Por descubrir cómo se almacena la energía en las plantas y cómo los alimentos se transforman en azúcares que sirven de combustible a la vida humana.
Los hallazgos de Luis Federico Leloir fueron fundamentales
para comprender la galactosemia y muchas otras enfermedades.
Un día como hoy, hace 50 años, Luis Federico Leloir recibió
en Suecia el Premio Nobel de Química por el descubrimiento de
procesos bioquímicos básicos para la vida que fueron de gran importancia
para el campo de la medicina y la química biológica. En esa fecha la ciencia
argentina fue noticia a nivel mundial. ”Sentimos el orgullo de ser argentinos”,
tituló entonces un periodista que cubrió la ceremonia.
Leloir obtuvo el máximo galardón de la ciencia por describir
por primera vez los nucleótidos azúcares y su papel en la formación de hidratos
de carbono (azúcares). Los hallazgos de Leloir sirvieron para entender en
profundidad la galactosemia, una enfermedad hereditaria que provoca que quienes
la padecen estén impedidos de asimilar el azúcar de la leche y que de no ser
tratada produce lesiones en el hígado, riñones y en el sistema nervioso
central.
Leloir fue el segundo y último Nobel de ciencias recibido por
un argentino por investigaciones realizadas en el país. Más adelante sería
distinguido el argentino César Milstein, ganador en 1984, pero haría casi toda
su carrera en el Reino Unido.
“Sus trabajos no solo permitieron describir cómo se
almacenan los azúcares en animales y plantas bajo la forma de glucógeno y
almidón respectivamente, sino también el modo en que se utilizan como fuente de
energía”, explica Armando Parodi, investigador del CONICET y de la
Fundación Instituto Leloir (FIL), quien realizó su tesis doctoral bajo la
dirección de Leloir.
En su discurso del 10 de diciembre de 1970, en Estocolmo,
Leloir afirmó: “El honor que he recibido excede -de lejos- mi expectativa más
optimista. El prestigio del Premio Nobel es tal que uno de repente es promovido
a un nuevo estatus. En este nuevo estatus me siento incómodo al considerar que
mi nombre se unirá a la lista de gigantes de la química como van Hoff, Fischer,
Arrhenius, Ramsay y von Baeyer, por nombrar solo algunos. También me siento
incómodo cuando pienso en químicos contemporáneos que han hecho grandes
contribuciones y también cuando pienso en mis colaboradores que llevaron a
cabo una gran parte del trabajo”.
De la medicina a la ciencia
Leloir había nacido en septiembre de 1906, en París,
Francia, aunque desde los 2 años vivió en la Argentina. Con 26 años se recibió
de médico en la UBA. Trabajó en el Hospital de Clínicas durante dos años.
“Nunca estuve satisfecho con lo que hacía por los pacientes”, explicaba Leloir
en su breve autobiografía publicada en 1982. Y agregaba: “Cuando practicaba la
medicina, podíamos hacer muy poco por nuestros pacientes, a excepción de la
cirugía, digitalina y otros pocos remedios activos”.
“Los antibióticos, drogas psicoactivas y todos los agentes
terapéuticos nuevos eran desconocidos. No era por lo tanto extraño que, en
1932, un joven médico como yo, tratara de unir esfuerzos con aquellos que
querían adelantar el conocimiento médico”, justificaba Leloir su decisión de
volcarse a la ciencia básica y realizar su tesis de doctorado con quien sería
en 1947 el primer Nobel de ciencia argentino, Bernardo Houssay.
Ese mismo año, Houssay proponía a Leloir como director del
Instituto de Investigaciones Bioquímicas-Fundación Campomar (en la actualidad,
Fundación Instituto Leloir), creado el 7 de noviembre 1947 en una vieja
casona en la calle Julián Álvarez 1917, en el barrio porteño de Palermo. Ahí,
Leloir y sus colaboradores comenzaban a realizar los primeros hallazgos
que permitían aclarar el mecanismo de la biosíntesis de polisacáridos
(unión de azúcares), especialmente del glucógeno y del almidón.
Dentro de sus principales descubrimientos figura el llamado
“camino de Leloir”: esa ruta bioquímica a través de la cual el organismo
aprovecha la energía de los azúcares para poder vivir. En términos técnicos,
describe los tres cambios sucesivos que experimenta la galactosa (un azúcar
presente en la leche materna y en lácteos en general) para convertirse en
glucosa, y que en esa transformación participa como intermediario una molécula llamada
UDP-glucosa, el primer nucleótido azúcar que se descubrió. Hoy se conocen más
de cien.
“Los descubrimientos de Leloir y colaboradores sobre la vía
de metabolismo de la glucosa (la vía glicolítica) fueron fundamentales, y hoy
despiertan enorme interés dado que se encontró que muchas células
cancerosas utilizan esa vía para su multiplicación”, afirma por su parte el
médico José Mordoh, investigador superior del CONICET que integró
el laboratorio de Leloir entre 1964 y 1969.
“La verdadera medida del impacto científico no depende de
cuántas veces se citan artículos de investigación o las revistas en las que se
informan los trabajos, porque el legado de un gran trabajo a veces no se puede
evaluar hasta muchos años después del descubrimiento inicial”, señala asimismo
Randy Schekman, galardonado en 2013 con el Nobel de Medicina e investigador del
Instituto Médico Howard Hughes y de la Universidad
de California, en Berkeley, Estados Unidos.
Schekman agrega: “Si el profesor Leloir estuviera vivo hoy,
estoy seguro de que se maravillaría por el alcance y la profundidad del impacto
de su descubrimiento de los nucleótidos azúcares como
precursores de la síntesis de carbohidratos en la biología y la medicina”.
Schekman recordó las frases finales premonitorias de Leloir
en su conferencia Nobel: “Sin duda, esto puede convertirse en un problema
fascinante para futuras investigaciones. Afortunadamente, incluso después
de dos décadas, nuestro campo de investigación no se ha vuelto aburrido ni ha
pasado de moda”.
Tanto Parodi como Mordoh coinciden en que los trabajos
pioneros de Leloir en la formación de glicoproteínas (unión de proteínas y
azúcares) son igual de relevantes que los estudios que le valieron el Nobel de
Química. “Esta línea de investigación es muy importante. Los anticuerpos,
muchas hormonas y muchas enzimas son glicoproteínas que cumplen un rol clave en
procesos vitales”, destaca Parodi.
“Fue una experiencia decisiva formar parte del laboratorio
de Leloir durante siete años. Era una persona muy sencilla, humilde y
respetuosa de las ideas de los demás. De él aprendí modos eficientes de
trabajar en equipo, encarar preguntas, diseñar experimentos y analizar los
resultados. Estimulaba la autonomía”, afirma Parodi.
“Trabajar en el laboratorio de Leloir fue como tocar el
cielo con las manos. Inteligente, sencillo y afable, podía mantener ese difícil
equilibrio de guiar sin imponer; de estar al tanto de mis investigaciones,
corregir respetuosamente mis propuestas”, recuerda Mordoh.
Los experimentos de Leloir eran simples pero muy creativos,
afirma Mordoh. “Tenía más apego a los resultados que a las teorías;
fundamentalmente, mantuvo el trabajo ‘con las manos’ hasta el final de sus
días. Metódico y disciplinado, detestaba los grandes escritorios. Siempre se
mantuvo cerca de sus discípulos porque nunca perdió el contacto con los
experimentos”, agrega.
Para Schekman, la devoción singular de Leloir a su trabajo
experimental, a los colegas de su instituto y, más ampliamente, a la ciencia
latinoamericana, debería servir de modelo para inspirar a la próxima generación
de jóvenes investigadores: “El espíritu de Leloir sigue vivo en aquellos de
nosotros cuya motivación principal es la sed de mayor conocimiento de la
naturaleza”, dice.
“Tuve el privilegio de que Leloir fuera el director de mi
tesis de doctorado”, señala por su lado Angeles Zorreguieta, investigadora del
CONICET y directora de la FIL. “Lo que más disfrutaba Leloir era
hacer ciencia en el laboratorio, estar lo más cerca posible de la mesada y los
experimentos. El gusto por lo que hacía, su curiosidad, claridad, simplicidad y
perseverancia en la búsqueda de respuestas lo llevaron a descubrir procesos
fundamentales que ocurren en las células”, agrega. Y continúa: “Siempre será
una gran fuente de inspiración para quienes tuvimos la suerte y el honor de
trabajar con él. Es importante seguir transmitiendo su legado a nuestros
jóvenes para que emprendan carreras científicas, motivados por las ansias de
generar conocimiento en ciencias de la vida”.
“El 50 aniversario llega en un momento crítico para la
ciencia mundial, en que toda dedicación posible es insuficiente para combatir
esta pandemia tan alarmante”, afirma Alejandro Schinder, investigador del
CONICET y presidente de la FIL. Y agrega: “Creo que Leloir estaría
muy orgulloso viendo cómo el Instituto que fundó responde en esta situación,
explotando el conocimiento científico para desarrollar herramientas innovadoras
que permiten diagnosticar y combatir COVID-19 en nuestro país y en el mundo”.
Por último, Andrea Gamarnik, investigadora del CONICET y
directora del Instituto de Investigaciones Bioquímicas de Buenos Aires (IIBBA),
que depende del CONICET y de la FIL, y líder del desarrollo de COVIDAR IgG e
IgM, los test serológicos argentinos para COVID-19, señala: “Los pasos de Leloir
recorrieron un camino de ciencia básica de altísimo nivel. Hoy frente a la
pandemia estamos convencidos que no hay ciencia aplicada a resolver los
problemas de nuestra sociedad sin ciencia básica innovadora y recursos humanos
que la acompañe”.
Leloir definía a la investigación como una “aventura
atractiva”. “Algunos de los períodos más placenteros de mi carrera fueron
aquellos en los cuales trabajé con personas inteligentes y entusiastas, con
buen sentido del humor. La discusión de los problemas de investigación con
ellas fue siempre una experiencia muy estimulante”, escribía en su
autobiografía. Y aseguraba: “La parte menos agradable de la investigación,
el trabajo de rutina que acompaña a la mayoría de los experimentos, está
compensada por los aspectos interesantes, que incluyen conocer y a veces ganar
la amistad de personas intelectualmente superiores, provenientes de diferentes
partes del mundo. El balance es claramente positivo”.
Por Agencia CyTA-Leloir // TOMADO DE FACE
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