Hoy vamos a hablar de la causa, lo opuesto y el fantasma de la política: la violencia. Porque, ¿qué es la política si no es la actividad organizada para resolver los conflictos entre grupos sociales sin recurrir a la violencia? La promesa de la política no es, primariamente, ni justicia ni bienestar, sino ante todo paz. Mi argumento puede sonar desmedidamente hobbesiano, pero me resulta evidente que sólo mediante la paz inaugurada por la común aceptación de la resolución pacífica de los conflictos se puede abrir la instancia necesaria para que se discutan colectivamente las definiciones de buena vida y los proyectos colectivos.
Sin embargo, no debe entenderse con esto que la política
representa una utopía de amor y paz garantizadas. Para nada. Porque la cruel
ironía es que la política nunca logrará desterrar al fantasma de la violencia
política, sino que en sí misma lo alimenta. Vale decir, la apuesta a la
política implica una paradoja: para desterrar la violencia política real, se
permite y hasta alienta la politización y el conflicto de la cotidianidad de la
comunidad. Como además vivimos en sociedades pluralistas en donde no existe una
única definición autocrática del bien común, sino múltiples visiones acerca de
cuál es la buena vida, es evidente que esa pluralidad requerirá una constante y
activa negociación. Aceptamos que no vamos a dirimir nuestros conflictos por la
fuerza, pero, al hacerlo, aceptamos también que viviremos en un espacio social
caracterizado por un grado de conflicto constante y democrático sobre qué hacer
y cómo hacerlo.
El canon de la teoría política democrática está lleno de
preguntas sobre cuáles deben ser los límites del conflicto aceptable y cómo
hacer para evitar que los diferendos se transformen en violencia (existen
autores, incluso, que van a sostener que la violencia abierta es inevitable o
incluso deseable, pero podemos considerar que no forman parte del canon de la
democracia liberal, que es lo que nos gusta). Entonces, la democracia requiere
de dos compromisos en un inestable equilibrio: rechazar la violencia, y aceptar
el conflicto.
El pasado 6 de enero el mundo entero se conmovió con las
imágenes de los partidarios insurrectos del presidente Trump irrumpiendo por la
fuerza en el Congreso de Estados Unidos. El motivo de este acto sedicioso era
netamente antidemocrático: Trump lleva tres meses insistiendo que las
elecciones del 3 de noviembre pasado le fueron negadas por un vasto e
intrincado fraude, que Joe Biden no es el ganador, y que la única manera de
impedir que le roben el poder es mediante una demostración de fuerza
arrolladora. En la mañana del 6 de enero Trump habló frente a los manifestantes
y los animó a “marchar hacia el Congreso”. La columna de personas lo hizo
inmediatamente, y tomaron por sorpresa a una policía capitolina que no había
hecho ningún operativo de seguridad ante posibles disturbios (no se sabe bien
si fue simple incompetencia, o si existió complicidad). Se escucharon cantos de
“¡Colguemos a Pence!”. Se rompieron puertas y se entró por la fuerza a los
recintos de votaciones. Un oficial de policía fue asesinado a golpes.
Sólo algunos metros y algunos minutos separaron a los
sediciosos de toda la cadena de sucesión del país: el vicepresidente, el
presidente del Senado, y la presidenta de la Cámara de Diputados. Se sospecha
que buscan secuestrarlos o agredirlos. En síntesis: estos grupos rechazan la
legitimidad del conflicto, en tanto y en cuanto rechazan la posibilidad de
perder.
El carácter inusitado de la violencia puso en blanco sobre
negro un dato que resulta muy difícil de aceptar para el análisis político: la
democracia norteamericana no ha logrado desterrar de su seno la violencia
política. No se trata sólo la herencia de las masacres cometidas contra
poblaciones afroamericanas luego de la Guerra Civil, de los linchamientos, de
la existencia de organizaciones como el Ku Klux Klan, de la represión de los
luchadores por los derechos civiles de los sesenta.
Se trata de un proceso de fundamentalización de “gente
común”, acompañado de la compra masiva de armas facilitada por la Segunda
Enmienda. Trump es la culminación de un proceso por el cual grupos de la
población, sobre todo blancos, han asumido para sí el proyecto de impedir la
integración política plena de los grupos de color, de los inmigrantes, y los
avances en la igualdad de las mujeres y de las diversidades sexuales, mediante
el uso de la fuerza. Asegura María Casullo en cenital.com.
TOMADO DE EL LITORAL DE CTES AR
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