Belo Monte y cómo no producir energía en el siglo XXI
El proyecto energético más importante de Dilma Rousseff está
asociado con corrupción y grandes impactos socioambientales ASTRID PUENTES
RIAÑO
El 12 de diciembre de 2015, la represa Belo Monte, en
Brasil, comenzó a ser llenada. El proyecto más importante del programa
energético de la presidenta Dilma Rousseff es también un monumento a cómo no
debe producirse energía en el siglo XXI. Además de su alto costo, la represa
está asociada con corrupción y grandes impactos socioambientales. Belo Monte
sería la tercera represa más grande del mundo. Se construye al noreste de
Brasil, en el río Xingú, afluente clave del Amazonas. Produciría en promedio
solo la tercera parte de su capacidad máxima. Inundará 516 km2 (el tamaño de la
ciudad de Chicago) de bosque amazónico, áreas cultivables y zonas urbanas de
Altamira, Pará. “…el gobierno y la sociedad brasileños no toleran y no
tolerarán la corrupción. La democracia brasileña se fortalece cuando la
autoridad asume el límite de la ley como su propio límite. Muchos de nosotros
luchamos para eso justamente cuando las leyes y los derechos fueron
vilipendiados durante la dictadura…”, dijo Rousseff ante la Asamblea de
Naciones Unidas en septiembre pasado. Habló de incluir las “cuestiones de las
comunidades indígenas” en los compromisos climáticos del país. También en
septiembre, la casa de doña Antonia Melo en Altamira fue demolida por Norte
Energía, consorcio constructor de Belo Monte. Antonia lidera el Movimiento
Xingú Vivo para Siempre que defiende los derechos de los habitantes de la
cuenca del Xingú. La de Antonia es una de las cerca de 3,000 familias
desplazadas por una represa que afectará a 40,000 personas en total, muchas de
ellas indígenas. El 24 de noviembre de 2015, la autoridad ambiental autorizó la
operación de Belo Monte pese al incumplimiento de condicionantes
socioambientales esenciales e ignorando dictámenes técnicos ambientales y de la
autoridad de protección de los indígenas. Desde 2011, cuando la construcción
comenzó, varias comunidades indígenas han sufrido daños serios a su salud,
integridad, territorio y cultura. Éstos han empeorado ante la proximidad de la
operación de la represa. Los servicios públicos, incluyendo los de centros de
salud y de atención a la niñez —de por sí precarios—, colapsaron. La violencia
creció exponencialmente: los asesinatos se duplicaron, los accidentes de
tránsito aumentaron 144% y la violencia sexual y prostitución estallaron,
afectando a niñas y adolescentes sin que las denuncias al respecto sean
atendidas. Aunque se entregaron más de 2,600 viviendas a las familias
desplazadas, éstas denuncian defectos estructurales, falta de transporte
público y servicios esenciales. Las casas no tienen conexión al alcantarillado,
una de las condicionantes de la licencia. El discurso de Rousseff resulta
paradójico frente a la realidad. Ella fue víctima de la dictadura, pero ahora
usa recursos de ese régimen para implementar Belo Monte. El Ministerio Público
Federal presentó más de 20 demandas contra el proyecto y jueces ordenaron la
suspensión de sus obras en al menos seis ocasiones. Dichos fallos fueron
anuladas por petición del gobierno de Rousseff, aplicando la suspensión de
seguridad, intrumento legal irónicamente creado por la dictadura. La última vez
fue en enero pasado cuando el Tribunal Federal de Justicia suspendió el llenado
de la represa por el incumplimiento de obligaciones referidas a la protección
de las comunidades indígenas. El fallo fue anulado día después. La corrupción
también salpicó al proyecto. Según confesaron ejecutivos de las empresas
Camargo Correa y Andrade Gutiérrez, se pagaron sobornos millonarios para su
implementación. El tema es parte de Lava Jato, la mayor investigación contra la
corrupción de la historia de Brasil. Los impactos de Belo Monte han sido
denunciados ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y
Naciones Unidas. Las respuestas fueron lentas o inexistentes. En abril de 2011,
la CIDH urgió a Brasil suspender las obras por la falta de consulta libre,
previa e informada con las comunidades indígenas. La reacción de Brasil fue
contundente: retiró su candidato a la CIDH, a su embajador ante la OEA, dejó de
enviar sus aportes anuales a ese organismo e inició un proceso de
“fortalecimiento” del Sistema Interamericano que terminó reformando el
reglamento de la Comisión. La CIDH dejó de pedir la suspensión de obras, pero
sí acciones urgentes para proteger a las comunidades indígenas afectadas. En
2011, éstas demandaron a Brasil y cuatro años después, en diciembre de 2015, la
Comisión inició el trámite del caso. Ese organismo podría priorizar el caso,
tomar una decisión pronto y evitar mayores daños. Como dice doña Antonia, la
lucha continúa. Rousseff aún puede demostrar que su gobierno no tolera la
corrupción y que, a diferencia de la dictadura, no vilipendia las normas. La
CIDH y otras autoridades tienen la oportunidad histórica de exigir respetar los
derechos humanos y ayudar a que los países alcancen un desarrollo que no
sacrifique las personas. Deben hacerlo pronto, pues Belo Monte ya esta
llenándose. * Astrid Puentes Riaño es codirectora de AIDA, Asociación
Interamericana para la Defensa del Ambiente. @AIDAespanol, @astridpuentes. Tomado
de el pais sugerido en envio de red foroba
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