Paro
Ricardo Silva Romero
'El tal paro agrario' ha encauzado la indignación, la
confusión y el oportunismo que se dan tan bien aquí, pero al final sí que ha
valido la pena.
Si usted está a punto de terminar una amistad por culpa de
una tontería, querido lector, que por el amor de Dios no sea por Uribe ni por
Santos: que cada uno a su manera ha sabido combinar su cacareada preocupación
por el país –y para ser justos: una importante vocación a mejorar ciertos
indicadores– con esa vieja inclinación a permitirles a los empresarios
favoritos que se vayan quedando con la tierra. Ponga usted, lector, un punto
rojo en los lugares del mapa de Colombia que les han sido arrebatados a los
campesinos con “la Violencia”, las tretas legales o los “tratados de libre
comercio” que se han dado tan bien en estos climas: tendrá pronto, como
resultado, una mancha de sangre. Y ser uribista o ser santista será nomás
cuestión de gustos.
Fue en el 1990 del olímpico César Gaviria, después de 170
años de pulsos a muerte, cuando nuestro proteccionismo vergonzante perdió su
última batalla con el librecambio. El sentido del Estado fue, a partir de
entonces, servirles de garante a los negocios. Todo el mundo fue “igual” ante
la ley de la oferta y la demanda. Y ya no hubo más campesinos sino daños
colaterales. Que hoy protesten con rabia contra el TLC, que a estas alturas de
la economía global –y para ser justos: ahora que los indicadores señalan que en
el país ha ido bajando la pobreza– no hayan conseguido ser competitivos, pone
incómodos a los tecnócratas que han gobernado la “hegemonía neoliberal” de
estos veinte años. Quizás les diga que el papel no lo aguanta todo. Quizás les
pruebe que ha sido un error enfrentar a “los labriegos” como a una colonia de
la República de Bogotá que no logra sobreaguar su miseria. Quizás les dé lo
mismo.
Son, en cualquier caso, días nuevos. El expresidente Uribe,
que persiguió el TLC con el fervor de un enemigo, se atrevió a solidarizarse
con el malestar de los campesinos: con qué cara. El presidente Santos, ese
indescifrable exministro de todos los gobiernos, fue capaz de declarar “el tal
paro nacional agrario no existe”, torpe o desalmado, confiando en que lo que no
se pronuncia no está allí. Y ser uribista o ser santista fue nomás cuestión de
gustos.
Toda la vida se dijo: “hasta que un día la gente se canse”.
Pues bien: ya fue. Los campesinos, cercados por los exorbitantes precios de los
insumos, pegaron su grito de auxilio en el Congreso: “no nos digan que tenemos
que ser competitivos porque nosotros nos matamos al sol y al agua”, dijeron,
“cómo se va a hacer ‘una paz’ cuando hay hambre”. Y el viernes pasado, tres
meses después, por fin perdieron la paciencia. Ciertos agentes del Esmad
quisieron someter a los manifestantes en Tunja, en Fusa, en Sibaté. Se
denunciaron saqueos, torturas, violaciones. Pero los agricultores no se dejaron
doblegar. Y el presidente de turno, de vuelta de su fin de semana, tuvo que
sentarse a hablar con ellos.
“El tal paro agrario” ha encauzado la indignación, la confusión
y el oportunismo que se dan tan bien aquí, pero al final, después de la
mitología y la violencia, sí que ha valido la pena. Porque ha puesto en claro
que un gobernante que merezca una pelea con un amigo pone la cara por los
errores y los logros de su tiempo; preserva a su sociedad con cambios de fondo
–con una verdadera inversión en educación y una política seria para el campo,
por ejemplo– en la selva de este librecambio que no anuncia reversa; y reconoce
en voz alta, sin las palabras devaluadas ni los titubeos de quien sólo está
jugando el juego del poder, que nada tiene que ver la caridad con la
administración de lo público: faltaba más que hubiera que darle las gracias a
un gobierno.
Ser uribista o ser santista es, pues, nomás cuestión de
gustos: quiera Dios, señor lector, que se pare algún tercero.
Tomado de el tiempo de Colombia
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