LA FARSA DE NEGAR EL CAMBIO CLIMATICO Naomi Oreskes Noami Oreskes es profesora de
Historia de la Ciencia y profesora asociada de Ciencias de la Tierra en la
Universidad de Harvard. Ella y Eric Conway son coautores de Merchants of Doubt:
How a Handful of Scientists Obscured the Truth on Issues from Tobacco Smoke to
Global Warming. Su libro más reciente, escrito junto con Eric Conway, es The
Collapse of Western Civilization: A View from the Future (Columbia University
Press, 2014).
Naomi Oreskes testimonió recientemente ante la comisión del
congreso norteamericano controlada por los republicanos en la que militan
numerosos negacionistas del clima.
De cómo la ciencia
"políticamente motivada" es una buena ciencia Hace muy poco
tiempo, el Washington Post publicó nuevos datos que mostraban algo que la
mayoría de nosotros ya sentíamos: que la polarización cada día más marcada en
el Capitolio se debe al fuerte bandazo hacia la derecha dado por el Partido
Republicano. Los autores del estudio se centran en el senador John McCain para
ilustrar esta cuestión. Para mi consternación personal, la odisea política de
McCain echa luz sobre el giro contra la ciencia de los republicanos. Aunque hoy
parecería imposible, en la primera mitad del siglo XX el de los republicanos
era el partido que apoyaba con más fuerza el trabajo de los científicos; eso se
debía a su reconocimiento de las distintas formas en que la ciencia podía
sustentar la actividad económica y la seguridad nacional. Los demócratas
dudaban más; solían ver a la ciencia como una actividad elitista y le
preocupaba que los nuevos organismos federales como la Fundación Nacional de la
Ciencia y el Instituto Nacional de la Salud llegaran a concentrar recursos en
las elitistas universidades de la Costa Este. En las últimas décadas,
ciertamente, los republicanos han dado un golpe de timón hacia la derecha en
muchos temas y ahora atacan regularmente los hallazgos científicos que amenazan
su plataforma política. En los ochenta, cuestionaron la lluvia ácida; en los
noventa, los ataques fueron contra la ciencia que se ocupaba del ozono; y en lo
que va de este siglo, lanzaron los ataques más feroces no solo contra la
ciencia que estudia el clima sino también personalmente contra los propios
científicos de esta disciplina. Aunque el senador McCain no se dedicó
directamente a atacar la ciencia, tuvo un giro alarmante. Después de todo,
junto con el senador demócrata Joe Lieberman, presentó las leyes de
administración climática de 2003, 2005 y 2007, que instituían un sistema
obligatorio* de limitación y control de las emisiones de gas invernadero. En su
momento, estas leyes fueron apoyadas por muchos demócratas y la mayor parte de
los grupos ambientalistas. Sin embargo, en 2010, McCain, retrocedió
rápidamente, empezó a negar su propia ley y a insistir en que nunca había
respaldado una limitación "en un nivel determinado". Ahora propugna
un incremento de las perforaciones marinas para extraer gas y petróleo, y
reclama que aspectos importantes de la política energética deben dejarse en
manos del gobierno de cada estado y las administraciones locales; además, ha
criticado al presidente Obama y al secretario de estado Kerry por plantear que
el cambio climático debe ser un tema de la seguridad nacional, una posición con
la que acuerda el propio Pentágono.Aun así, comparado con muchos de sus
colegas, McCain parece un moderado; rechazan el cambio climático por tratarse de
un fraude y una patraña, mientras realizan indagaciones macarthianas sobre las
actividades de los principales científicos del clima. Muchos de ellos atacan la
ciencia del clima porque temen que sea utilizada para ampliar el ámbito de
acción gubernamental. En una audiencia en la que testifiqué el mes pasado,
miembros republicanos de la Comisión de Recursos Naturales denunciaron una
cantidad de investigaciones científicas relacionadas con el cumplimiento de
leyes ambientales ya existentes por tratarse de "ciencia del
gobierno". Esto, sostenían, significaba que las leyes eran –por
definición– corruptas, políticamente sesgadas e irresponsables. La ciencia en
particular objeto de ataque implicaba trabajos realizados por –o en defensa de–
organismos federales como el Servicio de Parques Nacionales, pero la ciencia
relacionada con el clima tuvo también su alícuota de insultos. Sin duda, los
cargos eran absurdos: la labor científica de la mayor parte de las agencias
está sujeta a mucho más examen, explicación y supervisión, incluyendo varios
niveles de revisión por pares, que la investigación académica. Por el
contrario, la investigación llevada a cabo bajo el auspicio de la industria a
menudo no está sujeta a escrutinio público alguno. Sin embargo, en la
preparación de mi testimonio me di cuenta de que estaba en juego algo mucho más
vasto: el manejo político de la propia ciencia. Es frecuente que se sostenga
que la ciencia medioambiental realizada en los organismos federales esta "sesgada
políticamente" y por tanto debe desconfiarse de ella. Me di cuenta de que
era hora de desafiar la suposición de que esa ciencia es una ciencia maligna.
Aunque sostenida por amplios sectores, es posible demostrar que esa idea es
falsa. Por otra parte, la sugerencia de que la "ciencia del gobierno"
es intrínsecamente problemática para los republicanos, que abominan del gran
gobierno, ignoran el hecho de que las mayores contribuciones durante el siglo
XX, al menos en las ciencias físicas, partieron justamente de la ciencia del
gobierno. La historia muestra que mucha –tal vez la mayor parte– de la ciencia
persigue objetivos políticos, económicos o sociales. Buena parte de la mejor
ciencia en la historia de Estados Unidos ha estado centrada en objetivos explícitamente
políticos. Pensemos en el Proyecto Manhattan. Durante la Segunda Guerra
Mundial, los científicos de movilizaron para resolver los detalles de la fisión
nuclear, la separación de isótopos, la metalurgia a altas temperaturas y
presiones, y muchas otras cuestiones con el propósito de fabricar la bomba
atómica. El objetivo político de detener a Adolf Hitler y la sensación de que
el mundo podía depender del éxito de esa misión proporcionaron una poderosa
motivación para la actividad científica. También está el programa espacial. El
primer avance en el desarrollo misilístico de Estados Unidos fue para amenazar
a la Unión Soviética con la destrucción nuclear. El objetivo político de
"contener" al comunismo fue un fuerte estímulo para los científicos.
Unos años después, el objetivo de mantener la paz mediante la doctrina de la
Destrucción Mutua Asegurada también espoleó a los científicos para asegurar que
las armas que ellos diseñaban irían allí donde fueran enviadas y funcionarían
como advertencia de que llegarían al blanco elegido. En el programa Apollo, los
científicos de la NASA sabían que trabajando correctamente no solo asegurarían
que nuestros astronautas pusieran pie en la Luna sino también que regresarían a
casa. Saber que hay vidas que dependen de tus cálculos puede ser una poderosa
forma de promover responsabilidad. Alguien podría argumentar que todos esos
proyectos eran tecnológicos, no científicos, pero esta distinción significa
bien poco. Si esos proyectos propiciaron nuevas tecnologías, también estuvieron
basados en desarrollo científico de nueva factura. Por otra parte, los
políticos pueden impulsar buena ciencia incluso en ausencia de objetivos
tecnológicos. La de las placas tectónicas, por ejemplo, es la teoría
unificadora de la moderna ciencia de la geodinámica, que también fue una
producción política. El trabajo fundamental que favoreció esto provino de la
oceanografía implicada en los programas de la Armada de EEUU destinados a
desarrollar procedimientos de detección de submarinos rusos mientras
escondíamos los nuestros. De la sismología también surgió el trabajo de los
militares para poder distinguir los terremotos de los ensayos nucleares. En
otras palabras, los objetivos militares y políticos impulsan la investigación
necesaria para entender los fundamentos de los procesos geológicos del planeta;
alcanzar esa comprensión, no es casual y asegura el conocimiento básico para la
exploración de yacimientos de petróleo y gas, la búsqueda de yacimientos de
minerales y la minería, y la predicción de movimientos sísmicos. Casi todo este
trabajo fue realizado por científicos que trabajaban directamente para el
gobierno o por académicos de universidades e instituciones de investigación
financiados por el gobierno. El Proyecto Manhattan era ciencia del gobierno. El
estudio de las placas tectónicas era ciencia del gobierno. Salvados del agujero de ozono La ciencia medioambiental, ¿es algo
diferente? Pensad en los hombres y las mujeres que sentaron las bases del
Protocolo de Montreal para la Conferencia para la Protección de la Capa de
Ozono. Instituida en 1985, esta Conferencia nos protege de las potencialmente
devastadoras consecuencias de la reducción del ozono. En estos momentos, el
agujero en la capa de ozono se está recuperando y los científicos esperan que
esta recuperación se complete en las décadas venideras, algo que no hubiera
ocurrido sin el trabajo de aquellos científicos ambientalistas que en los
setenta reconocieron la amenaza a la que se veía expuesto el ozono
estratosférico. Después, los científicos que trabajan en la NASA y la
Universidad de California se dieron cuenta de que los productos químicos
liberados en la atmósfera por los aviones supersónicos y las naves espaciales
podían reaccionar con el ozono de la estratosfera y destruirlo. Debido a esta
amenaza, la NASA empezó a financiar estudios de las reacciones químicas
implicadas en ella. Mientras tanto, Sherwood Rowland y Mario Molina, en el
instituto científico Irvine de la Universidad de California, reconocieron que
cierto tipo de productos químicos conocidos como fluorocarburos clorados (CFC,
por sus siglas en inglés), presentes en los aerosoles con lacas fijadoras para
el pelo y otros productos de consumo, podía destruir la capa de ozono en la
estratosfera. Al principio, esta posibilidad fue vista con escepticismo,
incluso por sus mismos colegas. ¿Podía realmente un aerosol capilar acabar con
la vida en el planeta? Parecía una afirmación demasiado aventurada, si no
indignantemente excesiva. Sin embargo, en 1985, Joseph Farmer, del Servicio
Antártico Británico, anuncio el descubrimiento de una zona de la Antártida en
la que el ozono estratosférico se había reducido espectacularmente: el
"agujero de ozono". Al año siguiente, un equipo conducido por Susan
Solomon, de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA, por sus
siglas en inglés), insinuó que era cierto que el ozono estaba disminuyendo por
los productos químicos clorados derivados de los CFC como consecuencia de
reacciones catalíticas producidas en las nubes estratosféricas en los polos. En
1987, el profesor de Harvard James Anderson realizó un experimento a bordo de
un avión U-2 de la NASA que voló sobre la Antártida en el que se estableció
mediante mediciones directas que la capa de ozono había sido intensamente
dañada y que esos daños estaban relacionados con los gasas CFC. Se trataba de
una sorprendente confirmación de unas hipótesis formuladas años antes. Más
tarde, el equipo de Anderson obtuvo mediciones similares en el Ártico. Toda su
investigación fue financiada por la NASA. Sobre la base de este trabajo, el
presidente George H.W. Bush, republicano, el secretario de estado George
Schultz y el secretario de estado adjunto John Negroponte brindaron su apoyo al
Protocolo de Montreal para la conferencia de Viena y de este modo
comprometieron al mundo, primero, en la reducción, y más tarde, en el retiro
progresivo de los gases CFC. En 1988, con el apoyo del presidente Bush, el
Congreso ratificó el Protocolo de Montreal. Desde entonces, Susan Solomon fue
elegida para integrar la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, la
Academia de Ciencias Europea y la Academia de Ciencias de Francia. En 2008, la
revista Time la mencionó como una de las 100 personas más influyentes del
mundo. James Anderson, a su vez, se hizo acreedor a numerosos premios. En 1995,
Rowland y Molina compartieron el Nobel de Química por su trabajo sobre la
destrucción de la capa de ozono. Si la ciencia relacionada con el ozono hubiera
sido tergiversada, corrompida o incluso realizada incorrectamente, ninguno de
ellos habría recibido semejantes honras. Más importante aún, si la ciencia
hubiese estado equivocada, ahora mismo estaríamos en una situación desesperada
porque el agujero de ozono no se habría reducido. Entre otras cosas, los
índices del cáncer de piel en EEUU habrían aumentado en un 60 por ciento
respecto de la incidencia de hoy en día. El ganado, los cultivos, las plantas y
animales silvestres también habrían resultado afectados. Bush, un presidente
republicano, no fue engañado. Hizo lo adecuado y nos protegió de un daño, pero
poca gente se dio cuenta de lo bien que había funcionado el Protocolo de
Montreal y del bajo costo de su éxito. El Protocolo fue ratificado por 197
países –para decirlo de otro modo, ¡por todo el mundo!– y la producción y
consumos de los gases destructores del ozono han caído en un 98 por ciento. En
la medida que los fabricantes reemplazaron rápidamente los fluorocarburos por
nuevos productos más inocuos, no solo el costo fue reducido; el mundo sacó
provecho del cambio. El Protocolo estimuló la competencia en la innovación
tecnológica y redujo los costos de fabricación, mejoró la eficiencia y
seguridad y bajó los precios al consumidor, mientras evitamos grandes pérdidas
económicas en la agricultura, la pesca y en los impactos adversos en la salud
humana. Los beneficios indirectos en materia de salud –solo en términos de
cánceres y cataratas evitados– se han estimado en 11 veces los costos directos
de implementación. Y no se produjo pérdida neta de puestos de trabajo, aunque
hubo un pasaje a empleos más calificados que fueron tomados por trabajadores
más formados para desempeñarse en condiciones de mayor seguridad. En los
noventa, según avanzaba el reconocimiento de un perjudicial cambio climático,
la historia del éxito en la recuperación del agujero de ozono se convirtió en
un modelo de lo que podríamos hacer para detener ese cambio, especialmente si
la acción emprendida refuta los manidos argumentos conservadores que sostienen
que la protección medioambiental restringe el crecimiento, daña la economía,
destruye puestos de trabajo o que si bien es una ventaja para los osos polares
en nada beneficia a las personas. Pero el giro republicano hacia la derecha ya
estaba en curso. Cuando llegó la cuestión de la regulación, el Partido
Republicano estaba en la palestra para rechazar cualquier expresión de la
ciencia que apuntara en esa dirección.
Al principio del siglo XX, los republicanos fueron pioneros
en la protección del medioambiente: hacia la mitad del siglo, trabajaron junto
con los demócratas para aprobar leyes como la de Política Nacional por el
Medioambiente o la del Aire Limpio. Sin embargo, hacia los ochenta, la
resistencia contra medidas ambientales que podría limitar las prerrogativas del
sector privado empezó a ensombrecer su histórico compromiso con un Estados
Unidos seguro y hermoso. Para los noventa, toda regulación en principio era
vista como mala, incluso cuando –como en el caso del ozono– en la práctica era
clara y demostrablemente buena. El
cambio climático y los embaucadores La
tinta con que se escribió el Protocolo de Montreal todavía no se había secado
cuando la ciencia que se ocupaba del ozono fue atacada** por corrupta y
políticamente motivada, más o menos de la misma manera que hoy es atacada la
ciencia ambiental. En 1995, la congresista republicana Dana Rohrabacher
organizó un encuentro sobre "integridad científica" con la intención
de desafiar a esa ciencia. Representantes de la industria privada y de
laboratorios de ideas conservadores empezaron a manifestar que la ciencia que
estaba detrás del Protocolo de Montreal era incorrecta, que resolver el
problema sería devastador para la economía y que los científicos involucrados
en eso estaba exagerando la amenaza para conseguir más dinero para sus
investigaciones. El hoy tan conocido reclamo de que "no existía un
consenso científico" –que pocas semanas más tarde mostró su completa falsedad
con la concesión del premio Nobel a Rowland y Molina– en relación con la
disminución del ozono fue incorporado en el Registro del Congreso. Si se
quitaran los nombres y la fecha de esa conferencia, sería posible imaginar que
el tema de la convocatoria era el cambio climático y que hubiera tenido lugar
la semana pasada. De hecho, la ciencia del clima viene sufriendo el ataque de
las mismas personas y organizaciones que atacaron a los científicos que
trabajaron con la capa de ozono y utilizaron muchos de los mismos argumentos,
tan equivocados hoy como lo eran entonces. Pensemos
en lo que sabemos sobre la historia y la integridad de la ciencia climática. Desde
hace más de 100 años los científicos saben que los gases de efecto invernadero
como el dióxido de carbono (CO2) y el metano (CO4) capturan calor en la
atmósfera de un planeta. Si se aumenta la concentración de esos gases, el
planeta se calienta. Venus es increíblemente caluroso –460 grados centígrados–,
no solo por el hecho primordial de que está mucho más cerca del Sol que la
Tierra sino también porque su atmósfera es varios cientos de veces más densa y
compuesta principalmente de CO2. El oceanógrafo Roger Revelle fue el primer
científico estadounidense que centró su atención en el riesgo de poner
cantidades cada vez mayores de CO2 en la atmósfera como consecuencia de la
quema de combustibles fósiles. Durante la Segunda Guerra Mundial, Revelle
sirvió en la Oficina Hidrográfica de la Marina de Estados Unidos y continuó
trabajando en estrecha colaboración con la marina durante toda su carrera. En
los cincuenta del siglo pasado, se hizo eco de la importancia de la
investigación científica en el cambio climático ocasionado por la actividad
humana y llamó la atención sobre la amenaza del aumento del nivel del mar como
consecuencia del derretimiento de los glaciares y de la expansión térmica de
los océanos, una amenaza que ponía en riesgo la seguridad de las grandes
ciudades, puertos e instalaciones navales. En los sesenta, varios colegas suyos
se unieron a él a partir de sus preocupaciones, entre ellos el geoquímico
Charles David Keeling, que –en 1958– fue el primero en medir la concentración
de dióxido de carbono en la atmósfera, y el geofísico Gordon MacDonald, que
trabajó en el primer Consejo de Calidad Ambiental durante la presidencia del
republicano Richard Nixon. En 1974, el crecimiento de la comprensión del cambio
climático fue resumido por el físico Alvin Weinberg, director del Laboratorio
Nacional de Oak Ridge, quien manifestó que era posible que la utilización de
combustibles fósiles tuviese que limitarse bastante antes de su agotamiento
debido a la amenaza que representaban para la estabilidad climática de la
Tierra. "Aunque es difícil estimar cuándo deberemos hacer un ajuste en las
políticas energéticas del mundo para tener en cuenta este límite",
escribió, "se podría llegar a ese momento en 30 o 50 años." En 1977,
Robert M. White, primer administrador de la NOAA y más tarde presidente de la
Academia Nacional de Ingeniería, resumió en Oceanus los hallazgos científicos
de esta manera: "Ahora entendemos que los desechos industriales, como el
dióxido de carbono liberado por la quema de los combustibles fósiles, pueden
tener consecuencias climáticas que plantean a la sociedad futura una amenaza
digna de consideración... Experiencias en la última década han demostrado las
consecuencias de incluso pequeñas fluctuaciones en las condiciones climáticas y
bosquejan una nueva urgencia en el estudio del clima... Los problemas
científicos son formidables, los problemas tecnológicos no tiene precedente
alguno y el potencial de impactos económicos y sociales es ominoso". En
1979, la Academia Nacional de Ciencias concluyó que "Si continúa
aumentando la emisión de dióxido de carbono, no vemos razón para dudar que se
producirá un cambio climático y no hay razón alguna para creer que estos
cambios serán desdeñables". Esos hallazgos hicieron que la Organización
Meteorológica Mundial uniera fuerzas con Naciones Unidas para crear el Panel
Intergubernamental sobre el Cambio Climático. La idea era establecer una base
científica sólida para las políticas públicas informadas. Así como la buena
ciencia sentó las bases de la Conferencia de Viena, también ahora la buena
ciencia construiría los cimientos de una Conferencia Marco sobre el Cambio
Climático de Naciones Unidas, ratificada en 1992 por el presidente Bush. Desde
entonces, el mundo científico ha afirmado y reafirmado la validez de las
pruebas científicas. La Academia Nacional de Ciencias, la Sociedad
Meteorológica de Estados Unidos, la Unión Geofísica de Estados Unidos, la
Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia y muchas otras
organizaciones similares, así como las más importantes organizaciones
científicas y académicas del mundo, concedieron su aprobación al trabajo de la
ciencia climática. En 2006, once academias nacionales de la ciencia, entre
ellas la más antigua del mundo, la italiana Accademia Nazionale dei Licei,
publicaron una insólita declaración para destacar que la "amenaza del
cambio climático es clara y está en aumento" y que "cualquier demora
en la acción provocará costos mayores". Desde entonces han pasado casi 10
años. Hoy, los científicos nos aseguran que las pruebas de la realidad del
cambio climático inducido por la actividad humana son "clarísimas" y
el Banco Mundial nos dice que sus impactos y costos ya se hacen sentir. El
trabajo científico que está en la base de este consenso ha sido realizado por
científicos de todo el mundo; hombre y mujeres, mayores y jóvenes y, en EEUU,
tanto republicanos como demócratas. De hecho, esto es bastante curioso, dado
que los denunciados recientemente de "engañar" por congresistas
republicanos, es posible que la mayor parte de ellos sean republicanos y no
demócratas. Gordon MacDonald, por ejemplo, fue un asesor muy cercano al
presidente Nixon y Dave Keeling fue premiado en 2002 con la Medalla Nacional de
la Ciencia por el presidente George W. Bush. Aun así, a pesar de la larga
historia de este trabajo y de su naturaleza apolítica, la ciencia del clima
continúa siendo insidiosamente atacada. El pasado mayo, los científicos
climáticos más prestigiosos del mundo se encontraron con el papa Francisco para
informarle acerca de los hechos del cambio climático y la amenaza que este
representa para la salud, la riqueza y el bienestar futuros de los hombres, las
mujeres y los niños, por no mencionar las numerosas especies con las que
compartimos este único planeta. En ese mismo momento, en un intento de impedir
que el Papa hablara sobre el significado moral del cambio climático,
negacionistas del calentamiento del planeta se reunían cerca del Vaticano.
Dondequiera que hayan señales de que el panorama político está cambiando y de
que el mundo podría estar preparado para actuar contra el cambio climático, las
fuerzas negacionistas no hacen otra cosa que redoblar sus esfuerzos. La
organización responsable del mitin negacionista en Roma fue el Instituto
Heartland, un grupo con un largo historial no solo en el rechazo de la ciencia
del clima sino de la ciencia en general. Por ejemplo, este instituto fue el
responsable de la infame valla publicitaria que comparaba a los científicos del
clima con el Unabomber. Tiene una documentada historia de trabajo junto con la
industria tabacalera para cuestionar las pruebas científicas del daño producido
por el consumo de tabaco. Tal como Erik Conway y yo demostramos en nuestro
libroMerchants of Doubt, muchos de los grupos que hoy niegan la realidad y la
importancia del cambio climático producido por la actividad humana había
trabajado previamente para poner en duda las pruebas científicas de los daños
producidos por el tabaco. Hoy día sabemos que millones de personas han muerto
como consecuencia de enfermedades relacionadas con el tabaco. ¿Debemos esperar que la gente muera en
cantidades parecidas para que aceptemos la evidencia del cambio climático?
La financiación
privada crea un agujero en la atmósfera No se atacó a la ciencia que
investiga la capa de ozono porque estuviera equivocada desde el punto de vista
científico sino porque tenía trascendencia política y económica, es decir,
amenazaba poderosos intereses. Lo mismo vale para la ciencia que se ocupa del
cambio climático, que nos advierte de que el concepto de "los negocios son
los negocios" pone en peligro nuestra salud, nuestra riqueza y nuestro
bienestar. En estas circunstancias, no debe sorprendernos que algunos sectores
de la comunidad de los negocios –especialmente el Complejo de la Combustión del
Carbón, la red de poderosas industrias basadas esencialmente en la extracción,
comercialización y quema de combustibles fósiles– hayan tratado de socavar ese
mensaje. Este complejo ha apoyado ataques contra la ciencia y los científicos
al mismo tiempo que financia investigaciones de distracción y conferencias
engañosas para crear la falsa impresión de que hay un debate científico
fundamental e incertidumbre en relación con el cambio climático. El objetivo de
todo esto es, por supuesto, confundir a los estadounidenses para retrasar toda
acción, lo que nos trae al meollo del asunto cuando se habla de ciencia
"políticamente motivada". Sí, la ciencia puede ser parcial, sobre
todo cuando el apoyo financiero de esa ciencia proviene de grupos que tienen
intereses creados relacionados con un resultado en particular. Sin embargo, la
historia nos dice que es mucho más probable que esos intereses creados sean un
rasgo propio del sector privado que del público. El ejemplo más
sorprendentemente documentado de esto está relacionado con el tabaco. Durante
décadas, las compañías tabacaleras costearon investigación científica en sus
propios laboratorios, lo mismo que en universidades, escuelas médicas e incluso
en institutos de investigación del cáncer. Ahora sabemos, gracias a sus propios
archivos, que el propósito de esas investigaciones no era llegar a la verdad en
relación con los peligros del tabaco sino crear la imagen de un debate
científico e instalar la duda acerca de si el tabaco era realmente dañino
cuando los patrones de la industria ya sabían que sí lo era. De este modo, la
intención de la "investigación" era proteger la industria contra las
demandas legales y las regulaciones. Quizás aún más importante –como sin duda
es cierto con muchos de los que financian el negacionismo climático–, la
industria sabía que la investigación que sufragaba era sesgada. En los
cincuenta, sus ejecutivos tenían plena conciencia de que el tabaco causaba
cáncer; en los sesenta, sabían que provocaba un gran número de otras
enfermedades; en los setenta, sabían que el tabaco era adictivo; y en los
ochenta, sabían que el humo del tabaco también provocaba cáncer en los
fumadores pasivos y el síndrome de muerte súbita infantil. Aun así, era mucho
menos probable que este trabajo investigativo financiado por la industria
encontrara que el consumo de tabaco dañara la salud que la investigación
independiente. Entonces, por supuesto, se aumentó la falsa financiación. ¿Qué lecciones se pueden extraer de esta
experiencia? Una es la importancia de revelar las fuentes de financiación.
Cuando preparaba mi testimonio ante los Congresistas, se me pidió que revelara
todas las fuentes de financiación gubernamental de mis investigaciones. Esta
solicitud era del todo razonable. Pero no hubo una solicitud comparable para
que revelara cualquier financiación privada que pudiera haber tenido; una
omisión muy poco razonable. Preguntar solo sobre financiación pública pero no
sobre la privada es como hacer una inspección de seguridad en solo la mitad de
un avión. Desastres anormales y la
pesadilla del negacionismo Muchos republicanos se resisten a aceptar las
abrumadoras pruebas científicas del cambio climático por temen que sean
utilizadas como excusa para aumentar el ámbito y el alcance gubernamentales. He
aquí lo que debería animarlos a repensar toda la cuestión: gracias a la demora
de más de 20 años en la acción para reducir las emisiones globales de carbón ya
hemos aumentado significativamente la probabilidad de que el perjudicial
calentamiento del planeta obligue a realizar aquellas intervenciones
gubernamentales que ellos tanto temen y tratan de evitar. De hecho, el cambio
climático ya está provocando el incremento de un sinnúmero de fenómenos
climáticos extremos –sobre todo inundaciones, rigurosas sequías y olas de
calor– que casi siempre acaban en respuestas gubernamentales a gran escala.
Cuanto más tiempo dejemos pasar, tanto mayores serán las intervenciones
necesarias. Tal como lo demuestran las devastadoras consecuencias del cambio
climático en Estados Unidos, los futuros desastres redundarán en una cada vez
mayor dependencia en el gobierno, sobre todo el federal (por supuesto, nuestros
nietos no los llamarán desastres "naturales" ya que sabrán muy bien
quién los ha inducido). El significado de esto es que el trabajo actual de los
negacionistas del clima solo ayuda a asegurar a que estemos menos preparados
para enfrentar el impacto total del cambio climático, lo que a su vez lleva a cada
vez mayores intervenciones del Estado. Formulémoslo de otra manera: los
negacionistas del clima están haciendo todo lo posible para crear la presadilla
que más temen. Están garantizando el mismísimo futuro que proclaman querer
evitar. Y no solo en Estados Unidos. Dado que el cambio climático afecta a todo
el planeta, los desastres climáticos brindaran a las fuerzas antidemocráticas
la justificación que buscan para apropiarse de los recursos naturales, declarar
la ley marcial, entrometerse en la economía de mercado e impedir los procesos
democráticos. Esto significa que los estadounidenses a quienes importa la
libertad política no deberían contenerse cuando se trate de apoyar a los
científicos del clima y de actuar para impedir las amenazas que ellos han
documentado tan clara e intensamente. Actuar de otra manera solo puede aumentar
las posibilidades de que en el futuro se desarrollen formas autoritarias de
gobierno. Un futuro en el que nuestros hijos y nietos –entre ellos, los de los
negacionistas del clima– serán los perdedores, como lo será también la Tierra y
la mayor parte de las especies que viven en ella. Admitir y destacar este
aspecto de la ecuación climática puede aportar alguna esperanza de que algunos
republicamos –los más moderados– se distancien de la suicida política del
negacionismo. Notas * El sistema llamado "cap and trade". (N. del T.)
** Aunque han pasado más de 25 años desde entonces, en la web todavía se pueden
leer argumentos que intentan minimizar la responsabilidad de la actividad
humana en el daño de la capa de ozono. Véase "Conceptos erróneos sobre el
agujero de ozono" en la página de
Wikipediahttps://es.wikipedia.org/wiki/Agujero_de_la_capa_de_ozono. (N. del T.)
Copyright 2015 Naomi Oreskes ENVIADO EN RED FOROBA POR ROQUE