Volver a casa tras el paso del tifón
Una vecina de Tacloban, la zona más afectada de Filipinas, regresa
a su ciudad natal en busca de su familia, una experiencia desgarradora que
jamás hubiera imaginado
La cifra de muertes en Filipinas por uno de los tifones más
fuertes que se hayan registrado rebasó los 5.000, y es probable que aumente
más, dijeron ayer las autoridades. (AP)
ESPERANZA CALVO/ESPECIALdom nov 24 2013 15:18
Alyssa Ramos no para de mirar al móvil en la puerta de
embarque número 5 del aeropuerto de Cebú, una próspera ciudad turística donde
trabaja como recepcionista de un hotel. Es la mayor de tres hermanos y hace
días que no los ve, exactamente desde la última vez que estuvo en Tacloban, su
ciudad natal, hace apenas un mes. “Quién nos iba a decir entonces que esto
ocurriría, nadie lo esperaba”, recuerda.
Más que el miedo, la sensación de shock, de estupefacción y de incredulidad fue la que se apoderó de toda Filipinas en los primeros momentos. Precisamente por ser un país acostumbrado a los terremotos, a los tifones y a las erupciones volcánicas, nadie esperaba la fuerza con la que llegó Yolanda para cambiarlo todo para siempre.
“El tifón me pilló trabajando en la recepción”, recuerda Alyssa. Al principio, las imágenes de la televisión eran las de siempre: vientos huracanados, mucha lluvia… Pero poco a poco comencé a recibir mensajes de mi hermano. Estaban encerrados en casa y cada vez parecían más preocupados. De pronto me llegó un mensaje de mi hermana diciendo que el tejado de la casa había volado. Les llamé pero ya no me contestaron. La angustia fue tremenda”, dice emocionada.
Comenzaron entonces las continuas miradas del móvil al televisor y del televisor al móvil. Sus paisanos de Tacloban que como ella estaban trabajando en Cebú hicieron lo mismo, comenzaron a llamarse unos a otros buscando información. De pronto entendieron que no había comunicación con Tacloban, que se habían caído todas las líneas de teléfono. Nadie podría saber ya nada de los suyos durante días.
Mensaje de esperanza
“Tacloban, Tacloban…Pasajeros, procedan al embarque por la puerta número 5”, vocean los empleados de Cebu Pacific Airlines. El pasaje se pone en pie. Son pocos los que quieren volar al lugar del que todo el mundo huye: periodistas, cooperantes y vecinos de Tacloban ansiosos por encontrar a los suyos. “Estuve seis días sin saber nada de ellos. Estaba muy preocupada. Pero el pasado jueves me llegó un mensaje de mi hermana que me decía que estaban vivos. La cobertura había vuelto. En seguida les llamé, yo no podía parar de llorar pero mi hermana se reía y me hacía bromas sobre el hambre que habían pasado. Así somos los filipinos, tratamos de no perder la sonrisa porque no te lleva a ningún lado”, explica.
Su familia estaba viva pero sin comida ni agua. Por eso, Alyssa no se lo pensó dos veces y cargó todo su equipaje con víveres. También con baterías y con un generador para llevarle a los suyos. A pesar del pillaje. “Sé que me lo pueden robar todo, pero mi hermana y mi tío van a ir al aeropuerto a buscarme. Tenemos que intentarlo”, dice. “Ellos podrían salir de allí y venir a Cebú, pero si nos vamos arrasarán nuestra casa que no ha sufrido demasiados daños. Tan sólo se ha levantado una parte del tejado, podremos reconstruirla”, dice.
Sus tíos son policías y van armados, razón demás para viajar tranquilos. El avión despega. 40 minutos de vuelo separan las paradisíacas playas de Cebú del infierno de Tacloban. Hay muchos asientos vacíos, así que todos los pasajeros se colocan en las ventanillas. Aunque las nubes lo envuelven todo, todos miran hacia el exterior. Saben que cuando comience el descenso, la imagen no será la misma que la última vez que volaron a casa: la de una ciudad de 250.000 habitantes que crecía al calor del turismo, donde cada vez se construían edificios más altos, autopistas y carreteras.
Tragedia a la vista
“Estoy nerviosa”, dice Alyssa. El avión comienza el descenso y entre las nubes asoma la verdadera dimensión de la desgracia. Los kilómetros y kilómetros del inmenso basurero que es el Tacloban post Yolanda. “No me lo puedo creer, no reconozco nada”, dice Alyssa entre sollozos. No es la única que llora. En cada ventanilla hay un vecino de Tacloban estrujando un pañuelo y conteniendo el llanto que sale a borbotones. La imagen real es demasiado cruel, a pesar de haberla visto durante días por televisión. Mucho más impactante es el nauseabundo olor a podrido que llega hasta el avión en cuanto se abren las puertas. “Era mucho peor antes”, explica el sobrecargo.
A pesar de que los cadáveres ya no están en las calles, Tacloban es una ciudad en descomposición. Un estercolero de materiales triturados por vientos que superaron los 345 kilómetros por hora. Un nivel de destrucción y de suciedad muy superior al provocado por un terremoto ya que los tifones destrozan, esparcen y lo impregnan todo de barro y muerte. Los pasajeros bajan del avión cámara en mano y con la boca abierta a pesar del hedor.
Su cerebro se esfuerza por reconocer el lugar en el que tantas otras veces han estado. La pequeña terminal no es hoy más que un cobertizo con las tripas al aire, donde militares, cooperantes y pasajeros se apiñan para intentar protegerse del sol abrasador. Imposible adivinar dónde están las maletas sin la ayuda de un operario del aeropuerto. Dentro del caos, la gente intenta guardar un orden a la hora de recoger los equipajes de la única cinta que ha resistido y que evidentemente no funciona.
Sorpresa
Alyssa agarra sus bultos y busca ansiosa con la mirada una cara familiar. La terminal está llena de gente que ha hecho del aeropuerto su casa. No hay puerta y el sonido de los aviones de carga aterrizando y despegando continuamente es atronador y contribuye a generar una mayor sensación de estrés. “No les veo”, exclama, con los ojos llenos de lágrimas. “Ya no tienen batería en el móvil, ¿cómo les voy a encontrar ahora?, se pregunta. ¡Ni siquiera reconozco las calles!”.
Entonces, cuando está a punto de perder el control, una chica muy menuda y muy parecida a ella la aborda corriendo con los brazos abiertos. Evidentemente es su hermana y el abrazo es inmenso. Tan intenso como los vientos huracanados con los que Yolanda cambió sus vidas para siempre. TOMADO D E LAS AMERICAS DE EEUU
Más que el miedo, la sensación de shock, de estupefacción y de incredulidad fue la que se apoderó de toda Filipinas en los primeros momentos. Precisamente por ser un país acostumbrado a los terremotos, a los tifones y a las erupciones volcánicas, nadie esperaba la fuerza con la que llegó Yolanda para cambiarlo todo para siempre.
“El tifón me pilló trabajando en la recepción”, recuerda Alyssa. Al principio, las imágenes de la televisión eran las de siempre: vientos huracanados, mucha lluvia… Pero poco a poco comencé a recibir mensajes de mi hermano. Estaban encerrados en casa y cada vez parecían más preocupados. De pronto me llegó un mensaje de mi hermana diciendo que el tejado de la casa había volado. Les llamé pero ya no me contestaron. La angustia fue tremenda”, dice emocionada.
Comenzaron entonces las continuas miradas del móvil al televisor y del televisor al móvil. Sus paisanos de Tacloban que como ella estaban trabajando en Cebú hicieron lo mismo, comenzaron a llamarse unos a otros buscando información. De pronto entendieron que no había comunicación con Tacloban, que se habían caído todas las líneas de teléfono. Nadie podría saber ya nada de los suyos durante días.
Mensaje de esperanza
“Tacloban, Tacloban…Pasajeros, procedan al embarque por la puerta número 5”, vocean los empleados de Cebu Pacific Airlines. El pasaje se pone en pie. Son pocos los que quieren volar al lugar del que todo el mundo huye: periodistas, cooperantes y vecinos de Tacloban ansiosos por encontrar a los suyos. “Estuve seis días sin saber nada de ellos. Estaba muy preocupada. Pero el pasado jueves me llegó un mensaje de mi hermana que me decía que estaban vivos. La cobertura había vuelto. En seguida les llamé, yo no podía parar de llorar pero mi hermana se reía y me hacía bromas sobre el hambre que habían pasado. Así somos los filipinos, tratamos de no perder la sonrisa porque no te lleva a ningún lado”, explica.
Su familia estaba viva pero sin comida ni agua. Por eso, Alyssa no se lo pensó dos veces y cargó todo su equipaje con víveres. También con baterías y con un generador para llevarle a los suyos. A pesar del pillaje. “Sé que me lo pueden robar todo, pero mi hermana y mi tío van a ir al aeropuerto a buscarme. Tenemos que intentarlo”, dice. “Ellos podrían salir de allí y venir a Cebú, pero si nos vamos arrasarán nuestra casa que no ha sufrido demasiados daños. Tan sólo se ha levantado una parte del tejado, podremos reconstruirla”, dice.
Sus tíos son policías y van armados, razón demás para viajar tranquilos. El avión despega. 40 minutos de vuelo separan las paradisíacas playas de Cebú del infierno de Tacloban. Hay muchos asientos vacíos, así que todos los pasajeros se colocan en las ventanillas. Aunque las nubes lo envuelven todo, todos miran hacia el exterior. Saben que cuando comience el descenso, la imagen no será la misma que la última vez que volaron a casa: la de una ciudad de 250.000 habitantes que crecía al calor del turismo, donde cada vez se construían edificios más altos, autopistas y carreteras.
Tragedia a la vista
“Estoy nerviosa”, dice Alyssa. El avión comienza el descenso y entre las nubes asoma la verdadera dimensión de la desgracia. Los kilómetros y kilómetros del inmenso basurero que es el Tacloban post Yolanda. “No me lo puedo creer, no reconozco nada”, dice Alyssa entre sollozos. No es la única que llora. En cada ventanilla hay un vecino de Tacloban estrujando un pañuelo y conteniendo el llanto que sale a borbotones. La imagen real es demasiado cruel, a pesar de haberla visto durante días por televisión. Mucho más impactante es el nauseabundo olor a podrido que llega hasta el avión en cuanto se abren las puertas. “Era mucho peor antes”, explica el sobrecargo.
A pesar de que los cadáveres ya no están en las calles, Tacloban es una ciudad en descomposición. Un estercolero de materiales triturados por vientos que superaron los 345 kilómetros por hora. Un nivel de destrucción y de suciedad muy superior al provocado por un terremoto ya que los tifones destrozan, esparcen y lo impregnan todo de barro y muerte. Los pasajeros bajan del avión cámara en mano y con la boca abierta a pesar del hedor.
Su cerebro se esfuerza por reconocer el lugar en el que tantas otras veces han estado. La pequeña terminal no es hoy más que un cobertizo con las tripas al aire, donde militares, cooperantes y pasajeros se apiñan para intentar protegerse del sol abrasador. Imposible adivinar dónde están las maletas sin la ayuda de un operario del aeropuerto. Dentro del caos, la gente intenta guardar un orden a la hora de recoger los equipajes de la única cinta que ha resistido y que evidentemente no funciona.
Sorpresa
Alyssa agarra sus bultos y busca ansiosa con la mirada una cara familiar. La terminal está llena de gente que ha hecho del aeropuerto su casa. No hay puerta y el sonido de los aviones de carga aterrizando y despegando continuamente es atronador y contribuye a generar una mayor sensación de estrés. “No les veo”, exclama, con los ojos llenos de lágrimas. “Ya no tienen batería en el móvil, ¿cómo les voy a encontrar ahora?, se pregunta. ¡Ni siquiera reconozco las calles!”.
Entonces, cuando está a punto de perder el control, una chica muy menuda y muy parecida a ella la aborda corriendo con los brazos abiertos. Evidentemente es su hermana y el abrazo es inmenso. Tan intenso como los vientos huracanados con los que Yolanda cambió sus vidas para siempre. TOMADO D E LAS AMERICAS DE EEUU
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