LA COALICIÓN DE LOS
IGNORANTES A la apatía de los gobiernos se le suma la hipocresía, porque Europa
importa treinta millones de toneladas al año de soja y de maíz transgénico de
Norteamérica, Brasil y Argentina para alimentar al ganado y a la industria
conservera. Por: Guy Sorman
Diecisiete países europeos, entre los que se encuentran
Francia, Alemania, Italia y Polonia, pero no España, acaban de anunciar que el
cultivo de los organismos genéticamente modificados (OGM) estará prohibido de
ahora en adelante en su territorio. Solo la investigación sigue autorizada,
pero ¿quién invertirá en la ciencia desde el momento en que su aplicación esté
prohibida? Es raro que un continente entero se excluya voluntariamente del
futuro. Imagínense a Alemania prohibiendo la imprenta en el siglo XV o a
Estados Unidos el automóvil a principios del siglo XX. La comparación no es
excesiva porque los OGM constituyen la primera fase de una revolución
científica que empezó hace treinta años en Europa y en Estados Unidos, y que
permite a los agricultores satisfacer la demanda exponencial de alimentación en
el mundo, especialmente en las economías emergentes. Los OGM, descritos de
manera sencilla, son unas semillas, de trigo o de soja la mayoría de las veces,
en las que se introduce un gen que mata a los insectos que destruyen las
cosechas.
Si no hay OGM, los agricultores tienen que inundar sus
cultivos de insecticidas para mantener el rendimiento. Por tanto, los enemigos
de los OGM han elegido la química del pasado en vez de la biotecnología del
futuro. Esta extraña coalición de los ignorantes en Europa, como la llama el
profesor Marc Lynas, cuenta con aliados igual de inesperados fuera de Europa,
como Rusia, por ejemplo, porque allí nadie sabe producir OGM, y Zimbabue, donde
el presidente Mugabe declaraba recientemente que los estadounidenses se volvían
impotentes a partir de los veinticuatro años de edad debido a su consumo
excesivo de OGM.
Este rechazo de los OGM es una opción totalmente ideológica
que no obedece a ningún criterio científico, ya que los OGM, cuyo cultivo se
extiende desde hace treinta años y que representan aproximadamente el cien por
cien de la soja y del maíz en el continente americano, y en China e India se acercan
rápidamente a esa cifra, nunca han provocado el más mínimo accidente ni han
afectado a la naturaleza. La biodiversidad, tan apreciada por los ecologistas,
no se reduce de ningún modo, y ni los animales ni los seres humanos consumen
OGM como tales, porque solo se trata de un procedimiento de eliminación de
insectos, cuyas únicas víctimas son las orugas. Los insecticidas, en cambio,
causan daños irreversibles a la naturaleza y a la salud.
Por tanto, la decisión de estos gobiernos europeos viene
dictada por el grupo de presión más oscurantista entre los ecologistas. Esta
secta, que coloca a la naturaleza inmutable por encima de las necesidades de la
humanidad, es marginal en política, pero lo bastante decisiva y ruidosa como
para cambiar una decisión y acosar a los medios de comunicación. Para esta
secta ecológica, los OGM son todavía más odiosos porque los comercializan
empresas capitalistas y a menudo estadounidenses, encabezadas por Monsanto. Eso
es olvidar que esta supremacía estadounidense es, en parte, consecuencia de la
fuga de cerebros de los biólogos europeos agredidos por los ecologistas,
incluida la destrucción física de campos y de laboratorios de OGM.
A la apatía de los gobiernos se le suma la hipocresía,
porque Europa importa treinta millones de toneladas al año de soja y de maíz
transgénico de Norteamérica, Brasil y Argentina para alimentar al ganado y a la
industria conservera. Los OGM prohibidos en nuestros campos para «preservar la
imagen ecológica de nuestro país», como declaraba el primer ministro escocés,
están por doquier en nuestros platos. Un cinismo que sería divertido si no
anunciase un oscurantismo más generalizado. Jean-Claude Juncker, el presidente
de la Comisión Europea, cediendo a los grupos de presión ecologistas, acaba de despedir
a su asesora científica, Anne Glover, porque era partidaria de los OGM. Ahora
bien, el conjunto de la comunidad científica es partidario de los OGM. Así que
Juncker ha encontrado la solución: no sustituir a la asesora científica.
Estos gobiernos europeos, la coalición de los «ignorantes»,
que rechazan el consenso científico en agronomía, nos imponen paradójicamente,
en nombre de la ciencia, la hipótesis del calentamiento climático por el
dióxido de carbono. En realidad, la climatología es una ciencia menos exacta y
menos verificable que la biología y la agronomía. Existe un consenso, que es
real, sobre los beneficios de los OGM, pero no sobre el papel determinante o no
del dióxido de carbono. El oscurantismo es de geometría variable, ya que viene
impuesto por unas sectas, pero también por intereses industriales. Francia, por
ejemplo, encabeza los países que militan en contra de la producción de energía
de carbón, que calentaría el clima, porque vende centrales nucleares que no lo
calentarían.
Esto nos retrotrae a la época de Galileo, cuando la teología
entraba en conflicto con el conocimiento. Galileo fue condenado, lo que, como
declaró, no impediría que la Tierra siguiese girando. Pues bien, en Europa, por
mucho que la coalición de los ignorantes prohíba los OGM, la biotecnología
seguirá adelante, pero en otra parte. Mala suerte para la investigación, la
industria y el empleo en nuestro continente. Es muy probable,
independientemente de cuáles sean las resoluciones de la próxima cumbre de
París sobre el clima, que el clima seguirá cambiando, igual que la Tierra
seguirá girando. El clima cambia por definición. Si ese cambio tiene causas
industriales, seguiremos ignorándolas, porque la coalición de los ignorantes
prohíbe cualquier investigación que no sea políticamente correcta. Fuente: EL
ALMENDRÓN – España TOMADO DE ENVIO DE PREGON AGROPECUARIO DE AR
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