las salas
dedicadas al cine con tres X. Ante la inexistencia, en esos primeros meses sin
censura, de lugares apropiados en la ciudad de Buenos Aires, el film de Oshima
sólo pudo verse en Mar del Plata, y es posible imaginar al prototípico
“valijero” de la época ansiando ver esa “porno japonesa” para terminar
enfrentado en cambio con un potente relato sobre el amour fou y
las fronteras físicas del sexo (y, desde luego, a un final donde la castración
no es precisamente una metáfora).
No es casual que el título original de El imperio de
los sentidos, Ai no corrida, describa el terreno del amor como
una corrida de toros, excitante y sobrevolada por la pulsión de muerte. La
historia detrás de su realización es bastante conocida, aunque la carrera
previa del realizador no resulta tan familiar para el gran público. Oshima, uno
de los cineastas más importantes de la nueva ola japonesa –el más político, el
más rupturista, el más extremo– venía filmando películas desde 1959,
abandonando los estudios Shochiku luego de dirigir Cruel historia de
juventud, un relato sobre adolescentes criminales, El entierro del
sol, historia de un nihilismo extremo y radical, y Noche y niebla
en Japón, virulenta autocrítica desde la izquierda sobre la sociedad y la
política de su país, las tres estrenadas en 1960. Ya independizado, el resto de
esa década y comienzos de la siguiente lo encontraría abordando temáticas como
la pena capital (Muerte por ahorcamiento, 1967), la xenofobia hacia los
inmigrantes coreanos (Tres borrachos resucitados, 1968), el cine dentro
del cine (El hombre que filmó su legado, 1970) o la familia como
infierno (Boy, 1969; La ceremonia, 1971), por citar apenas
un puñado de títulos en una carrera muy prolífica. Y ecléctica: si algo
caracterizaba al cine de Oshima en aquellos años es la experimentación formal,
que lo llevó a utilizar tanto el uso del plano-secuencia extendido como el
montaje veloz, e incluso a producir una película de animación absolutamente
atípica (Banda de ninjas, 1967).
No es extraño, entonces, que la propuesta del francés
Anatole Dauman –legendario fundador de Argos Films y productor de largometrajes
como Noche y niebla y El último año en Marienbad,
de Alain Resnais, Masculino-Femenino de Jean-Luc Godard
y Al azar Baltasar y Mouchette, de Robert Bresson–
fuera bien recibida por el realizador japonés: aprovechar las nuevas libertades
y la caída de las censuras para hacer una película erótica con sexo no
simulado. En otras palabras, algo así como un film de arte pornográfico.
La historia elegida fue precisamente la de Sada Abe, pero dejando
de lado los tratados psicosexuales, el análisis criminal y el sensacionalismo
para enfocarse, en cambio, en la relación física y emocional entre dos
amantes. El rodaje tendría lugar en Kioto, en uno de los estudios de la
gran compañía Daiei, en condiciones casi secretas. Para lograrlo, Oshima
convocó al realizador Koji Wakamatsu, el único cineasta que respetaba en el
terreno del pinku eiga (a grandes rasgos, el cine erótico
japonés, en su caso altamente politizado), para reunir a los técnicos y el
equipo artístico. Entrevistado por Página/12 en 2008, cuando
estuvo de visita acompañando una retrospectiva en el Bafici, Wakamatsu afirmó
que “con Oshima la relación era más profunda: durante los años 60 hubo una
época en que tomábamos sake todos los días. Años después terminé produciendo su
largometraje más conocido en Occidente, El imperio de los sentidos.
De todas maneras, nunca me sentí parte de una generación de cineastas. Incluso
voy a comentarle que, de alguna manera, Oshima, Imamura y otros realizadores
relevantes eran directores de elite; yo nunca me vi de esa manera”.
Lo más difícil de todo fue conseguir al dúo de interpretes
encargados de interpretar a la pareja central, Sada Abe y Kichizo Ishida. El
rol femenino recayó finalmente en una joven actriz casi debutante llamada Eiko
Matsuda, cuya carrera posterior no tuvo mayor relevancia, inmortalizada en la
película de Oshima, y el masculino fue finalmente aceptado por el reconocido
Tatsuya Fuji, cuya filmografía supera ampliamente los cien títulos. El desafío
era claro: más allá de las dificultades propias de encarnar a los personajes,
los actores debían entregarse a escenas de sexo no simuladas, con felaciones y
penetraciones reales y sin dobles de cuerpo, en una película que casi no sale
de las habitaciones de las posadas visitadas por la pareja en la ficción. Pero
que, cuando lo hace, ofrece nuevos puntos de vista sobre la historia central,
como esa magnífica escena en la cual Ishida, ansioso por reencontrarse con su
amante, se cruza con un pelotón de soldados: la carrera militarista de Japón en
los años previos a la Segunda Guerra marcha en un sentido opuesto al universo
de lo íntimo, el de los actos individuales. Hacia el final del rodaje, los
negativos fueron enviados a Francia, donde tuvo lugar el montaje, lejos de los
ojos de la censura nipona (en el Japón de aquellos tiempos, como ahora, era
legal filmar material pornográfico, pero no así distribuirlo y exhibirlo).
El resto forma parte de la historia del cine. Estrenada en
el Festival de Cannes y lanzada exitosamente en salas
comerciales francesas, la película sólo pudo ser exhibida en Japón en copias
ostensiblemente censuradas, con grandes franjas negras ocultando vellos
públicos y genitales en todas las escenas en las que fueran visibles. Es decir,
en más del 80 por ciento del metraje. Cuando el guion de El imperio de
los sentidos fue publicado en su país, acompañado de una serie de
imágenes fijas del film, Oshima fue llevado a juicio por cargos de obscenidad,
que caerían finalmente luego de un largo juicio. Acostumbrado a tocar temas
delicados y polémicos, muchos de ellos tabú, Oshima declaró en ese momento que
“el concepto de obscenidad es puesto a prueba cuando uno se anima a mirar algo
por lo cual siente un deseo irrefrenable de observar, pero que se ha prohibido
a sí mismo ver. Cuando uno siente que todo lo deseaba ver se ha revelado, la
‘obscenidad’ desaparece, como así también el tabú, y ahí aparece una cierta
liberación”.
Oshima continuaría su carrera con El imperio de la
pasión (1978) –película que, a pesar de su título casi homónimo, es
muy diferente, en parte por sus elementos fantásticos–, la notable Furyo (1982)
con David Bowie y un joven Takeshi Kitano, y Max mon amour (1986),
otro título rompe tabúes. Pero ninguno de esos films, ni aquellos rodados con
anterioridad –más allá de su enorme potencia, inteligencia y originalidad–
lograron generar el aura de mito que rodea a El imperio de los sentidos.
Dice la leyenda que Oshima intentó contactarse con la elusiva Sada Abe antes de
la filmación, encontrándola finalmente en un monasterio budista. ¿Habrá visto
la protagonista de la historia real la versión cinematográfica más famosa de
esos hechos? Imposible saberlo. Lo cierto es que, luego de pasar poco más de
cuatro años en prisión, su estatus de “mujer loca” comenzó a mutar con el
correr de los años, transformada finalmente en símbolo libertario enfrentado a
las normas represivas que rigen el control de los cuerpos. Tal vez el film de
Oshima haya tenido algo que ver con la cristalización de esa idea. El
imperio de los sentidos, que a fin de cuentas no es “una porno”
sino una película que utiliza el sexo como materia prima temática, formal y
estética, está nuevamente en las salas para ser (re)descubierta.
*El imperio de los sentidos se está exhibiendo en
las siguientes salas:: Cinemark Palermo, Cinépolis Recoleta, Atlas Patio Bullrich,
Multiplex Belgrano, Lorca, Cinema Paradiso (La Plata) y Cines del Centro
(Rosario).
Deseo y muerte
Por Sada Abe*
La relación entre un hombre y una mujer no es algo que pueda
simplemente leerse en un libro. No es tan simple. Tal vez pueda describirse
como una unión entre el espíritu y la carne, aunque es algo realmente imposible
de expresar con simples palabas. Si hay una posibilidad en un millón de que
exista en este mundo otro hombre como Ishida, me abalanzaría alegremente en ese
infierno, corriendo el riesgo de transformarme en un demonio o una hechicera.
Los hombres y las mujeres pueden estar enamorados al punto de querer morir
juntos. La vida que vale la pena ser vivida es una vida de búsqueda continua y
ardua de pasión, de descubrimiento del placer, que puede ser mayor de lo que
jamás se había imaginado. La gente a veces dice que lo que hice fue demasiado
extremo. Pero, por el bien del amor, el amor verdadero de una pareja, ¿no es
necesario confrontar a los demonios del deseo?
*del libro Memorias de Sada Abe: media vida
enamorada, publicado originalmente en Japón en 1948 y republicado en 1998. // TOMADO DE PAGINA 12 DE AR
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