LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y LOS DERECHOS DE LA MUJER
Por Alfredo Allende
Una de los intelectuales principales de la reacción contra ciertos contenidos de la Revolución Francesa lo constituyó Louis-G. B. Ambroise, conde de Bonald (1754-1840). Se escandalizaba considerando que el hombre al dejar en manos de la mujer comandos reservados por Dios al varón se traicionaba a sí mismo, al cielo, y al propio rey representante de aquél en el poder terrenal, y agregaba: “Al hacer brillar antes los ojos de la parte más débil de la sociedad los engañosos destellos de la ‘libertad’ y de la ‘igualdad’, un genio malhechor solivianta a aquella contra la autoridad legítima”. Entendía que así se relajaban los vínculos básicos de la sociedad, se debilitaba hasta el extremo el matrimonio y la familia, alterándose de arriba abajo las jerarquías naturales establecidas por Dios.
Por más oposición existente, y el retorno a muchos usos normativos tradicionales en el Código de Napoleón, el capitalismo naciente -prendido al impulso rebelde de la subversión de 1789-, misógino y hasta machista, portó en su seno la capacidad de la destrucción del androcentrismo porque requirió la inserción al trabajo de la mujer, otorgó algunos insoslayables márgenes de libertad para las expresiones de protesta y facilitó la solidaridad, sin proponérselo, entre obreros, empleados, alumnos y profesionales de los distintos géneros, ocupados en los mismos ámbitos laborales, de estudio, de investigación, y de reivindicaciones como han sido los sindicatos.
Este terremoto histórico plató un almácigo en la que las simientes de las diversas facetas de igualdad de los sexos brotaron y desde el cual se esparcieron. Durante el propio transcurso de la Revolución se gestó un movimiento multifacético de esa índole. Y ello dio origen consistente, fáctico, a los reclamos femeninos. Ocurrió algo profundamente diferente en la revolución norteamericana, que precedió en dos décadas a la estallada en París. Aquello que distinguió, y distingue para el historiador, a la Revolución Francesa fue su propósito de cambiar “la vida de la gente”, de cambiar a la propia gente y a las relaciones sociales. En el caso estadounidense, se planteó el tema de la autonomía de los estados y de los derechos fiscales, de los resguardos impositivos que el Estado debía tener frente a la ciudadanía, empero, mayormente la situación femenina no fue considerada. En Francia explícitamente se discutió el rol de la mujer en la calle, en la política, en sus derechos sucesorios, en la familia y el divorcio. Fue de tal envergadura las discusiones sobre los asuntos que debían encararse ante el retraso sufrido por el “segundo sexo” -polémica que antes no había convulsionado a sociedad alguna-, que disparó la conmoción femenina en los sectores urbanos de la nación gala. Existieron clubes –centros de reunión discusiones políticas y sociales, movilizaciones de mujeres en los barrios, arengas públicas. Ellas no desaprovecharon la oportunidad a fin de hacerse de la Palabra que miles de años se les había retaceado o quitado. En la cabecera de la cultura Occidental figuran dos graves señales misóginas. Cometido el más grave pecado de todos los tiempos, el Pecado Original, Yahvé lanza la famosa maldición a la mujer: “Multiplicaré tus dolores y tus preñeces; con dolor darás hijos a luz; te sentirás atraída por tu marido, pero él te dominará” (1). De inmediato, sobreviene la imprecación contra el varón: “Por haber escuchado la voz de tu mujer (…) Polvo eres, al polvo volverás”. La voz de la mujer es particularmente peligrosa, su mayor mérito consiste en el silencio, sentenció Pericles. Lo había dicho ya Homero en la Ilíada, cuando quiso interferir con un mandato Penélope, la esposa de Ulises, a la que su hijo, Telémaco manda callar porque la “Palabra era cosa de hombres, y sólo de hombres”. La maldad en el mundo la trajo Pandora, una mujer, según Hesíodo. La cultura de occidente recibió estos legados primordiales y muchos otros del mismo jaez.
El temor de los reaccionarios franceses y europeos en general, fue mucho más grande al generado en la revuelta en Roma contra la ley Oppia (215 a. C.), que prohibía portar lujos excesivos a las mujeres. No se trataba ahora de un sector femenino que aspiraba a usar suntuosidades. Aquello que se quería -y en parte se logró progresivamente-, fue una cierta presencia femenina en los ámbitos elaborados por los hombre -para ellos- y en pie de igualdad, masivamente para el colectivo femenino, se tratare de damas aristocráticas o de simples vendedoras de pescado. El susto androcrático impidió por el momento ir más allá. Pero la democracia, con los altibajos por todos conocidos, no ha dejado de ganar terreno en la conciencia de los pueblos y en la demanda de un humanismo fraterno.
A pesar del enorme significado e influencia que a la postre tuvo la Revolución, esa igualdad revolucionaria por varias décadas fue de pacotilla, y creo que por tal razón la libertad estuvo distorsionada como siempre ocurre cuando hay focos amplios de pobreza y la mitad de la población sujeta a la subordinación de los sexos. Un ejemplo trágico lo dio Marie Gouze, nacida en 1748 en el sur de Francia, que tomó el nombre de Olimpia de Gouges, como afirmación de su personalidad. Fue escritora y luchó por los grandes ideales del momento, con un programa concreto de reivindicaciones sociales: abolición del comercio de esclavos y de la esclavitud, y la erección de talleres para desocupados. El hecho de sufrir discriminación inducía a las feministas, como resultó el caso algo posterior de la rama de las sufragistas, a hacer cusa común con otros seres sometidos. También propugnó por la creación de un teatro nacional para mujeres y, al estallar la Revolución reclamó un nuevo “contrato social” para regular las relaciones entre ambos sexos. Colocó en muchas de sus producciones teatrales a las mujeres en el lugar protagónico; en Memoria de Madame Velmont (1789) que posee un carácter autobiográfico, denunció con vastos alcances que estando casada “con un hombre que no amaba, y que no era rico ni bien nacido”, había sido sacrificada sin ninguna razón que pudiera “compensar la repugnancia que sentí por ese hombre”. Redactó además: Sobre la admisión de las mujeres al derecho de la ciudadanía (1790). Gritó: “Mujer, despiértate; la llamada de la razón se hace oír en todo el universo”. Produjo un texto en 1791 que la ha ubicado en el curso inicial de la escritura en defensa de las mujeres: La declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadanía. Ahí reclamó la aplicación de la igualdad proclamada en la Revolución Francesa para las mujeres, denunciando la traición efectuada contra las congéneres por los dirigentes que, después de aprovecharlas en las calles de París y de otras ciudades en las acciones del levantamiento, quisieron devolverlas a sus menguados roles anteriores en los gineceos, en sus papeles exclusivamente domésticos. En el artículo 10 de su declaración de derechos hizo retumbar su conocida invocación-reflexión: “La mujer tiene derecho a subir al cadalso. También debe tener derecho a subir a la tribuna”. Exigió en su trabajo -inspirador de otras manifestaciones femeninas- la participación de las mujeres, en la formación de las leyes y la reserva de espacios públicos para ellas. Todos, decía, “Ciudadanas y Ciudadanos deben ser admitidos por igual a cualquier dignidad, puesto o empleo público, según sus capacidades y sin otras distinciones que las derivadas de sus virtudes y talentos”. Alegó que únicamente a través del respeto a los derechos humanos de la mujer sería posible una sociedad justa. Había que poner fin a “la tiranía perpetua a que el hombre la somete”. Requirió el acceso igualitario a la educación y a la propiedad. Además, poseedora de una perspicacia superior a la media masculina, Olimpia se opuso a la muerte del monarca: “Temo que una sola gota de sangre derramada provoque torrentes”. Con respecto a la propia Revolución, reprochó la ceguera de las mujeres por su adhesión incondicional a esa causa puesto que, afirmó, ninguna ventaja les dejaba y que únicamente transmitía la “convicción de la injusticia del hombre”. El fanatismo revolucionario la mandó a la guillotina; rodó su cabeza el 3 de noviembre de 1793, luego de su espléndido mensaje de doloroso sarcasmo: “Lego mi corazón a la Patria, mi probidad a los hombres (tienen necesidad de ella). Mi alma a las mujeres”(2). Por supuesto que el patriarcado se encargó de denigrarla, a comenzar por sus formas literarias a las que subestimó. Su memoria hoy es no sólo respetada sino también exaltada; se la suele considerar como la primera mujer que en la modernidad, y con acerada pluma, reivindicó el derecho a la igualdad total entre los géneros.
El movimiento feminista Occidental comenzó a tomar forma durante los años de la Revolución; sus integrantes presentaron “Cuadernos de Quejas” (“Les cahiers de doléances”) ante la Asamblea Nacional, pero no fueron tenidos en cuenta. En un “cahier”, una dama que firmaba “B. de B.” manifestó algo que merece citarse textualmente y que nos indica una evolución efectuada en la conciencia de innumerables mujeres y no pocos hombres: “Perdóname, oh sexo mío, si he creído legítimo el yugo en que vivimos desde hace tantos siglos: Yo estaba persuadida de tu incapacidad y de tu debilidad; únicamente te creía capaz, en la clase inferior o indigente, de hilar, de coser y consagrarte a las ocupaciones económicas del hogar, y en un rango más distinguido, el canto, la danza, la música y el juego me parecían debían ser tus ocupaciones fundamentales”. Reconoció que le despertaba admiración apreciar la capacidad femenina en los sectores laborales, en los que hombres y mujeres compartían sus trabajos -arar las tierras, cosechar, empuñar el arado, etcétera-, o ver a otras representantes del género “emprender largos y penosos viajes con motivos comerciales, bajo el tiempo más inclemente” (3).
Es que todavía se seguía recitando un antiguo poema que rezaba así: “Tres cosas constituyen el mejor soporte del mundo: el fino chorro de leche de la ubre de la vaca al cubo; la delgada hoja de trigo verde sobre el suelo; el hilo fino en la mano de la mujer habilidosa”. B. de B. había aprendido a admirar a sus congéneres por realizar normalmente todo tipo de trabajos, incluso el de la cosecha, el ordeñar y ocuparse de la hilandería, y sólo el efecto revulsivo de las protestas revolucionarias la hicieron despertar, y a cientos de miles más, respecto de las capacidades sofocadas femeninas. Y no solamente en Francia.
1- Génesis, 3, 16. El anatema contra Adán pertenece a 3, 17-19.
2- Expresiones de Olimpia de Gouges extraídas de Cuatro mujeres en la Revolución Francesa, con reproducciones de textos auténticos, traducidos, de las revolucionarias. Biblos, 2007. También Mi historia de las mujeres, Michelle Perrot, “Mujeres en la polis”.
3- En La Ilustración olvidada. La polémica de los sexos en el siglo XVII, Alicia Puleo aporta datos importantes sobre los “Cuadernos de Quejas”, editada en 1993. También resulta de provecho la lectura del cap. IV de Tiempos de feminismo, obra ya mencionada, de C. Amorós.
Fuente: La Onda Digital
Tomado de recomendación de Escenarios Alternativos
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