"La mujer descalza" es el primer libro traducido
al castellano de Scholastique Mukasonga, la escritora del genocidio de Ruanda
Por Débora Campos
“Me tomó diez años encontrar la fuerza para volver a casa, a
Ruanda, a Nyamata, donde mi familia había sido deportada en 1960 y de donde
salí hacia el exilio en 1973. Ahí es donde toda mi gente fue asesinada en 1994.
Pero cuando finalmente regresé, no encontré nada. Fue entonces cuando me di
cuenta de que yo era el único recuerdo de todos los que habían sido
exterminados en mi pueblo”.
Cae la tarde en Normandía, Francia, y en la cocina de su
casa, la escritora franco-ruandesa Scholastique Mukasonga ha apoyado la
computadora sobre la mesada para responder la entrevista y volver a contar su
historia. La primera vez que lo hizo fue en 2006 y, desde entonces, esa memoria
hecha libros fue reconocida con uno de los dos galardones literarios galos más
importantes: el Premio Renaudot por su novela Notre-Dame du Nil en 2012. Ahora,
Editorial Empatía incluyó la traducción al castellano de su novela La Femme aux
pieds nus (La mujer descalza) en una colección que se propone “dar a conocer
historias que nos acerquen a tiempos y geografías sobre las que, hasta ahora,
han circulado escasas ficciones”. Así llega por primera vez a la Argentina la
voz de esta mujer que, dice, se transformó en escritora “por un deber de
memoria”.
“Mis dos primeros
libros, Inyenzi ou les cafards y La Femme aux pieds nus, son totalmente
autobiográficos. En los recuerdos de mi infancia, cuento la deportación de mi
familia con muchos otros tutsis en el hostil monte de Nyamata, cerca de la
frontera con Burundi, y la lucha de estos 'exiliados internos' para sobrevivir
a pesar de la persecución y las repetidas masacres que sufrieron”, señala la
autora mientras la acompaña el rugido del mar. Aunque no pueda verlo desde su
casa, el agua helada del canal de la Mancha enmarca sus días desde que llegó al
norte de Francia tras dejar Burundi, tras dejar Nyamata, tras dejar Ruanda.
Porque el genocidio que los sectores hutu emprendieron para exterminar a sus
coterráneos minoritarios no se explica solo en el millón de personas de origen
tutsi liquidadas entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994: esos machetazos
que asesinaron a la mayor parte de las victimas fueron amasados durante décadas
de enfrentamientos, de atentados, de deportaciones y de sometimientos. Desde
las entrañas de ese camino de odio es que narra Scholastique Mukasonga.
“Cuando yo muera, cuando ustedes me vean muerta, tendrán que
cubrir mi cuerpo. Nadie debe verlo, el cuerpo de una madre no puede quedar
expuesto. Serán ustedes, hijas mías, las encargadas de cubrirlo, solo a ustedes
les corresponde hacerlo”. Así comienza La mujer descalza, con un mandato
ancestral que quedó trunco. Cuando la madre de la escritora fue masacrada, ella
ya estaba refugiada en Francia. De modo que no pudo cubrirla ni tampoco
despedir al resto de su familia: los 27 miembros de su estirpe fueron
asesinados en las semanas que duró el genocidio. Solo ella queda. Y con todo,
el libro no tiene la sordina de un lamento: por el contrario, es un cofre de
memoria y de identidad que recupera saberes, tradiciones, una lengua y una
cultura rica y añeja de la que apenas permanecen unos pocos sobrevivientes. “En
este libro, rindo homenaje a la valentía incansable de mi madre y, a través de
ella, a todas las madres de Nyamata que nunca se rindieron, inventaron y
reinventaron todos los medios para salvar a sus hijos”.
La autora también es madre. Tiene dos hijos franceses que
nunca se vieron empujados a los padecimientos y humillaciones que poblaron la
infancia de su mamá. A cambio, quedaron huérfanos de historia familiar. “Nacieron
en el exilio. No se les permitió conocer a su familia materna ni dejarse
arrullar por el amor de una abuela. Con el tiempo, se enteraron del genocidio
pero nunca hicieron preguntas. Por eso, sin duda, escribí: les debía su
historia. Fueron mis primeros lectores”, anota en su teclado la escritora. Hay
en sus palabras, en las que enlaza para esta entrevista pero también en las que
pueblan sus libros, la música de las narraciones orales. Son los cuentos que le
escuchaba a su propia madre y a las otras mujeres tutsis, en las tardes comunes
en las que todas compartían tareas domésticas y conocimiento. “Escuchando a mi
madre, sus recuerdos, sus proverbios, su respeto por los rituales antiguos, su
preocupación por salvar y preservar las variedades de plantas antiguas, pude
reunir algunos elementos de esta rica y despreciada cultura ancestral combatida
por el cristianismo y falsificada por una antropología racista. Muchas de estas
mujeres, como mi madre, fueron asesinadas. Uno de los deberes de quienes
trabajan en la reconstrucción de Ruanda es recuperar esta riqueza. Por mi
parte, lo hago a través de la escritura”, explica.
SALVACIÓN POR LA LENGUA
El manual periodístico señala que, tras las presentaciones
del caso, es posible referir a la protagonista solo a través de su apellido.
Sin embargo, el manual no contempla la singularidad de esta escritora que tiene
dos nombres de pila y ningún patronímico. “Me llamo Mukasonga. No es un
apellido. En Ruanda, las denominaciones no se transmiten de una generación a
otra. El padre asigna solo un nombre de pila a cada uno de sus hijos. Un niño o
una niña, llevará este nombre toda su vida y no lo transmitirá a sus hijos”, ha
explicado alguna vez. Por su parte, Scholastique es el nombre del bautismo, el
que imponen las costumbres del colonizador. “En Gitagata, casi todos los niños
iban a la escuela. Los únicos que no asistían eran los que no estaban
bautizados. Para ser admitido en el curso había que tener un nombre cristiano”,
cuenta en La mujer descalza. A ella, a Mukasonga, fue su nombre cristiano y el
idioma francés los que la salvaron de los machetes.
“En los años 60, los niños ruandeses ya aprendían francés en
la escuela primaria. Luego, en la secundaria, ese idioma era el único
permitido”, recuerda desde su cocina en Normandía. La ola de calor está
asfixiando a los franceses, pero en la zona norte del país las temperaturas ni
siquiera llegan a los 30 grados. En dos horas será de noche. Pero ahora, cuando
todavía entra luz por las ventanas, Mukasonga anota que fue esa lengua la que
le salvó la vida. Lo dice así: “Si mis padres querían que me exiliara en
Burundi, no era solo porque mi vida en Ruanda estaba amenazada, sino también
porque tenían una oportunidad excepcional: la de salvar al menos a uno de sus
siete hijos. Yo había asistido a la escuela y, por lo tanto, tenía un pasaporte
internacional: la lengua francesa. Así resultó que soy perfectamente francófona
y mi relación con este idioma es amable, después de todo, le debo el ser una
sobreviviente”. Con todo, las palabras que la enlazan a su estirpe no
desaparecieron: “No he olvidado mi lengua materna: el kinyarwanda. Como todos
los exiliados, la he conservado como mi posesión más preciada. Mi padre se
aseguró de que sus hijos hablaran una lengua kinyarwanda hermosa: al menos de
nuestra lengua, nadie podía privarnos”, dice. Y cuenta que cuando regresa a
Ruanda (“voy siempre que puedo”), los jóvenes se sorprenden con su manera de
hablar a mitad de camino entre lo elegante y lo demodé.
Pero antes de volver por primera vez a su país y al monte en
el que estuvo deportada con su familia, antes de sentir el deber de escribir y
legar su memoria ancestral, antes incluso de casarse con un francés y ser
madre, antes de todo eso, Mukasonga ya era asistente social. “Ser asistente social
ha sido siempre mi vocación, si se puede llamar así. Habiendo tenido la
oportunidad de formar parte de la cuota del 10 por ciento tutsi que, según el
apartheid impuesto por el régimen, permitía el acceso a la educación
secundaria, esperaba, gracias a esto, volver a las aldeas a trabajar con las
mujeres campesinas para mejorar sus condiciones de vida”, explica. Sus años de
formación están narrados en su última novela, Un si beau diplôme: la llegada al
instituto, las clases y su huida para salvarse de los linchamientos de sus
compañeros hutus. Con todo, se graduó en Burundi, donde trabajó con
agricultores para Unicef y para la FAO. En Francia, a donde llegó en 1992, su
diploma no valía nada. De modo que volvió a estudiar y trabaja como asistente
social en Normandía desde hace casi veinte años.
Has ganado premios muy importantes en Francia y podrías
dedicarte solamente a tu carrera literaria. ¿Por qué seguir trabajando como
asistente social?
– Escribo sobre las experiencias de la gente. Si he seguido
trabajando no es solo por una cierta seguridad económica, sino también porque,
gracias a esta profesión, sigo teniendo contacto con el mundo real, el de la
pobreza, la soledad de los desatendidos, las mujeres solteras con hijos, los
jóvenes desempleados, los drogadictos. Ese es mi trabajo: apoyarlos,
defenderlos.
"Los pibes nos van enseñando a hacer escuela" |
"Un futuro posible", documental de Carolina Scaglione
No solo con pobres, madres solteras y desempleados trabaja
Mukasonga. También con decenas de jóvenes africanos que se amontonan en las
playas de Normandía imaginando un camino que los lleve al Reino Unido.
“Ouistreham es una playa frecuentada especialmente los fines de semana por los
habitantes de la ciudad de Caen –que está a sólo 10 kilómetros– y por los
parisinos –a menos de 200 kilómetros–. Es un pequeño puerto pesquero: a menudo
voy allí a comprar mi pescado. En el muelle, se encuentra sobre todo la imponente
masa blanca del Ferry que llega a Inglaterra dos o tres veces al día. Es este
espejismo el que atrae irresistiblemente a los emigrantes: pasar a Inglaterra
donde han puesto todos sus sueños y sus esperanzas. Es casi imposible
embarcarse clandestinamente, pero su sueño es más fuerte, son jóvenes, nada los
desanimará y si, según los acuerdos, son devueltos a Italia, donde la mayoría
de ellos han desembarcado de África, regresarán. ¿Cómo podría no identificarme
con ellos? Yo que, a su edad, vagaba sola y perdida en esa ciudad desconocida
que era para mí Bujumbura. Me duele que estas generaciones de África se vean
obligadas a emigrar, pero sus ojos están llenos del deseo inquebrantable de un
futuro mejor”.
Son las 18 en Normandía. Y como es verano no anochecerá
hasta las 22. “Eso siempre me hace sentir extraña: no puedo evitar pensar que
en Ruanda, la noche siempre cae a las 6 de la tarde”, escribe ahora Mukasonga.
Y cuenta que La mujer descalza es su primer libro traducido al castellano.
Primero lo hizo Acnur en España, que repartió gratis el libro en escuelas y
centros comunitarios como parte de una campaña para visibilizar a las
escritoras africanas en la península Ibérica. Y ahora Editorial Empatía lo
ayuda a cruzar el mar. En cambio, casi toda la obra de la autora se puede
conseguir en portugués y ella misma ha visitado Brasil más de una vez. “Tengo
buenos recuerdos de mi conversación con Conceiçao Evaristo y de mi encuentro
con Marinete da Silva, la madre de Marielle Franco, asesinada por su acción política
a favor de las mujeres y los jóvenes negros de las favelas”, menciona.
Si el odio no la hubiera arrancado de su patria primero y de
los suyos más tarde, probablemente Scholastique Mukasonga habitaría ahora su
propio inzu, la tradicional gran casa de paja de la Ruanda de antaño.
“Entonces, aquí, intenté reconstruir el uruhimbi, un vestidor de cañas que
seguía la curva de la cabaña y en el que se exponían los objetos más
preciados”, escribe y recorre las piezas de cestería geométricamente decorada,
las grandes calabazas, una tiara de hojas de maíz, una corona que las madres
usan en los días festivos, un tambor, una espada, “y toda una colección de
peines adaptados al pelo de nuestras mujeres africanas”, puntualiza. De toda
esa colección, ella se detiene en un objeto especial: “Es para mí el tesoro más
preciado: una pequeña jarra de leche para bebés. Está tallada en madera, como
deben ser todas las jarras de leche. Y como todas, padeció bastante: fue pegada
con savia y se afirmó su estructura con grampas de cobre. No es mi jarra de
leche, la que dejé escapar con pánico en medio de los empujones con los que los
soldados nos cargaban en camiones para ser deportados a un lugar desconocido.
Pero tampoco es un simple sustituto: ahora, esta jarra de leche es para mi el
símbolo de mi exilio”.
Afuera de su uruhimbi, la costa de Normandía está salpicada
de cementerios militares. “Son los memoriales del desembarco del 6 de junio de
1944, americanos, ingleses, canadienses e incluso alemanes. Mis primeros
libros, puedo decir que los escribí en uno de estos cementerios”. Y describe un pequeño cementerio canadiense
con pocos visitantes, a 3 kilómetros de su casa en el que había encontrado un
hueco en la entrada por el cual colarse. Cae la noche en la cocina de la autora
cuando recuerda: “Lo convertí en mi lugar de escritura. Entonces, me imaginaba
que las tumbas sin nombre podrían ser las de los míos”. // TOMADO DE PAGINA 12
DE AR
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