La mujer que hizo de un basurero uno de los mejores jardines
de Bogotá Rosa Poveda convirtió un
antiguo muladar de 1800 metros en una granja ecológica lúdica para niños. Foto:
Luis Lizarazo / EL TIEMPO Rosa recoge las hortalizas que cultiva en la tierra
que produce su sanitario ecológico.
Se levanta, como los campesinos, a las 3 de la mañana. La
mujer recorre los senderos empedrados con escombros, metida entre el espeso
follaje de un jardín construido con materiales reciclables similar a un paraíso
de verde exuberante en el centro de una ciudad que la ignora casi por completo.
Se llama Rosa Poveda y se comporta como si fuera una potentada capaz de
cualquier exceso con tal de ofrecer lo que produce su granja ecológica de 1800
metros en el barrio La Perseverancia. Rosa, una mujer modesta de 49 años,
cambia hortalizas por basura, regala sus semillas ancestrales, recibe todas las
semanas grandes grupos de niños para capacitarlos en agricultura ecológica; de
este concierto de gestos sencillos surge, extrañamente, la multiplicación. La
casa construida en guadua crece, las matas crecen; los excrementos, luego de
pasar por su sanitario ecológico (en el que se mezcla con ceniza, cáscara de
arroz y equinaza), se asientan en un pozo seco y se transforman al año en
tierra para cultivar. El olor de las 150 especies de plantas, que riega con el
agua de un reciente nacimiento que brotó en su lote, penetra hasta el cerebro,
creando la confusa sensación de que se está lejos, en un mundo suficiente. “Acá todo es
reciclado y ecológico. Yo estoy en contra de la ley de semillas porque mi
abuela le pasó las semillas a mi mama y ella a mi. Toda la vida las he tenido,
Las he cargado en frascos. Y donde puedo las siembro”, dice Rosita, al tiempo
que afirma que las semillas que no se reproducen, las llamadas semillas
Terminator, son las culpables de casi todas las enfermedades de una ciudad como
esta, que parece un carcinoma. Ese terreno, que antiguamente fue un basurero en
el que dormían los indigentes del barrio entre los residuos de objetos robados,
es hoy una isla verde en un océano de delincuencia, una escuela para niños
(Granja Escuela Agroecológica Mutualitas y Mutualitos) en la que Rosa enseña
producción de plántulas y semillas, construcción en guadua y materiales
diferentes al concreto, elaboración de abonos naturales, lombricultura y cría
de especies menores. Su bondad sin alardes quiere reinventar una vida que ha perdido
su ritmo natural. Como es una mujer humilde y además nunca le ha importado el
dinero, sus amigos economistas le quieren enseñar a dosificar su buena
voluntad, porque temen que sea su nobleza la misma que la lleve a la ruina.
Pero eso, hasta ahora, parece imposible. Y aunque el reino de su imaginación
necesita materia y recursos para seguir produciendo su imagen de utopía en
construcción, Rosa sólo piensa en educar.
Su historia A los
6 años Rosa fue raptada por un grupo de mujeres que llegaron a hospedarse a su
casa. Vivía entonces en Moniquirá, Boyacá.
“Mi
mamá era una mujer muy hospitalaria, que recibía y alimentaba a cualquiera que
llegara”, cuenta mientras va desandando los pasos de un pasado confuso. Un día
llegaron dos mujeres, que viajaban por los pueblos buscando niños campesinos
para venderlos como empleados en las grandes casas de los terratenientes de la
capital. “Eran traficantes de niños. Ese
día, en la madurgada, me llevaron por cañales y cafetales y en la carretera
central cogimos un bus hacia la ciudad. Mi función en el campo era ordeñar y
coger café. Por eso se encartaron conmigo, porque yo no sabía cocinar”, relata.
Rosa llegó a una casa blanca en Bogotá cubierta de pinos a la que llegaban
mujeres elegantes en carros lujosos y escogían niños al dedo para llevarlos
como empleados a sus hogares. "Eso está muy feo", les decían a las
captoras las posibles clientes. “Cultívela y luego hablamos”. Un día le
consiguieron trabajo en una finca en Normandia. Allí duró 2 años hasta que una
señora llamada Alcira Garcia, que trabajaba con un grupo de investigación de la
Policía, la rescató del encierro y la adoptó como una hija propia.“Me encuentra
esta señora y cambia mi vida total. Me daban de todo. Más de lo que necesitaba.
Ella me crió hasta los 17 años. Me dio estudio, viajes, de todo” confiesa. A
los pocos meses, Rosa se reencontró con su madre pero decidió quedarse en
Bogotá. Trabajó como carpintera, como zapatera, hasta que logró formalizar su
sueño de tener una granja dentro de la ciudad en la que pudiera cultivar sus
propios alimentos.Mercados Campesinos
Además de organizar mercados campesinos en la ciudad, Rosa
ha llegado hasta rincones remotos del mundo para capacitar a grandes grupos de
personas en agricultura ecológica. Viajó a Europa, invitada por los gobiernos
de Italia y Suiza, donde logró la donación de varios terrenos para cultivarlos
bajo sus métodos. Gracias a ese viaje, Rosa ahora intercambia semillas con los
campesinos europeos, que crearon una fundación que se llama ‘Semillas . tomado
de el tiempo de Colombia
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