La Tierra dice «gracias»
Sherwood Rowland, premio Nobel de Química y descubridor de los efectos nocivos de los clorofluorocarbonos en la capa de ozono, falleció esta semana, pero se lleva el eterno agradecimiento de todo el planeta
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El pasado martes 13 la Tierra amaneció de duelo. Frank Sherwood Rowland, descubridor del llamado «agujero» de la capa de ozono, falleció el lunes a la edad de 84 años, en Corona del Mar, California.
Sin intención de ser catastrofistas, sería oportuno preguntarnos cómo estaríamos usted y yo hoy, si en 1974 este profesor de Química, junto a un grupo de investigadores, no hubiera revelado los efectos nocivos de los clorofluorocarbonos (CFC) en la capa de ozono, tan esencial para mantener el equilibrio en la Tierra y protegernos de las radiaciones ultravioletas más fuertes emitidas por el sol.
El estudioso explicó cómo los gases de compuestos orgánicos artificiales se combinan con la radiación solar y se descomponen en la estratosfera, liberando átomos de cloro y moléculas de monóxido de cloro, que individualmente son capaces de descomponer gran número de moléculas de ozono. Esta investigación fue publicada por primera vez en la Revista Nature en 1974, a partir de la cual se inició una exploración científica a gran escala del problema, y la adopción de medidas internacionales para su solución.
«Nos dimos cuenta de que esto no era solo una cuestión científica, sino un problema ambiental potencialmente grave que implicaría el agotamiento sustancial de la capa de ozono estratosférica… Sistemas biológicos enteros, incluyendo los seres humanos, estarían en peligro al estar expuestos a los rayos ultravioletas», argumentó el científico al escribir un artículo sobre los peligros de los cloroflurocarbonos.
Sin embargo, desde que salieron a la luz los resultados de sus estudios, se desató toda una polémica en la que la propia comunidad científica y la industria química llegaron a ridiculizar sus apreciaciones. No era para menos…, el descubrimiento constituía, sin dudas, un peligro para el «bolsillo» de los países más desarrollados y por ende contaminantes.
No fue hasta que la Academia Nacional de Ciencias reconoció, en 1976, la validez de los cálculos de Rowland y su equipo, que sus resultados fueron escuchados, y llevaron a fines de la década de los 70 a algunas restricciones en el uso de los CFC, que eran ampliamente utilizados como refrigerantes, en aerosoles, solventes y agentes para hacer espumas.
Una lección de vida
Como tiende a suceder cuando se trata de justicia y ciencia certera, a Rowland la vida lo reivindicó. En 1995 le fue conferido el Premio Nobel de Química. Dicen los que le conocieron que nunca hizo gala en su despacho de la medalla de la Academia sueca.
Desde sus inicios se especializó en isótopos radiactivos y alcanzó gran reconocimiento cuando fue el primero, en los años 70, en definir el proceso que estaba destruyendo el ozono estratosférico.
En 1974, el británico James Lovelock, autor de la teoría de Gaia, lo contactó para explicarle que estaba midiendo una presencia constante de compuestos clorados en la atmósfera. Rowland entendió que esos CFC tenían gran persistencia y calculó que cada molécula era capaz de destruir cien millones de moléculas de ozono en la estratosfera, lo que le llevó a lanzar una campaña de advertencia a los líderes políticos sobre el asunto.
El descubrimiento de las consecuencias de los clorofluorocarbonos, permitió entender el importante papel de la capa de ozono, que se extiende aproximadamente de los 15 a los 40 kilómetros de altitud, reúne el 90 por ciento del ozono presente en la atmósfera y absorbe del 97 al 99 por ciento de la radiación ultravioleta de alta frecuencia, extremadamente dañina para la vida en el planeta.
En 1987 se dio impulso a un tratado de prohibición de los CFC, llamado Protocolo de Montreal, pues ese mismo año se confirmó que los productos químicos estaban provocando un agotamiento severo en la capa de ozono sobre la Antártica.
El acuerdo entró en vigor el 1ro. de enero de 1989 y señalaba que si todos los países cumplen con los objetivos propuestos dentro del tratado, la capa de ozono podría haberse recuperado para el año 2050.
La realidad que pudo ser
Entender el funcionamiento de la Tierra, el necesario equilibrio de todos los componentes en pos de su desarrollo, y la capacidad de proveer de vida al planeta es esencial. Esta premisa guió el pensamiento del profesor Rowland, quien —advierten— nunca dudó en su compromiso con la ciencia, la verdad y la humanidad.
Según reportes de la Agencia Estadounidense del Espacio y la Aeronáutica (NASA), el ozono llegó a su nivel más bajo el 30 de septiembre de 1994; mientras que el agujero alcanzó su mayor tamaño el 30 de septiembre del año 2000, cuando llegó a medir 29,9 millones de kilómetros cuadrados.
Por si fuera poco, esta situación puede complicarse con las emisiones de gases de efecto invernadero que se incrementan en un mundo cada vez más industrializado, lo que desencadena un efecto de calentamiento global, que de conjugarse con fuertes radiaciones de los rayos ultravioletas emitidos por el Sol, constituiría un caos para nuestro planeta y la posibilidad de vida en él.
La atmósfera, por el hecho de ser muy transparente para la luz visible, pero no tanto para la radiación infrarroja, ocasiona en la superficie terrestre el mismo efecto que el techo de cristal produce en un invernadero. La luz solar que llega sin grandes obstáculos hasta el suelo, lo calienta, dando lugar a que emita rayos infrarrojos (ondas caloríficas), los cuales, a diferencia de los rayos de luz, son absorbidos en gran parte por la atmósfera.
Una consecuencia previsible de esto es el aumento de la temperatura media de la superficie de la Tierra, con un cambio global del clima que afectará a todos los organismos vivos, con efectos que pueden ser catastróficos.
Los científicos calculan que el tamaño actual del agujero es de unos 22 millones de kilómetros cuadrados, y que el déficit de la masa de ozono también se ha reducido a 27 millones de toneladas, comparado con los 35 millones de toneladas de 2009, y los 43 millones del 2000.
Esta es una señal de que podría haber una recuperación, si se mantienen las medidas de control de emisiones de CFC, aunque habrá que esperar la próxima década para tener una respuesta definitiva. Mientras tanto, el planeta da gracias a Sherwood Rowland por haber dado la primera voz de alarma.
Enviado por red FOROBA
Sherwood Rowland, premio Nobel de Química y descubridor de los efectos nocivos de los clorofluorocarbonos en la capa de ozono, falleció esta semana, pero se lleva el eterno agradecimiento de todo el planeta
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Mayte María Jiménez
Sin intención de ser catastrofistas, sería oportuno preguntarnos cómo estaríamos usted y yo hoy, si en 1974 este profesor de Química, junto a un grupo de investigadores, no hubiera revelado los efectos nocivos de los clorofluorocarbonos (CFC) en la capa de ozono, tan esencial para mantener el equilibrio en la Tierra y protegernos de las radiaciones ultravioletas más fuertes emitidas por el sol.
El estudioso explicó cómo los gases de compuestos orgánicos artificiales se combinan con la radiación solar y se descomponen en la estratosfera, liberando átomos de cloro y moléculas de monóxido de cloro, que individualmente son capaces de descomponer gran número de moléculas de ozono. Esta investigación fue publicada por primera vez en la Revista Nature en 1974, a partir de la cual se inició una exploración científica a gran escala del problema, y la adopción de medidas internacionales para su solución.
«Nos dimos cuenta de que esto no era solo una cuestión científica, sino un problema ambiental potencialmente grave que implicaría el agotamiento sustancial de la capa de ozono estratosférica… Sistemas biológicos enteros, incluyendo los seres humanos, estarían en peligro al estar expuestos a los rayos ultravioletas», argumentó el científico al escribir un artículo sobre los peligros de los cloroflurocarbonos.
Sin embargo, desde que salieron a la luz los resultados de sus estudios, se desató toda una polémica en la que la propia comunidad científica y la industria química llegaron a ridiculizar sus apreciaciones. No era para menos…, el descubrimiento constituía, sin dudas, un peligro para el «bolsillo» de los países más desarrollados y por ende contaminantes.
No fue hasta que la Academia Nacional de Ciencias reconoció, en 1976, la validez de los cálculos de Rowland y su equipo, que sus resultados fueron escuchados, y llevaron a fines de la década de los 70 a algunas restricciones en el uso de los CFC, que eran ampliamente utilizados como refrigerantes, en aerosoles, solventes y agentes para hacer espumas.
Una lección de vida
Como tiende a suceder cuando se trata de justicia y ciencia certera, a Rowland la vida lo reivindicó. En 1995 le fue conferido el Premio Nobel de Química. Dicen los que le conocieron que nunca hizo gala en su despacho de la medalla de la Academia sueca.
Desde sus inicios se especializó en isótopos radiactivos y alcanzó gran reconocimiento cuando fue el primero, en los años 70, en definir el proceso que estaba destruyendo el ozono estratosférico.
En 1974, el británico James Lovelock, autor de la teoría de Gaia, lo contactó para explicarle que estaba midiendo una presencia constante de compuestos clorados en la atmósfera. Rowland entendió que esos CFC tenían gran persistencia y calculó que cada molécula era capaz de destruir cien millones de moléculas de ozono en la estratosfera, lo que le llevó a lanzar una campaña de advertencia a los líderes políticos sobre el asunto.
El descubrimiento de las consecuencias de los clorofluorocarbonos, permitió entender el importante papel de la capa de ozono, que se extiende aproximadamente de los 15 a los 40 kilómetros de altitud, reúne el 90 por ciento del ozono presente en la atmósfera y absorbe del 97 al 99 por ciento de la radiación ultravioleta de alta frecuencia, extremadamente dañina para la vida en el planeta.
En 1987 se dio impulso a un tratado de prohibición de los CFC, llamado Protocolo de Montreal, pues ese mismo año se confirmó que los productos químicos estaban provocando un agotamiento severo en la capa de ozono sobre la Antártica.
El acuerdo entró en vigor el 1ro. de enero de 1989 y señalaba que si todos los países cumplen con los objetivos propuestos dentro del tratado, la capa de ozono podría haberse recuperado para el año 2050.
La realidad que pudo ser
Entender el funcionamiento de la Tierra, el necesario equilibrio de todos los componentes en pos de su desarrollo, y la capacidad de proveer de vida al planeta es esencial. Esta premisa guió el pensamiento del profesor Rowland, quien —advierten— nunca dudó en su compromiso con la ciencia, la verdad y la humanidad.
Según reportes de la Agencia Estadounidense del Espacio y la Aeronáutica (NASA), el ozono llegó a su nivel más bajo el 30 de septiembre de 1994; mientras que el agujero alcanzó su mayor tamaño el 30 de septiembre del año 2000, cuando llegó a medir 29,9 millones de kilómetros cuadrados.
Por si fuera poco, esta situación puede complicarse con las emisiones de gases de efecto invernadero que se incrementan en un mundo cada vez más industrializado, lo que desencadena un efecto de calentamiento global, que de conjugarse con fuertes radiaciones de los rayos ultravioletas emitidos por el Sol, constituiría un caos para nuestro planeta y la posibilidad de vida en él.
La atmósfera, por el hecho de ser muy transparente para la luz visible, pero no tanto para la radiación infrarroja, ocasiona en la superficie terrestre el mismo efecto que el techo de cristal produce en un invernadero. La luz solar que llega sin grandes obstáculos hasta el suelo, lo calienta, dando lugar a que emita rayos infrarrojos (ondas caloríficas), los cuales, a diferencia de los rayos de luz, son absorbidos en gran parte por la atmósfera.
Una consecuencia previsible de esto es el aumento de la temperatura media de la superficie de la Tierra, con un cambio global del clima que afectará a todos los organismos vivos, con efectos que pueden ser catastróficos.
Los científicos calculan que el tamaño actual del agujero es de unos 22 millones de kilómetros cuadrados, y que el déficit de la masa de ozono también se ha reducido a 27 millones de toneladas, comparado con los 35 millones de toneladas de 2009, y los 43 millones del 2000.
Esta es una señal de que podría haber una recuperación, si se mantienen las medidas de control de emisiones de CFC, aunque habrá que esperar la próxima década para tener una respuesta definitiva. Mientras tanto, el planeta da gracias a Sherwood Rowland por haber dado la primera voz de alarma.
Enviado por red FOROBA
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