EL FIN QUE JUSTIFICA LOS MEDIOS DE LA ECONOMÍA
Mailer Mattié
Instituto Simone Weil/CEPRID
Crisis y sobreproducción en el sistema financiero
El desarrollo del régimen económico del capital consiste en la sucesión de períodos de prosperidad y de crisis que se turnan como el día y la noche. A un período de crecimiento de la producción, sigue inevitablemente otro de crisis. La causa es que la riqueza creada por el trabajo productivo en épocas de crecimiento, termina en manos de aquellos sectores ajenos al mismo. A mayor creación de riqueza, mayor es también la distancia entre quienes la producen y quienes se apoderan de ella. Durante los períodos de prosperidad, efectivamente, se acentúa la falta de correspondencia entre el beneficio y el trabajo, porque la ganancia deja de crecer en la industria productiva y aumenta en los sectores financieros dedicados a la especulación, la actividad más ajena que existe al trabajo.
Así, el progreso contiene la propia desintegración del régimen económico al impulsar la subordinación del sistema industrial al sistema financiero; es decir, debido a que la economía se mueve cada vez más mediante el incentivo de la ganancia a la que no corresponde trabajo alguno. En consecuencia, cuando el beneficio especulativo se detiene, se paraliza la maquinaria económica en su conjunto. La crisis, por tanto, no proviene de un desequilibrio entre la oferta y la demanda en el mercado industrial; al contrario, la sobreproducción surge en el sector financiero a causa precisamente del aumento del capital especulativo. Esto sucede puesto que el verdadero objetivo del funcionamiento de la economía no es otro que el crecimiento de la ganancia a la que ningún trabajo corresponde. La crisis se presenta, además, como una especie de fenómeno natural que afecta igual a la “nube de parásitos” que la provocan y a los trabajadores. No obstante, sus graves consecuencias sociales –como el desempleo, los bajos salarios y la inflación- muestran la magnitud de la inclemente brecha que los separa.
Esta interpretación del funcionamiento del sistema económico que sitúa el origen de las crisis en el ámbito financiero, fue propuesta por Simone Weil en 1931, a propósito de la Gran Depresión que asolaba al mundo occidental.1 Hoy sabemos que Weil estaba en lo cierto, una vez cerrado el intervalo de casi medio siglo de regulación de la economía y cuando salen a la luz los errores, limitaciones e intenciones de las diversas ideologías acerca de los fenómenos económicos. En efecto, la decisión de reiniciar el capitalismo real durante las últimas décadas del siglo pasado –lo que ahora conocemos como neoliberalismo-, no tenía otro fin que encauzar el régimen económico hacia sus objetivos originales en referencia al sistema financiero, el aumento de las ganancias parasitarias y la subordinación del resto de la economía y de la sociedad en su conjunto.
La propaganda neoliberal
La crisis de crecimiento e inflación debida en gran medida al inusitado aumento de los precios del petróleo en los años setenta, fue utilizada como prueba que verificaba la ineficiencia del Estado social para gestionar adecuadamente la economía. Comenzó así una intensa campaña de propaganda –calificada de revolución teórica e intelectual, con el apoyo de renombradas instituciones académicas y prestigiosos economistas-, para convencer al mundo acerca de la necesidad impostergable de liberar los mercados como única alternativa para resolver los problemas de la humanidad. La propaganda –como bien afirmaba Weil-, es adversaria de la verdad, por lo que recomendaba su prohibición absoluta, sin excepción. Para instaurar el nuevo orden pues, era necesario no solo redefinir la relación de la economía con el Estado; también, poner en marcha nuevos mecanismos e instrumentos que favorecieran la libre expansión internacional del sistema financiero.
Así, al firme asalto a las antiguas organizaciones económicas como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional –creadas originalmente para financiar el desarrollo productivo-, se unió además el control de las instituciones políticas en países como Chile (1973), Gran Bretaña (1979) y los Estados Unidos (1981). Por otra parte, el exceso de liquidez del sistema financiero vinculado a los fondos que aportó la renta petrolera a los países de la OPEP, contribuyó a gestar la llamada crisis de la deuda que afectó gravemente la vida de millones de personas en África, el Caribe y Latinoamérica. La sobreproducción financiera, en efecto, motivó el otorgamiento de créditos hasta un volumen impagable a las economías y los Estados nacionales en esas regiones -la mayoría en poder de gobiernos y empresarios corruptos- que, años más tarde, tuvieron que aceptar las condiciones impuestas por los acreedores –programas de ajuste estructural y recortes sociales-, privatizando la propiedad pública, convirtiendo los derechos de las personas en mercancías –salud, educación, vivienda, agua, entre muchos otros- y destruyendo los recursos naturales y el medio ambiente a cambio de divisas para continuar alimentando las fuentes de la especulación a través del exitoso instrumento de la deuda. El ensayo se extendió también a Asia y a los países del antiguo bloque soviético asfixiando, de hecho, el surgimiento de cualquier otra alternativa. Las consecuencias sociales fueron en todas partes el aumento de la pobreza y la desigualdad, el desarraigo y la emigración, la destrucción de la naturaleza y de las fuentes de subsistencia y seguridad alimentaria, la inestabilidad política y el descrédito de las frágiles democracias; efectos apenas moderados solo a causa del auge y la resistencia de los movimientos sociales.
El plan neoliberal continuó avanzando también en los países industrializados del norte, acelerando la aplicación de políticas de desregulación, privatización del sector público, disminución de impuestos y libre movimiento del capital financiero, a la vez que impulsaba la expansión de nuevas herramientas para beneficiar el crecimiento de los mercados vinculados con la especulación. Sin embargo, la ganancia especulativa no solo es ajena al trabajo, también a cualquier límite moral; por ello, su globalización ha profundizado al extremo la brecha abierta hace más de dos siglos entre los intereses de la economía y el bienestar de la sociedad.
La mano invisible
El desarrollo de la especulación financiera requiere mucho dinero, poder e información. En realidad, es la verdadera mano invisible de la economía que influye sobre los precios, la demanda y la oferta de los bienes. Actúa sobre todo a través de los llamados mercados de contratos de futuro –una categoría de los mercados de derivados o instrumentos financieros, cuyo valor se ha estimado en setecientos por ciento del PIB real del mundo-, donde se establecen millones de compromisos de compra y venta a un plazo determinado definiendo la cantidad, el precio y la fecha de pago de la operación; se negocian en las instituciones bursátiles como el Chicago Board of Trade y las principales Bolsas del mundo. Han funcionado desde el siglo XIX en pequeña escala, para cubrir posibles riesgos sobre la variación de los precios principalmente de bienes agrícolas y materias primas; no obstante, desde hace más de dos décadas su volumen ha aumentado considerablemente debido a la demanda especulativa y la inclusión de distintos productos financieros como tasas de interés, divisas y acciones, entre otros, perdiendo su función original. En consecuencia, los bienes de consumo han pasado a ser considerados prioritariamente como activos financieros, entre ellos el trigo, café, algodón, azúcar, maíz, soja, madera y ganado; también el oro, la plata, el aluminio y el petróleo. Se trata de “jugar” con el comportamiento de los precios, de tal forma que apenas un porcentaje muy pequeño de los contratos originales llega a su término –cercano al dos por ciento-, puesto que la mayoría se negocia antes en mercados secundarios. Durante los últimos años, los efectos de estas actividades se han reflejado en espectaculares aumentos de los precios en diversos sectores. En el año 2010, por ejemplo, el precio de los alimentos aumentó en general un treinta y tres por ciento; en 2011, el precio de la plata subió ochenta y dos por ciento, el oro un veintiuno por ciento, el trigo cincuenta y cuatro por ciento, el maíz ochenta y ocho por ciento, el algodón setenta y ocho por ciento y el azúcar un cincuenta y dos por ciento. Los mercados de futuro, pues, son instrumentos que permiten al capital especulativo crecer a expensas de la riqueza creada por el trabajo, aun antes de que ésta llegue a materializarse.
El fin de la prosperidad y el comienzo de las alternativas
El trasvase de riqueza real y el aumento de la ganancia parasitaria, muestra el nivel de subordinación que ha alcanzado el régimen económico respecto al sector financiero. No obstante, evidencia también la extrema vulnerabilidad que dicho escenario imprime a toda la sociedad. La estruendosa caída de los bancos, primero en los Estados Unidos y luego en los países europeos, asociada a la sobre valoración de los bienes inmobiliarios y al problema de las hipotecas ocultó, sin embargo, los graves efectos que la especulación había tenido también en otros sectores, como la elevación del precio de los alimentos a nivel mundial y el del petróleo, que alcanzó los cien dólares el barril por primera vez justamente durante el año 2008. Precisamente, se estimó que en 2007 el volumen de la economía especulativa era diez veces superior a la dimensión de la economía productora de bienes y servicios. Factores que juntos, sin duda, contribuyeron al colapso marcado por la recesión internacional.
No obstante, fiel a la propaganda, el sistema neoliberal insiste en apoyar la gestión de la crisis en el sistema financiero, utilizando el opresor instrumento del mercado de la deuda, cuyo objetivo inmediato es apropiarse de los beneficios del trabajo de una nación a través de la imposición de los programas de ajuste. El sistema ignora, por tanto, la exigencia cada vez mayor de establecer límites como la suspensión de los paraísos fiscales, tasas a las transacciones financieras, control a los movimientos de capital y a los mercados de futuro. Medidas aun insuficientes, porque la solución radica en romper definitivamente el ciclo que conduce a la crisis y que hace imprescindible la intervención estatal; es decir, reducir efectivamente la extrema diferenciación entre el sistema productivo y el sistema financiero, cuya máxima expresión es la autonomía de la esfera especulativa, resultado de la desregulación. La meta es reintegrar la economía en la sociedad, como un medio para la subsistencia y la satisfacción de las necesidades humanas, en estrecha alianza con el desarrollo de una verdadera democracia real.
1 Weil, Simone. L’Engagement syndical en: Obras Completas. Edición publicada bajo la dirección de Andrè A. Devaux y Florence de Lussy. Gallimard. Paris, 1988. Traducción de Sylvia Valls para el Instituto Simone Weil. Valle de Bravo, México, 2012. El artículo se publicó originalmente en el Boletín de la Sección de la Haute-Loire (Le Puy), XIII, Nº 68, noviembre de 1931, editado por el Sindicato Nacional de Institutrices e Institutores de Francia y de las Colonias.
Mailer Mattié es economista y escritora. Este artículo es una colaboración para el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid.
Enviado por CEPRID
Instituto Simone Weil/CEPRID
Crisis y sobreproducción en el sistema financiero
El desarrollo del régimen económico del capital consiste en la sucesión de períodos de prosperidad y de crisis que se turnan como el día y la noche. A un período de crecimiento de la producción, sigue inevitablemente otro de crisis. La causa es que la riqueza creada por el trabajo productivo en épocas de crecimiento, termina en manos de aquellos sectores ajenos al mismo. A mayor creación de riqueza, mayor es también la distancia entre quienes la producen y quienes se apoderan de ella. Durante los períodos de prosperidad, efectivamente, se acentúa la falta de correspondencia entre el beneficio y el trabajo, porque la ganancia deja de crecer en la industria productiva y aumenta en los sectores financieros dedicados a la especulación, la actividad más ajena que existe al trabajo.
Así, el progreso contiene la propia desintegración del régimen económico al impulsar la subordinación del sistema industrial al sistema financiero; es decir, debido a que la economía se mueve cada vez más mediante el incentivo de la ganancia a la que no corresponde trabajo alguno. En consecuencia, cuando el beneficio especulativo se detiene, se paraliza la maquinaria económica en su conjunto. La crisis, por tanto, no proviene de un desequilibrio entre la oferta y la demanda en el mercado industrial; al contrario, la sobreproducción surge en el sector financiero a causa precisamente del aumento del capital especulativo. Esto sucede puesto que el verdadero objetivo del funcionamiento de la economía no es otro que el crecimiento de la ganancia a la que ningún trabajo corresponde. La crisis se presenta, además, como una especie de fenómeno natural que afecta igual a la “nube de parásitos” que la provocan y a los trabajadores. No obstante, sus graves consecuencias sociales –como el desempleo, los bajos salarios y la inflación- muestran la magnitud de la inclemente brecha que los separa.
Esta interpretación del funcionamiento del sistema económico que sitúa el origen de las crisis en el ámbito financiero, fue propuesta por Simone Weil en 1931, a propósito de la Gran Depresión que asolaba al mundo occidental.1 Hoy sabemos que Weil estaba en lo cierto, una vez cerrado el intervalo de casi medio siglo de regulación de la economía y cuando salen a la luz los errores, limitaciones e intenciones de las diversas ideologías acerca de los fenómenos económicos. En efecto, la decisión de reiniciar el capitalismo real durante las últimas décadas del siglo pasado –lo que ahora conocemos como neoliberalismo-, no tenía otro fin que encauzar el régimen económico hacia sus objetivos originales en referencia al sistema financiero, el aumento de las ganancias parasitarias y la subordinación del resto de la economía y de la sociedad en su conjunto.
La propaganda neoliberal
La crisis de crecimiento e inflación debida en gran medida al inusitado aumento de los precios del petróleo en los años setenta, fue utilizada como prueba que verificaba la ineficiencia del Estado social para gestionar adecuadamente la economía. Comenzó así una intensa campaña de propaganda –calificada de revolución teórica e intelectual, con el apoyo de renombradas instituciones académicas y prestigiosos economistas-, para convencer al mundo acerca de la necesidad impostergable de liberar los mercados como única alternativa para resolver los problemas de la humanidad. La propaganda –como bien afirmaba Weil-, es adversaria de la verdad, por lo que recomendaba su prohibición absoluta, sin excepción. Para instaurar el nuevo orden pues, era necesario no solo redefinir la relación de la economía con el Estado; también, poner en marcha nuevos mecanismos e instrumentos que favorecieran la libre expansión internacional del sistema financiero.
Así, al firme asalto a las antiguas organizaciones económicas como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional –creadas originalmente para financiar el desarrollo productivo-, se unió además el control de las instituciones políticas en países como Chile (1973), Gran Bretaña (1979) y los Estados Unidos (1981). Por otra parte, el exceso de liquidez del sistema financiero vinculado a los fondos que aportó la renta petrolera a los países de la OPEP, contribuyó a gestar la llamada crisis de la deuda que afectó gravemente la vida de millones de personas en África, el Caribe y Latinoamérica. La sobreproducción financiera, en efecto, motivó el otorgamiento de créditos hasta un volumen impagable a las economías y los Estados nacionales en esas regiones -la mayoría en poder de gobiernos y empresarios corruptos- que, años más tarde, tuvieron que aceptar las condiciones impuestas por los acreedores –programas de ajuste estructural y recortes sociales-, privatizando la propiedad pública, convirtiendo los derechos de las personas en mercancías –salud, educación, vivienda, agua, entre muchos otros- y destruyendo los recursos naturales y el medio ambiente a cambio de divisas para continuar alimentando las fuentes de la especulación a través del exitoso instrumento de la deuda. El ensayo se extendió también a Asia y a los países del antiguo bloque soviético asfixiando, de hecho, el surgimiento de cualquier otra alternativa. Las consecuencias sociales fueron en todas partes el aumento de la pobreza y la desigualdad, el desarraigo y la emigración, la destrucción de la naturaleza y de las fuentes de subsistencia y seguridad alimentaria, la inestabilidad política y el descrédito de las frágiles democracias; efectos apenas moderados solo a causa del auge y la resistencia de los movimientos sociales.
El plan neoliberal continuó avanzando también en los países industrializados del norte, acelerando la aplicación de políticas de desregulación, privatización del sector público, disminución de impuestos y libre movimiento del capital financiero, a la vez que impulsaba la expansión de nuevas herramientas para beneficiar el crecimiento de los mercados vinculados con la especulación. Sin embargo, la ganancia especulativa no solo es ajena al trabajo, también a cualquier límite moral; por ello, su globalización ha profundizado al extremo la brecha abierta hace más de dos siglos entre los intereses de la economía y el bienestar de la sociedad.
La mano invisible
El desarrollo de la especulación financiera requiere mucho dinero, poder e información. En realidad, es la verdadera mano invisible de la economía que influye sobre los precios, la demanda y la oferta de los bienes. Actúa sobre todo a través de los llamados mercados de contratos de futuro –una categoría de los mercados de derivados o instrumentos financieros, cuyo valor se ha estimado en setecientos por ciento del PIB real del mundo-, donde se establecen millones de compromisos de compra y venta a un plazo determinado definiendo la cantidad, el precio y la fecha de pago de la operación; se negocian en las instituciones bursátiles como el Chicago Board of Trade y las principales Bolsas del mundo. Han funcionado desde el siglo XIX en pequeña escala, para cubrir posibles riesgos sobre la variación de los precios principalmente de bienes agrícolas y materias primas; no obstante, desde hace más de dos décadas su volumen ha aumentado considerablemente debido a la demanda especulativa y la inclusión de distintos productos financieros como tasas de interés, divisas y acciones, entre otros, perdiendo su función original. En consecuencia, los bienes de consumo han pasado a ser considerados prioritariamente como activos financieros, entre ellos el trigo, café, algodón, azúcar, maíz, soja, madera y ganado; también el oro, la plata, el aluminio y el petróleo. Se trata de “jugar” con el comportamiento de los precios, de tal forma que apenas un porcentaje muy pequeño de los contratos originales llega a su término –cercano al dos por ciento-, puesto que la mayoría se negocia antes en mercados secundarios. Durante los últimos años, los efectos de estas actividades se han reflejado en espectaculares aumentos de los precios en diversos sectores. En el año 2010, por ejemplo, el precio de los alimentos aumentó en general un treinta y tres por ciento; en 2011, el precio de la plata subió ochenta y dos por ciento, el oro un veintiuno por ciento, el trigo cincuenta y cuatro por ciento, el maíz ochenta y ocho por ciento, el algodón setenta y ocho por ciento y el azúcar un cincuenta y dos por ciento. Los mercados de futuro, pues, son instrumentos que permiten al capital especulativo crecer a expensas de la riqueza creada por el trabajo, aun antes de que ésta llegue a materializarse.
El fin de la prosperidad y el comienzo de las alternativas
El trasvase de riqueza real y el aumento de la ganancia parasitaria, muestra el nivel de subordinación que ha alcanzado el régimen económico respecto al sector financiero. No obstante, evidencia también la extrema vulnerabilidad que dicho escenario imprime a toda la sociedad. La estruendosa caída de los bancos, primero en los Estados Unidos y luego en los países europeos, asociada a la sobre valoración de los bienes inmobiliarios y al problema de las hipotecas ocultó, sin embargo, los graves efectos que la especulación había tenido también en otros sectores, como la elevación del precio de los alimentos a nivel mundial y el del petróleo, que alcanzó los cien dólares el barril por primera vez justamente durante el año 2008. Precisamente, se estimó que en 2007 el volumen de la economía especulativa era diez veces superior a la dimensión de la economía productora de bienes y servicios. Factores que juntos, sin duda, contribuyeron al colapso marcado por la recesión internacional.
No obstante, fiel a la propaganda, el sistema neoliberal insiste en apoyar la gestión de la crisis en el sistema financiero, utilizando el opresor instrumento del mercado de la deuda, cuyo objetivo inmediato es apropiarse de los beneficios del trabajo de una nación a través de la imposición de los programas de ajuste. El sistema ignora, por tanto, la exigencia cada vez mayor de establecer límites como la suspensión de los paraísos fiscales, tasas a las transacciones financieras, control a los movimientos de capital y a los mercados de futuro. Medidas aun insuficientes, porque la solución radica en romper definitivamente el ciclo que conduce a la crisis y que hace imprescindible la intervención estatal; es decir, reducir efectivamente la extrema diferenciación entre el sistema productivo y el sistema financiero, cuya máxima expresión es la autonomía de la esfera especulativa, resultado de la desregulación. La meta es reintegrar la economía en la sociedad, como un medio para la subsistencia y la satisfacción de las necesidades humanas, en estrecha alianza con el desarrollo de una verdadera democracia real.
Mailer Mattié es economista y escritora. Este artículo es una colaboración para el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid.
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