Las inundaciones
desnudan la falta de políticas públicas
Ausencia de un plan hídrico integral; desidia de décadas,
caracterizada por la falta de inversión, y cambio climático son las causas de
la reiteración de los desastres
Decenas de miles de evacuados que todo lo pierden, caminos
intransitables, rutas vitales cortadas, servicios básicos interrumpidos,
hectáreas productivas anegadas y, por tanto, inutilizadas. Esos datos
representan apenas una pequeña porción del desastre que arroja por estas horas
la radiografía del Litoral de nuestro país, afectado por lluvias muy intensas y
prolongadas. Adjudicar esa catástrofe solamente a los devastadores efectos del
cambio climático es no comprender la magnitud de lo que ocurre. Sin dudas, las arrasadoras
consecuencias climáticas y atmosféricas de las recurrentes fases conocidas como
corriente de El Niño y de La Niña son parte importante de la explicación, pero
en el caso de nuestro país, ese fenómeno tiene como grosero sustento para
provocar semejante daño muchas décadas de ominosa desinversión en
infraestructura y la ausencia de un imprescindible plan hídrico integral. En
ese sentido, no puede ser menos que bienvenido el anuncio del presidente
Mauricio Macri de un plan de infraestructura para la provincia de Buenos Aires
-otro de los distritos sistemáticamente afectados por las inundaciones-
consistente en 150.000 millones de pesos para la realización de obras que
incluyen trabajos hídricos con eje prioritario en las cuencas de los ríos
Salado y Luján. Es un primer paso que debe ser ampliado y pensado, como
señalábamos, como parte de un plan integral. En esta oportunidad, más de 30.000 personas resultaron
afectadas por las inundaciones en el Litoral, de las cuales unas 10.000
debieron abandonar sus hogares. En rigor, la extensión geográfica afectada es
mucho más amplia, pues incluye las provincias de Entre Ríos, Corrientes,
Santiago del Estero, Formosa, Santa Fe, Chaco, Córdoba, La Pampa y parte del
territorio bonaerense. Afortunadamente, como siempre ocurre en este tipo de
episodios, la ayuda individual, de organizaciones no gubernamentales, de
fundaciones como la Red Solidaria (www.redsolidaria.org.ar) y de entidades
religiosas como Cáritas (www.caritas.org.ar/emergencia), sobreviene rápida y es
invaluable. Miles de voluntarios recorren los lugares afectados y dan alimento
y cobijo a los evacuados. Los gobiernos municipales, provinciales y nacional
han puesto también en funcionamiento los andamiajes institucionales previstos
en situaciones de catástrofe. Pero en todos esos casos se está actuando ante la
emergencia. Falta hacerlo en la prevención, y ésa es una tarea que no debe
demorarse. No podemos vivir en una urgencia permanente, sin soluciones de
fondo. El año pasado, como consecuencia de fuertes precipitaciones en la
provincia de Buenos Aires, que provocaron el anegamiento de extensas zonas, se
sancionaron leyes, se encararon planes crediticios para que los afectados
pudieran empezar a recuperar lo perdido y se declararon zonas de catástrofe de
modo de que se eximiera, entre otras medidas, del pago de impuestos o se
postergara su cobro a quienes resultaron perjudicados por las inundaciones.
Esos actos constituyeron la respuesta habitual a un hecho
episódico, perseverante, que de tanto reiterarse pareciera que se está
transformando en "normal". Sin embargo, no parece haber más grande
anormalidad que aquello que, sabiendo que algo dañino va a ocurrir, no se
trabaja para prevenirlo. Anormalidad, pero también desidia.
Muy pocos casos resultan tan gráficos y al mismo tiempo tan
violentos para el entendimiento del común de la gente como el de los estragos
que producen las inundaciones. No son una fatalidad ni producto de un
accidente. Es menester estar preparados, porque no van a desaparecer. Muy por
el contrario, el desbarajuste climático prenuncia su inevitable repitencia, y
cada vez con mayor asiduidad e intensidad. Entonces, de poco sirven los
lamentos posteriores a estas tragedias que, como ocurrió en la ciudad de La
Plata hace tres años y para esta misma época, llegan a cobrarse decenas de
vidas. Tampoco solucionan los problemas los parches económicos. Quienes han
pasado por la desgracia de haber perdido a seres queridos, de haber quedado a
la intemperie, de perder los bienes conseguidos con mucho esfuerzo, de
desvanecerse sus fuentes de ingreso y ver heridos de muerte los recursos
productivos que les garantizan su subsistencia no merecen seguir condenados a
la angustia de que, aunque se comience de nuevo, todo puede malograrse
nuevamente. Es más: existe una infinidad de estudios que dan cuenta de que el
fenómeno de las inundaciones, más allá de su perjuicio puntual, causa daños a
mediano y largo plazo en las zonas damnificadas. Cuando una crecida permanece
por mucho tiempo sobre los niveles de alerta y evacuación, las complicaciones
se multiplican y la vuelta a la normalidad no siempre resulta posible. Pensar
un plan hídrico integral y ponerlo en práctica de una buena vez es urgente,
pero no el único objetivo al cual estar atentos. Es sabido que en muchos casos
las inundaciones tuvieron que ver con urbanizaciones descontroladas en lugares
desaconsejables, lo que atenta contra el normal desarrollo de los ecosistemas.
En otros casos, la existencia de canales y terraplenes clandestinos ha sido
determinante para el devenir de las crecidas. Al igual que en todos los temas
que incumben a la vida humana, a la convivencia en una comunidad y al respeto
de sus reglas, es necesario ampliar la mirada, promover la toma de conciencia y
actuar con seriedad. No debemos pensar en que la naturaleza vendrá a
socorrernos, sino en cómo preservarla y preservarnos nosotros mismos ante sus
reacciones. Como sociedad, debemos comprometernos todos a prevenir lo máximo
posible los efectos de eventuales catástrofes y reclamar a los Estados que
cumplan con su deber planificando y ejecutando políticas públicas que vayan
mucho más allá de la emergencia. Tomado de la nación de ar
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