A 35 años del Juicio a las Juntas Militares
Con la sentencia del Juicio a las Juntas Militares la
sociedad sintió que la democracia había llegado en serio. No era todo, pero era
suficiente.
Los libros de historia, los noticieros, unos cuantos documentales y miles de periodistas pasaron buena parte de estos 35 años evocando el Juicio a las Juntas. Ese ayer, que vuelve cada tanto para hablarnos de un acto fundacional de la democracia argentina, fue –sin dudas– el primer paso para demostrarnos que nunca más toleraríamos un golpe. Que la democracia sería para toda la vida.
Exageradamente colocados en el patrimonio histórico del
país, los integrantes de la Cámara Federal que dictó la sentencia (Arslanián,
Gil Lavedra, Torlasco, Ledesma, Valerga Araoz y D`Alessio) y los dos fiscales
(Strassera y Moreno Ocampo) siempre forman parte de una celebración que olvida
la columna principal de aquel juicio llamado el Nuremberg argentino: casi ochocientos
testigos, mujeres y hombres, que dejaron en aquella silla de la calle
Talcahuano el desgarro, el dolor y el coraje de dar cuenta, en cinco meses de
audiencias, los relatos de aquella barbarie tan hitleriana como argentina.
Quienes cubrimos periodísticamente aquel Juicio a las
Juntas, jamás olvidaremos las dos horas de testimonio de Adriana Calvo,
sobreviviente de los campos de exterminio en el Sur bonaerense, que impregnaron
la sala de una verdad dolorosa y silenciada: secuestro, tortura, parto clandestino,
compañeros y compañeras de cautiverio que ahora se confirmaba estaban
desaparecidos, muerte. La veintena de abogados defensores privados que tenían
los nueve acusados (solamente Videla eligió un defensor oficial) no le hicieron
una sola pregunta a Adriana.
Invocar aquel juicio, ensancha siempre a nuestra sociedad
como tal. Cuando los seis jueces se dispusieron para dar a conocer una condena
(parcial), no sabían que eran la voz de un pueblo que pretendía que hablasen
por él. Mayoritariamente, la voluntad popular esperaba el juicio y castigo a
todos los responsables y había luchado, sobre todo en los tres años anteriores,
para que los asesinos no saliesen de la cárcel.
A la Argentina de entonces no le sobraba Justicia. Todo lo
contrario. Para diciembre de 1985 la mayoría de los juzgados y cámaras de
apelaciones del país estaban colmadas de jueces y juezas de la dictadura. La
voz del diván diría: “era lo que había”. Muchos se “acomodaban” a la época y
las circunstancias, entre ellos algunos de los juzgadores de las Juntas.
Ante los ojos del mundo entero se encontraba la prueba de
fuego. La única manera de comprobar si la democracia argentina iba en serio,
sería si se escuchaba una sentencia condenatoria para los máximos responsables
del golpismo y el genocidio.
Se olfateaba que no sería una sentencia para tirar cohetes.
Y así fue, no se tiraron.
Cuando el presidente de la sesión León Arslanián, leyó el
veredicto, cinco fueron condenados: Videla y Massera a prisión perpetua; Viola
a 17 años de cárcel, Armando Lambruschini a 8, Agosti a 4 años y seis meses.
Los demás absueltos, incluyendo el bochornoso nombre de Leopoldo Galtieri.
Además, Alfonsín había dejado a la cuarta Junta (1982-1983) fuera de este
juicio por razones que él se llevó como secreto a la tumba.
El murmullo general, pese a todo, fue de aprobación. Había –al
menos– un comienzo de justicia, luego de un recorrido de décadas de golpismo,
para la Argentina que siempre olvidaba.
Por entonces, pocos advertían que el aspecto trascendental
de la sentencia estaba debajo de todo. Era el punto 30 que ordenaba extender la
acción penal a los oficiales superiores y a los responsables operativos de la
represión. Se trataba de la base para el futuro.
Los organismos de Derechos Humanos, atentos a consecuencias
que luego llegarían, convocaron esa misma noche y los días siguientes a marchas
para repudiar las absoluciones y advertir que debían ser juzgados todos. Desde
un general hasta un cabo, todos.
Pertenecemos a la generación de argentinas y argentinos que
necesitábamos aquella sentencia. Muchas y muchos en todo el país aquella tarde
del 9 de diciembre apretábamos el puño a la espera de una voz que dijera
“culpables”. Por primera vez en el desarrollo del juicio la audiencia se
trasmitía por televisión en directo y con sonido (las anteriores jornadas no
fueron televisadas por orden de Alfonsín quien temía que la abundante
publicidad de los crímenes y el horror inquietara las aguas castrenses) y se
terminaban los resúmenes de medianoche con apenas una tibia imagen sin voz que
pasaban los informativos.
Los cobardes genocidas ese día no concurrieron a la sala de Tribunales en la calle Talcahuano. Uno fue la excepción. Pertenecía a la fuerza aérea. Se puso el uniforme, a sabiendas de que sería absuelto, y se mostró como aviador: Rubens Graffigna, integrante de la Junta Militar que había causado en 1982 la tragedia de una guerra en la que no combatió. Su gorra militar sobre la mesa, mientras escuchaba la sentencia, parecía la imagen de quien coloca un símbolo sobre un cajón. Quizás, definitivamente, perecía la dictadura.
Cuando Arslanián leyó las absoluciones, la más digna de las
personas allí presentes, tomó el pañuelo blanco, se lo puso sobre la cabeza y
enfiló para la puerta de salida. Era Hebe de Bonafini, quien había prometido
que ante el más leve perdón, se marcharía. Lamentablemente Arslanián, al verla
agarrar su emblemático símbolo blanco, ordenó a un subcomisario que
“procediera”, pero la velocidad de Hebe pudo más y se marchó ante la mirada de
los medios del país y el mundo que registraban su modo de protesta.
La foto de los seis jueces que dictaron el fallo los ha
mostrado siempre como hombres serios, bastante jóvenes, y preocupados por la
escena. Se diría que hasta parecen hombres buenos. No todos lo fueron. Con los
años, dos de ellos se convirtieron en defensores del mal: Valerga Araoz
defiende actualmente al gerente de la Mercedes Benz, Juan Tasselkraut acusado por
los crímenes de obreros de la empresa alemana en 1977. Ricardo Gil Lavedra,
defendió al ex juez de la dictadura Ricardo Lona, condenado por el secuestro y
la desaparición del ex gobernador de Salta, Miguel Ragone en 1976.
Pero pese a ello, el brillo viejo de aquella sentencia
ilumina las de estos días. Desde 2003, cuando se reanudaron los juicios por
delitos de Lesa Humanidad después de quince años de variada impunidad, más de
un millar de genocidas fueron condenados y no hay sentencia hoy que no contenga
la referencia al Juicio a las Juntas bajo su nombre jurídico: “la causa 13”.
Las juventudes que contemplan aquel 9 de diciembre de 1985 y
por alguna razón se emocionan, deben saber que el momento de celebración real
será el día en que podamos decir, éste es el último juicio. El día en que la
sentencia al último de los genocidas haya sido leída. No hay más impunes en la
Argentina. El primero importa y mucho. El último también. Tomado de carasy caretas de pagina 12
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