Sobreviví a... morir
en el fondo del mar
Sandra Bessudo sobrevivió a lo que los buzos llaman
comúnmente 'la borrachera de las profundidades'.
Foto: Cortesía Fundación Malpelo y Otros Ecosistemas Marinos
Sandra Bessudo perdió el conocimiento a más de 100 metros de
profundidad en la Polinesia Francesa.
A 40 metros de profundidad en el Océano Pacífico, Sandra
Bessudo Lion se topó por primera vez con ‘el monstruo’. Así le dicen comúnmente
en Colombia al tiburón Odontaspis ferox, tal vez por su atemorizante dentadura
y contextura más pequeña, pero similar a la del tiburón toro, un parecido
evidente que se conocía solo cuando el animal era atrapado en pesca. Esta fue
la primera vez que se vio con vida a este predador, no solo en la isla de
Malpelo sino en el mundo. Mientras Bessudo lo registraba con fotos y video, el
tiburón pasaba cerca y empezó a sumergirse. Ella, junto con su compañera de
buceo, Sandra Henao, decidió bajar y seguirlo hasta los 60 metros de
profundidad, donde divisaron otro ejemplar.
Tras ese encuentro, en 1989, Sandra Bessudo no pudo dormir
durante dos noches de la emoción, e investigar a este raro tiburón de
profundidad se le convirtió en una obsesión. Esto implicaba bucear con
frecuencia a 60 metros en Malpelo, actividad que hacía sin problema a pesar de
los riesgos que conllevaba zambullirse tan hondo. En algunas ocasiones –cuenta-
sobrepasó ese límite porque ‘el monstruo’ bajaba hasta los 70 metros. Se sentía
confiada de cómo reaccionaba su cuerpo a gran profundidad, tenía buen consumo
de aire, hacía las paradas de descompresión sin ninguna dificultad. Y así, casi
sin inconvenientes, fue el panorama durante los años que hizo buceo profundo.
En esta actividad existen reglas muy claras que les enseñan
a todos los submarinistas. Nunca entrar al agua sin un compañero es esencial,
pero sobretodo no pasar los límites de profundidad, porque ir más allá es
quizás irse al más allá. Si se violan estos límites o no se respeta el programa
estipulado para cada inmersión, existe mayor riesgo de contraer una narcosis, o
la ‘borrachera de las profundidades’ como también se le conoce, que consiste en
una intoxicación similar a la del alcohol, pero que, según la profundidad,
puede ocasionar alteraciones en el juicio, mareos, euforia, alucinaciones y
hasta la pérdida del conocimiento.
A grandes rasgos, Bessudo explica esta narcosis de la
siguiente manera: en el aire tenemos 21 por ciento de oxígeno, 78 por ciento de
nitrógeno y un 1 por ciento de otros gases. El aire que respiramos en los
tanques de buceo es aire comprimido. El oxígeno es el que necesitamos para
vivir y el nitrógeno, así como lo respiramos en este momento -en tierra-, lo
botamos y no tiene ninguna consecuencia. Pero cuando estamos buceando, ese
nitrógeno tiende a acumularse en los tejidos, y con la profundidad -a causa de
la presión-, es el responsable de la narcosis. El nitrógeno es el que hace que
cada diez metros de profundidad te sientas como si te tomaras un martini. Eso
quiere decir que a 30 metros te ‘tomaste’ tres martinis.
Todas estas normas del buceo Sandra las conoce más que bien;
toda su vida ha estado vinculada a ese mundo subacuático: a los cuatro años sus
padres le pusieron una careta y unas aletas para que viera los arrecifes de
coral. En esa niñez tuvo la oportunidad de conocer a Jacques Cousteau aunque
fuera por un breve instante. A los nueve años tuvo su primera experiencia de
buceo con tanque en las Islas Vírgenes. Lo volvió a hacer a partir de los 12
años y con mucha más rigurosidad a los 15. A los 19 años ya era instructora de
buceo y a los 28 empezó sus exploraciones a más de 60 metros. En ese proceso se
graduó de Biología Marina.
‘Vi una luz blanca que me apagó el cerebro’
Tikehau es un atolón del archipiélago de Las Tuamotu, en la
Polinesia Francesa. Es un territorio casi circular de 26 kilómetros de
diámetro, con una superficie total de 20 kilómetros cuadrados. Un punto
diminuto en el planeta donde abundan rayas, tiburones grises, barracudas y
muchos peces que aportan a la economía del lugar. Es también el paraje donde
vive Yvès Lefevre, reconocido camarógrafo submarino y naturalista, y padre del
hijo de Sandra Bessudo.
Transcurría el año 2002 y ella llevaba un mes en ese
paradisíaco sitio cuidando a Suani, su hijo de dos años. Esta misión ocupaba la
mayoría de su tiempo y por eso sus chances de ir a bucear eran muy pocos. Pero
esa posibilidad llegó: ella y tres buzos profesionales más iban a hacer una
inmersión y Lefevre iba a cuidar a su hijo en el bote. No obstante, él decidió
que también iba a bucear, entonces el pequeño Suani terminó bajo el cuidado del
lanchero, una persona totalmente desconocida para ella.
La decisión de Lefevre hizo enfurecer a Bessudo. Y con esa
ira se metió al mar. En la medida de lo posible, cualquier persona debe
abstenerse de bucear si se encuentra angustiado, si no ha dormido bien, si ha
tomado trago en las últimas horas o si está enojado. “Son otras de las
recomendaciones” en este deporte, aclara.
El plan era el siguiente: hacer un buceo profundo a través
de una plataforma, entrar a una caverna, salir y subir. La parte más alta de la
cueva estaba situada a 80 metros de profundidad y la más honda a 100. Y al
salir de la caverna había una pared que descendía hasta los 1.200 metros.
“Como ya habíamos buceado a 80 metros de profundidad varias
veces, yo estaba totalmente confiada. Y los buzos con los que iba eran también
expertos que ya habían ido a ese sitio en varias ocasiones, y simplemente era
cuestión de pasar muy a ras, por arriba -de la cueva-, y luego volver a coger
la plataforma y subir”.
Ella entró de mal genio a un mar transparente. La calidad
del agua era totalmente diferente a la del pacífico colombiano, donde es más
turbia, hay menos visibilidad y, por lo tanto, tal vez se es más cuidadoso, tal
como ocurre en el momento en que alguien camina en un espacio sin luz. Cuando
el agua es tan clara “no logras realmente ver la diferencia de profundidad,
porque ves ‘el cielo del agua’ muy cerca”, asegura Bessudo.
Mientras pasaban por la cueva, Yvès Lefevre iba muy pegado a
la parte superior y con sus aletas estaba rozando los corales del ‘techo’.
Sandra, consciente de lo frágil que son estos seres marinos, le hizo una señal
para que tuviera cuidado de no ir a dañar los corales. Acto seguido bajó un
poco más para no rozar la pared.
Saliendo de la cueva ella empezó a ver tiburones. Un frenesí
de incontables tiburones grises que pasaban, iban y venían. Era una alucinación
propia de un estado de narcosis. Y nadó hacia donde estaban los tiburones...
‘Mi siguiente visión fue una luz blanca que me apagó el
cerebro’, recuerda.
Lefevre se dio cuenta de que Sandra estaba más abajo e iba
cayendo lentamente. Con el riesgo inminente también de perder el conocimiento,
él la agarró fuertemente mientras inflaba su chaleco y empezó a subir.
“Me desperté a los 35 metros de profundidad. Él me tenía en
frente, y me percaté de la mirada que me estaba haciendo. Sentía que tenía
sangre en la boca, pero realmente no era sangre sino agua, que ya me había
empezado a entrar en la boca porque uno deja de respirar”.
En ese momento ella miró su computador, que decía: 112
metros. SOS-SOS-SOS.
Sandra Bessudo se ‘descolgó’ de 80 a 112 metros de
profundidad en un atolón de la Polinesia Francesa. En esa inmersión pudo haber
muerto junto con el papá de su hijo, y dejarlo huérfano en la superficie. Pero
sobrevivió.
¿No volver a bucear nunca?
Llegar al bote les costó a ambos largas paradas de
descompresión. Bessudo menciona que para evitar una enfermedad de descompresión
permanecieron por casi dos horas a una profundidad de cinco metros.
“Yo ese día dije: ‘no voy a volver a poner un pie en el
agua’, pero él – Yvès- me obligó a entrar al agua al día siguiente. Me dijo:
‘si tu no buceas hoy, no lo volverás a hacer nunca más en la vida’”. Y así fue.
Horas después de casi morir ahogada, Sandra Bessudo volvió a bucear. Desde
luego, en condiciones calmadas, donde por lo menos se veía el fondo.
El incidente en Tikehau se convirtió en un pensamiento
recurrente por mucho tiempo. Ella admite que hay cosas con las que todavía
tiene que lidiar, como la incomodidad y la angustia que le pueden generar los
buceos en el azul, donde no se ve el fondo. Asimismo, reconoce que ha tenido
momentos bajo el agua en que no sabía si lo que estaba buceando era real o
falso, e incluso no sabía si estaba viva o muerta.
Haber encontrado al Odontaspis ferox y el posterior quite a
la muerte en un ambiente hostil le permitió apoyar, desde su rol de directora
en la Fundación Malpelo, una reglamentación de profundidades en el Santuario de
Fauna y Flora Isla Malpelo, sitio proclamado como Patrimonio de la Humanidad
por la Unesco en 2006. Aprendió que el exceso de confianza puede ser
contraproducente y, sobretodo, que no hay que rebasar los límites que le han
enseñado. Por eso cuenta por primera vez esta historia a un medio de
comunicación, para que no haya más muertes de buzos en aguas profundas.
Ha visto como pocos en el mundo las maravillas de la vida
submarina: la inmensidad de las ballenas, la rapidez del pez vela, las escuelas
de tiburones martillo, la majestuosidad del gran tiburón blanco y,
recientemente, ha estudiado al tiburón zorro. Por fortuna para ella, todavía
hay muchas inmersiones más.
LUIS E. QUINTANA BARNEY - TOMADO DE EL TIEMPO DE COLOMBIA
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