La vida de un
reciclador
El reciclaje tiene cara de riqueza y pobreza. Los
recolectores que hay en Nicaragua son tan solo el reflejo del perfil más
paupérrimo de una actividad que genera millones de dólares al año José
Denis Cruz Foto: ARCHIVO / END Ampliar
Los que recolectan desechos reciclables no logran hacer los
tres tiempos de comida.
Al dar la 1:00 de la madrugada, la alarma programada en un
teléfono básico interrumpe el sueño de Bernardo Martínez. Aprieta cualquier
botón tratando de silenciar el equipo que podría despertar a su niña de 3 años
y se pone en pie. Hoy es martes y le toca recorrer la pista de Sabana Grande
hasta llegar al estadio nacional Denis Martínez en busca de cartón y papel.
Hasta hace minutos estaba dentro de una casa de plástico con
techo de cartón. En la cama donde duerme quedó su novia, Juana Aragón, de 18
años, y la pequeña. Al salir los primeros rayos del sol ambas despertarán y se
irán al mercado Iván Montenegro a recoger los desperdicios de comida que, horas
más tarde, ingerirá la yegua con la que trabaja Bernardo.
Este hombre, de 21 años, regresa de su periplo alrededor de
las 11:00 de la mañana. Con ayuda de su esposa clasifica el cartón, el papel
blanco y el papel de color. Si considera que es una buena cantidad, decide
venderla en la empresa Metales y Desechos de Papel. Hoy ha recogido dos
quintales y le dieron 140 córdobas por todo lo que llevó.
“Eso no es nada para nosotros, con eso no se vive, pero qué
le vamos a hacer”, cuestiona Bernardo mientras acomoda la paca que le compraron
encima de otros sacos ubicados en este galerón.
La situación de los recicladores es alarmante, dice el
presidente de la Red de Emprendedores Nicaragüenses del Reciclaje (Rednica),
David Narváez. Esta industria está generando al país más de US$40 millones al
año, pero las ganancias no llegan hasta las manos que la empujan. “Se les paga
mal y encima los ven con desprecio como si no fueran humanos”, denuncia.
Hacinamiento y pobreza
En Nicaragua, Rednica tiene registrados 10,500 recolectores de
basura a nivel nacional, la gran mayoría habita en la región del
Pacífico.
Cuando tenía 10 años, Alba Luz Pavón vio la basura por
primera vez. Estaba frente a una montaña de bolsas negras, cartones sucios y
restos de comida que los perros y zopilotes hurgaban sobre un charco pestilente
que atraía a las moscas y todo tipo de animales. A sus pies había mezcla de
fruta podrida y orina de caballo que se esparcía por una escorrentía del camino
de plástico de algún punto de La
Chureca.
Era 1990. Ahora tiene 36 años, pero los recuerdos afloran
nuevamente cuando habla sobre el trabajo que le ha dado de comer por toda una
vida. La situación con el tiempo ha variado solo un poco. A la par de ella su
esposo, Jorge Antonio García, descansa sobre un catre derruido que de vez en
cuando produce un chillido estridente.
En la casa hay basura, trapos sucios, hierros por doquier.
Muy cerca de Alba está la segunda cama de esta habitación. En tres camas
duermen siete personas. En la más grande descansan ella y su esposo. Alba, hoy
que ha recibido la visita del periodista, no salió a buscar basura por las
calles de Managua. Mañana jueves su compañero Jorge sí saldrá. A ella le
corresponde recorrer Batahola Norte y Sur todos los sábados del mes, en
compañía de sus dos hijos menores. “A los mayores ya les da pena salir a buscar
basura, como si no fuera un trabajo digno”, reniega.
Esta familia confirma muchos de los aspectos que se
mencionan en el informe presentado por Rednica. Según el documento, la edad
media es de 36 años y la mediana de 34. En términos generales se concentran en
los rangos de edad de entre 20 y 30 años y de 30 a 40 años.
Los hijos mayores de Alba, que también se dedican a
reciclar, rozan apenas los 20 y 23 años. Se llaman Elba y Luis Enrique. No van
a clases y nunca han ido. El 34% de las personas que se dedican al reciclaje no
saben leer ni escribir. El esposo, Jorge, es bastante tímido, y callado. Es
fanático de los programas de televisión Laura y Caso Cerrado. Cuando se le
propone que un equipo de El Nuevo Diario le acompañe en su faena de mañana se
niega. Le da pena, justifica. No le gustan las fotos ni las preguntas, sin
embargo al final acepta.
La familia García Pavón de vez en cuando improvisa una
pulpería donde venden meneítos, jabón y gaseosa. La surten cuando les va bien
en el reciclaje. Viven de eso, la venta de basura y los acarreos que hacen con
sus carretones. El ingreso mensual ronda los 3,000 córdobas. Hacen dos tiempos
de comida y el menú está compuesto por arroz, sardina y huevos. Una vez al mes
comen carne.
“Cuando estaba La Chureca vivíamos mejor, recogíamos más
basura, ahora la venta está mala”, señala Jorge Antonio, segundos antes de ser
interrumpido por su hijo menor, al entrar con dos trozos de huesos que sacó de
un camión recolector que se dirigía al portón principal de la planta
procesadora de basura.
“Mamá, mirá lo que encontramos, se ve bueno”, dice el
pequeño Jesús. Al instante llega corriendo el otro niño, Juan Antonio. Carga en
sus dos manos un hueso más grande. Parece ser de res. Su mamá gira la mirada a
la visita, apenada, y ordena: “Pónganlos en la cocina, se los voy a cocinar
sancochado”. La cocina está compuesta por tres piedras en el suelo, muy cerca
de donde duermen los caballos.
La actividad en las cercanías de La Chureca es frenética.
Gran parte de los desechos de esta ciudad terminan allí, en una planta acechada
por decenas de personas que están pendientes de los camiones que entran. Al
descuido le sacan cuanto puedan: sacos con basura, cartones, colchones viejos,
sillas quebradas…
Salud expuesta
Al fondo de la casa se encuentran un caballo, la yegua y su
cría que parió hace cinco semanas. Encima de los animales cruza un tendedero
cargado de ropa. A la derecha está el baño y el lavandero. A un metro la
cocina. La habitación está inundada del olor a orina de caballo y el hedor que
emana la letrina. “Ya estamos acostumbrados a ese olor de los caballos, además
no tenemos donde meter a las bestias”, dice Jorge Antonio.
El médico internista Nery Olivas ve en la casa de la familia
García Pavón altas probabilidades de que padezcan enfermedades diarreicas y
desnutrición. “Es malo que estén en contacto con animales, los caballos son
portadores de la leptospirosis”, explica el doctor y continúa: “Los
recicladores pueden contraer infecciones respiratorias y el hecho de pasar
tanto tiempo bajo el sol causa fallas renales, cáncer en la piel y problemas
visuales”.
A buscar basura
Son las 4:30 de la mañana. Luis, el hijo mayor de Alba, baña
a la yegua que acompañará a su padre a recorrer las calles de Batahola Sur y
Norte en la capital. De todos los miembros de la familia es el único que está
despierto. Les da comida a los animales para luego sacudir los costales en que
acostumbran depositar el papel reciclado.
El joven delgado algún día quiso ser mecánico. Soñaba con
reparar camiones. Lo más cerca que estuvo de ese anhelo fue cuando jugaba con
los carros que su madre le llevaba cuando era niño. Ahora, a punto de cumplir
sus 20 años, solo piensa en trabajar, en recoger basura, nada más.
A las 5:00 de la mañana la cabeza de la familia, Jorge
Antonio, se despertó. Se bañó, se puso una camisa celeste, las botas y sacó el primer
carretón. “Alistate el otro caballo”, ordena.
“Podemos recoger bastante basura y no nos alcanzará”,
argumenta. En instantes está lista la segunda carreta. Su esposa ya está
despierta y sale a despedirlo. Así empieza la faena de dos miembros de esta
familia recicladora.
La primera bolsa de basura la encontraron en el barrio
Monseñor Lezcano. Al hijo le tocó hurgar ahí. No encontró nada. Solo había un
mango que enseguida llevó a su boca. La regla es que uno busque a la derecha y
el otro a la izquierda. “Yo siempre salgo solo a buscar cartón, pero cuando me
acompaña mi hijo nos dividimos la búsqueda para terminar más rápido”, dice
Jorge.
De las 5:00 de la mañana a las 6:30 husmearon en 150 bolsas
de basura. En una casa de la Colonia Morazán encontraron abundante cartón: una
caja de un televisor pantalla plana y bastantes carpetas. En un basurero ilegal
hallaron una bolsa grande, revisaron qué tenía y la montaron a la carreta. “Hay
bastante papel”, dijo. Al amanecer llegaron a Batahola Norte.
Ahí es donde, según ellos, se encuentran buenas cantidades
de desechos. Hoy esperan que sea un buen jueves. Un jueves que les permita
ganar 70 córdobas para comprar el arroz que acompañará el hueso que llevaron
los niños ayer y que no pudieron cocinar.
De acuerdo con el informe “Caracterización socioeconómica y
de salud de las personas recicladoras”, en Nicaragua, actualmente,
existen pocas organizaciones interesadas en desarrollar el reciclaje como
una actividad económica que involucre a las familias que viven en extrema
pobreza.
Casas de plástico, cartón o latas. Suciedad. Contacto con
animales. Salarios bajos. Enfermedades respiratorias. Así es la vida de Josefa
y su hija Rosa, las mujeres que esperan un día ver al presidente para decirle
que la basura es dinero, pero que ellas no ven más que migajas de ganancias; la
de Bernardo, el joven que anhela ser exportador de cartón; y la de Alba y su
esposo, la familia que sueña con ver a sus hijos menores en la
universidad.
--Doña Alba, ¿Nunca ha pensado buscar otro trabajo?
-¿Otro? ¿Dónde creés que puedan darnos trabajo si nos ven
como raros? Pero, si vos me das un trabajo ahorita mismo dejo esto.
- 48
por ciento de las personas recolectoras venden el material a un
revendedor. Tomado de nuevo diario de Nicaragua
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