Células de ayer,
hoy y siempre
Por Jorge Forno
Hipótesis sobre
el origen de la vida hay muchas, pero son escasas las que gozan de credibilidad
entre los científicos, que hace años se vienen ocupando del asunto con
propósitos variopintos. Cada hallazgo en este terreno aporta al objetivo de
satisfacer la curiosidad acerca de cómo eran aquellas viejas células del ayer.
Y también proporciona modelos posibles para la búsqueda de vida extraterrestre
y la biología sintética.
Hay acuerdo de
que la vida en nuestro planeta surgió en forma de organismos unicelulares.
Comprender cómo se formaron las primeras células en las muy extremas
condiciones ambientales que imperaban en la Tierra hace miles de millones de
años no es para nada sencillo. Y más difícil aún es entender cómo aquellas
primitivas formas de vida pudieron reproducirse y evolucionar como lejanos
antecesores de los organismos vivos de hoy. Es que los sufridos organismos
pioneros debieron arreglárselas para vivir y reproducirse en ambientes muy
hostiles, y resulta clave entender los mecanismos que les permitieron salir
airosos de tales desafíos.
LOS CAMINOS DE
LA VIDA
Casi todos los
investigadores sitúan el primer hito en la historia de la vida hace unos 4400
millones de años. Se supone que fue entonces cuando la tumultuosa atmósfera
terrestre reunió las condiciones necesarias para que el agua se condensara
formando océanos y mares.
En 1924 –justo el
año de la muerte de Lenin– un biólogo ruso llamado Aleksandr Oparin promovió la
idea de que el origen de la vida en nuestro planeta había sido resultado de una
evolución de sustancias químicas a partir de moléculas basadas en el carbono
que se encontraban en la masa de los océanos.
Temperaturas
extremas, radiación ultravioleta y portentosas descargas eléctricas
constituyeron para Oparin un caldo de cultivo asombrosamente reactivo –quizá
como una metáfora relacionada con la situación política soviética de esos tiempos–
que dio lugar a la formación de las primeras moléculas orgánicas. El proceso
descripto por el científico ruso en su teoría habría requerido la nada
despreciable cifra de entre uno y dos mil millones de años para que la vida
–tal como la entendemos hoy– apareciera en la Tierra. Una magnitud de tiempo
inabordable en términos humanos, que hizo que los científicos apelaran a una
alta dosis de creatividad para tratar de probar las afirmaciones de Oparin.
BASTA DE SOPA
En 1952 Stanley
Miller y Harold Clayton Urey, de la Universidad de Chicago, intentaron generar
en el laboratorio condiciones parecidas a las que se dieron en la Tierra hace
millones de años. En ese medio experimental –por cierto para nada amigable–
insertaron un cóctel de compuestos orgánicos, basados principalmente en
carbono, nitrógeno e hidrógeno, conocido como sopa o caldo primordial. Luego de
someter ese caldo a una batería de furibundas descargas eléctricas,
temperaturas inusualmente extremas y radiación ultravioleta, obtuvieron
estructuras simples de ARN, que podrían ser los precursores de la estructura
genética de la vida. Los investigadores de Chicago habían logrado una
experimental tormenta perfecta para que la teoría de Oparin ganara puntos entre
los científicos y fuese mayoritariamente aceptada.
Sin embargo, en
1997 el científico alemán Günter Wächtershäuser planteó una hipótesis más
osada. Según Wächtershäuser, la teoría del caldo primordial no encajaba en las
condiciones geológicas y ambientales que se supone reinaban hace cuatro mil
millones de años en la Tierra.
LAS BACTERIAS
DE ANTES NO USABAN GENES
Wächtershäuser
propuso que las primeras formas de vida poseían un tipo de metabolismo no
basado en la genética. Desde esa perspectiva, la vida se habría originado en
ambientes de elevadísima temperatura, cercanos a las fuentes hidrotermales.
Estos antiquísimos microorganismos parecen auténticos outsiders respecto de las
formas de vida mayoritariamente aceptadas en la actualidad.
Según esta
teoría, las primeras formas de vida serían unas poco sofisticadas pero muy
eficientes protocélulas formadas por aminoácidos y lípidos. Sus componentes
provendrían de ingredientes como ácido acético, compuestos amoniacales y el
aporte de minerales como el hierro, el azufre y el níquel. Prescindiendo de la
genética, estas formas de vida se reproducirían dividiéndose por algún
mecanismo físico y serían más parecidas a una burbuja lipídica que a un
organismo hecho y derecho. Luego, con el paso de millones de años, las células
pudieron ir adquiriendo una mayor complejidad metabólica, producto del arsenal
de sustratos y de catalizadores que tenían a su disposición, dando lugar a
organismos más parecidos a las actuales bacterias.
Wächtershäuser no
sólo se ocupa de la biología celular. También es un especialista en patentes y,
en este terreno, conocer cómo funcionan las bacterias más simples pone sobre el
tapete intereses políticos y comerciales. La discusión sobre la propiedad del
conocimiento científico se entremezcla con los esfuerzos de la biología
sintética para diseñar en el mediano plazo organismos más sencillos y a la vez
eficientes para la producción industrial de productos biológicos o la limpieza
de contaminantes. La aceptación generalizada de su teoría permitiría conformar
un espacio para la investigación científica, pero también aportaría elementos
para configurar un marco legal acerca de qué se considera vida y qué es
patentable en ese terreno.
CUESTION DE
TAMAÑO
A principios de
2013 un grupo de investigadores de la Universidad de Newcastle ensayaron una
explicación de un mecanismo de división bacteriana que puede resultar
concordante con los postulados del científico y patentólogo alemán.
En un artículo
publicado en la revista Cell mostraban que los mecanismos de reproducción de
las bacterias más elementales –que como las de la teoría de Wächtershäuser no
cuentan con una pared celular similar a la de sus parientes más evolucionadas–
no eran biológicos o genéticos sino físicos.
En verdad todo se
trataría de una cuestión de tamaño. Simplificando brutalmente, podemos decir
que cuando su superficie era demasiado grande a estos microorganismos no les
quedaba más remedio que dividirse. Acorde con los tiempos que corren, el
experimento no sólo fue publicado sino grabado, subido a la red y reproducido
en miles de computadoras en todo el mundo.
AL EXTREMO
Pero hay más. Un
equipo internacional de científicos encontró recientemente vida microbiana en
uno de los lugares más inhóspitos del planeta. Se trata de las fosas de las
islas Marianas, un escenario dantesco ubicado en el Océano Pacífico a once mil
metros de profundidad. Las bacterias que crecen allí resisten ambientes para
nada apacibles –como los postulados por Wächtershäuser– pero muy fríos en lugar
de cálidos.
En un artículo
aparecido en la edición de marzo de 2013 de la revista Nature Geoscience se
explicaba que a partir de muestras recogidas a distancia en el lecho de las
fosas se puede inferir la presencia de vida en ese sitio sometido a formidables
presiones y carente de luz.
Los hallazgos en
torno de las formas de vida en condiciones extremas –las originarias de hace
miles de millones de años o las actuales– vienen como anillo al dedo para la
búsqueda de vida extraterrestre. Gracias a ellos, la astrobiología cuenta con
una galería de modelos cada vez más amplia en los que basar su titánico
trabajo, orientado a rastrear en mundos más o menos lejanos formas de vida que
puedan probar o refutar las hipótesis sobre si estamos o no solos en el
Universo. Una cuestión tan inquietante como la que se refiere al origen de la
vida terrestre.
Tomado de pagina
12 de ar
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