Por Atilio A. Boron
Este 10 de diciembre se conmemora el Día de los Derechos
Humanos, que coincide con el 70º aniversario de la Declaración Universal de
Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en
1948. En la Argentina ese día tiene además otro significado porque recuerda
cuando, en 1983, Raúl Alfonsín asumió la primera magistratura del país dando
inicio al proceso de recuperación democrática. A 35 años de distancia el
balance de este largo período no permite incurrir
en ningún tipo de
autocomplacencia. Veamos.
Para comenzar, la estabilidad institucional nunca estuvo
garantizada y lo que muchos suponían que sería una transición más o menos breve
que culminaría en una democracia plenamente consolidada pecaron de ilusos. Subestimaron,
cuando no negaron por completo, el papel reaccionario de las clases dominantes
(que en ninguna parte son partidarias de la democracia) y del imperialismo
norteamericano, que comparte esa visión y esos intereses de las plutocracias
autóctonas. Es por eso que después de tanto tiempo transcurrido aún seguimos
laboriosamente transitando el camino hacia una democracia plena y digna de ese
nombre.
Veamos: Alfonsín tuvo que hacer entrega del mando
presidencial cinco meses antes de lo previsto, el 8 de Julio de 1989, en medio
de una caótica situación económica y un estallido social de proporciones. En
diciembre del 2001 la implosión del modelo neoliberal, implantado por el
menemismo y potenciado por la Alianza, provocó una gravísima crisis
institucional –además de económica y social– y entre el 21 de diciembre del
2001 y el 1º de enero del 2002 se sucedieron en la primera magistratura cinco
presidentes: el renunciante Fernando de la Rúa, seguido por Ramón Puerta,
Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Caamaño y, finalmente, Eduardo Duhalde, quien
restablecería un precario orden económico e institucional cuyos dos signos más
evidentes fueron el saqueo de los bancos a sus ahorristas en pesos-dólares y un
enorme aumento de la desocupación acompañada por un desplome de los ingresos de
los asalariados. La situación comenzó a normalizarse hacia comienzos del 2003,
y se alcanza una significativa estabilización con la llegada a la Casa Rosada
de Néstor Kirchner en mayo de ese año.
En ese punto comenzó un “ciclo progresista” que duraría
hasta el 9 de diciembre del 2015, luego de lo cual un gobierno de derecha
embarcó al país en un proyecto de reestructuración neoliberal que se asemeja
demasiado a un escarmiento, o a una venganza por los “desvaríos populistas” del
kirchnerismo, según dicen sus ideólogos y publicistas. En poco tiempo el
gobierno de Cambiemos produjo una hecatombe económica y social pocas veces
vista en la historia argentina: acelerado endeudamiento externo para financiar
la fuga de capitales de los amigos del régimen, tasas de interés por encima del
60 por ciento anual, recesión económica, bancarrota de pequeñas y medianas
empresas, inflación descontrolada, fenomenal aumento en las tarifas de los
servicios públicos y las naftas, desvalorización del peso, aumento del
desempleo, caída del salario real y de la remuneración de jubilados y
pensionados, desinversión educativa y en el terreno de la ciencia y la tecnología
todo ello acompañado por exenciones tributarias para las grandes empresas y los
sectores más ricos de la sociedad argentina y un absoluto sometimiento
neocolonial a los dictados del FMI y la “comunidad financiera internacional”,
eufemismo para no hablar de paraísos fiscales, evasores seriales, contratistas
corruptos y otros sujetos del mismo tipo. Técnicamente hablando hoy la
democracia argentina está cogobernada por una coalición que tiene un socio
principal, el FMI, y un mayordomo local, Cambiemos, que simplemente obedece las
órdenes que emite la señora Christine Lagarde, directora gerente de aquella
institución. Aparte de ello, el gobierno de nuestra democracia ha arrasado
algunos de los principios fundamentales del Estado de Derecho (entre ellos, la
presunción de inocencia o el encarcelamiento sin juicio previo o con muchos
procesos judiciales insanablemente viciados de nulidad) y exhibe un manifiesto
contubernio con la Justicia Federal que utiliza a mansalva el “lawfare”, es
decir, el sicariato judicial, para maniatar a las figuras que causan molestia
en la Casa Rosada. Un gobierno supuestamente democrático que destruyó la
televisión y la radio públicas y que desató una verdadera cacería de brujas en
los medios de comunicación, cuya asfixiante uniformidad de perspectivas y
contenidos editoriales –con escasas y débiles excepciones– es absolutamente
incompatible con un régimen pretendidamente democrático. El “pensamiento único”
impera en la Argentina de Mauricio Macri, con la complicidad de quienes se
autoproclaman como custodios de la república y las libertades democráticas y
que procuran no ver lo que es evidente hasta para un ciego.
El pobre desempeño de la democracia Argentina queda también
evidenciado, en el terreno duro de la economía, cuando se constata que la
proporción de personas por debajo de la línea de la pobreza es en la actualidad
mayor que la que existía en 1983, y que lo mismo ha ocurrido con la brecha de
ingresos entre el decil superior y el decil inferior de la distribución del ingreso.
Es decir, contrariamente a lo que creía y pregonaba de buena fe Raúl Alfonsín
que “con la democracia se come, se cura, se educa” la experiencia histórica
demuestra que no ha sido ese el caso. Tamaña frustración del proyecto
democrático lejos de ser un rasgo idiosincrático de la Argentina se reproduce,
en mayor o menor medida, en muchas otras democracias. Es por ello que no sólo
autores inscriptos en la tradición socialista sino mismo quienes provienen de
algunas corrientes del pensamiento liberal democrático –como Sheldon Wolin,
Jeffrey Sachs, Colin Crouch o Peter Dale Scott, para ni hablar de gentes como
Noam Chomsky, James Petras o Michael Parenti– han planteado la necesidad de
abandonar ese término: democracia, para definir los sistemas políticos de varios
países del capitalismo avanzado, comenzando por Estados Unidos, y utilizar en
su reemplazo la palabra “plutocracia”, es decir, gobierno de los ricos, por los
ricos y para los ricos (o de los mercados, por los mercados y para los
mercados) como una forma de describir precisamente la naturaleza de aquellos
regímenes. Como lo hemos demostrado en nuestro Aristóteles en Macondo, ya el
gran pensador griego había definido a la democracia como el gobierno de los más
en beneficio de los pobres. Y si algo debe hacer un gobierno democrático es
trabajar incansablemente para reducir la desigualdad económica y social y
propender al bienestar de las grandes mayorías. La evidencia muestra que en
países como Estados Unidos, buena parte de los europeos –¿no protestan acaso
contra el vaciamiento de la democracia los “chalecos amarillos” de Francia y,
antes, el 15 M en España?– y la casi totalidad de los de América Latina las
desigualdades se acrecentaron y dieron nacimiento a sociedades más injustas y
opresivas que las que les precedieron. Por eso, a 35 años de iniciada la
“transición democrática” en la Argentina es preciso reconocer que, en términos
sustantivos, de justicia distributiva, lejos de construir una buena sociedad se
produjo exactamente lo contrario. No hay motivos para la autocomplacencia ante
lo que con mucha benevolencia hoy podría caracterizarse como una democracia de
muy baja intensidad, o una “democradura” (volátil mixtura de algunos rasgos
superficiales de la democracia con otros de raíz profundamente dictatorial),
donde incluso el proceso electoral mismo está viciado por las nefastas
influencias de los mercados y del descontrol de los medios. No está demás
recordar aquí una frase de Fernando H. Cardoso –el de sus mejores tiempos,
claro–, cuando en los inicios de las transiciones democráticas latinoamericanas
escribiera que “sin reformas efectivas del sistema productivo y de las formas
de distribución y de apropiación de riquezas no habrá Constitución ni Estado de
Derecho capaces de eliminar el olor de farsa de la política democrática”. Y ese
olor no ha hecho sino tornarse más nauseabundo con el paso del tiempo. El
avance de la ultraderecha en Estados Unidos, Europa y algunos países de América
latina así lo demuestra. Por eso, que la conmemoración de estos 35 años sin
golpes militares no nos haga perder de vista el carácter letal del “golpismo
permanente” de los mercados y los medios de comunicación que han conspirado sin
cesar para impedir la construcción de un orden genuinamente democrático. // TOMADO DE PAGINA 12 DE AR
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