jueves, 21 de marzo de 2019

FASCISMO SE PRESENTA CON NUEVAS FORMAS en las decadentes democracias


Una visión desde el psicoanálisis sobre el ascenso de las derechas
Los nuevos modos del fascismo en las democracias occidentales
El fascismo actual no es igual al que existió tras la Primera Guerra Mundial. El rasgo común es la xenofobia y la defensa de formas autoritarias. Pero el de ahora es una respuesta a la crisis del capitalismo tardío, no para superarlo, sino para afirmar las condiciones de sometimiento.
Debemos reconocer que el fascismo está de regreso. Con esta afirmación consideramos los modos del fascismo en las democracias occidentales que en la actualidad no reproducen aquel que existió luego de la primera guerra mundial. Designamos con el termino “modos del fascismo” al ascenso de las derechas radicales en diferentes partes de Europa y América. Un rasgo común, desde los movimientos neonazis a los diferentes partidos de la derecha, es la xenofobia y la defensa de formas autoritarias. Creemos que no es posible asimilar las características disímiles de todos estos grupos con una palabra como “posfascismo” o “neofascismo” ya que su particularidad es responder desde el fascismo de las diferencias a la crisis que genera el capitalismo tardío; pero no para superarlo, como en los fascismos clásicos, sino para afirmar las mismas condiciones de sometimiento.
El fascismo clásico: la búsqueda de una comunidad homogénea 
“Todos somos nacionalsocialistas –siguió diciendo–; somos SS al servicio de nuestro Volk y de nuestro Führer. Les recuerdo que Führerworte haben Geserzeskraft, la palabra del Führer tiene fuerza de Ley. No tienen que caer en la tentación de ser humanos”... “Los judíos a quienes hay que ejecutar son unos asociales que no valen nada y que Alemania no puede tolerar. Incluiremos también a los pacientes de los manicomios, a los gitanos y cualquier otra persona que no valga lo que come. Pero vamos a empezar por los judíos.”
Jonathan Littell, Las Benévolas
El ascenso del fascismo tiene lugar en Europa durante las décadas de 1920 y 1930. Después del colapso del orden liberal y ante el avance de las fuerzas revolucionarias socialistas que habían triunfado en Rusia, se presenta como una alternativa que anunciaba la utopía del “hombre nuevo” que iba a reemplazar las democracias liberales decadentes para defenderlas de la barbarie “judeo-comunista”. Mussolini anunciaba el renacimiento del Imperio Romano y Hitler el advenimiento de un nuevo Reich que duraría mil años en la que el pueblo, el Volk alemán, viviría en una fraternidad social.
Una de las bases del fascismo clásico es el antisemitismo. El odio a los judíos es su razón de ser. Pero no ya un antijudaísmo basado en los prejuicios religiosos, sino en un antisemitismo sostenido en el positivismo biológico que establecía que los seres humanos se dividían en razas superiores e inferiores. En Francia, desde el affaire Dreyfus, importantes sectores de la población se convirtieron en antisemitas; en Alemania era el eje de la visión nacional-socialista; la Italia fascista en un comienzo le dejaba al Vaticano el monopolio del antijudaísmo hasta que Mussolini promulgó en 1938 una legislación racial antisemita. En España, donde ya no había judíos, pues habían sido expulsados por la Inquisición, la propaganda franquista agitaba la relación entre los judíos y los “rojos” enemigos del nacional-catolicismo. Pero debemos destacar que en Europa y gran parte del mundo occidental, el antisemitismo fundado en las ciencias positivistas tenía una gran legitimidad. Este llevaba a procesos de subjetivación que producían efectos en las diferentes culturas nacionales desde múltiples variantes. Lo que agitaba el fascismo era que los judíos debían ser considerados socialmente extranjeros para las naciones europeas. Además debía considerarse que su inteligencia los había puesto en el centro del capitalismo donde su racionalismo calculador los llevaba a destruir las viejas culturas a través de la revolución socialista. De allí que el fascismo es una respuesta del gran capital ante la crisis capitalista que no se sentía defendido por las instituciones liberales democráticas. El fascismo es racista por definición: su objetivo es afianzar el miedo al diferente. De esta manera lleva a cabo una estatización de la vida económica, política, social y cultural. Ésta se sostiene en un gobierno totalitario donde predomina la adopción de uniformes, el lenguaje militar y el uso de los símbolos patrióticos para adoctrinar a la población.
Umberto Eco afirma que la palabra “fascismo” se fue convirtiendo en una sinécdoque que se usa para disímiles manifestaciones de totalitarismo, tanto en Europa como en América. En 1995 escribe un texto donde describe 14 características de lo que llamó “el Fascismo Eterno”. Esto no significa que todas ellas puedan organizarse en un sistema; pero basta que una de ellas esté presente para permitir que el fascismo se desarrolle. Vamos a enunciarlas: 1°) El culto a la tradición; 2°) El rechazo a lo moderno; 3°) El culto de la acción por la acción: “La acción es hermosa en sí misma y debe ser llevada cabo sin cualquier reflexión previa. Pensar es una forma de castración.” Un fascista autóctono, el militar Aldo Rico que organizó un golpe contra el gobierno de Alfonsín, decía “que la duda es una jactancia de los intelectuales”; 4°) El desacuerdo es una traición; 5°) Miedo a la diferencia; 6°) Apelación a la frustración social: “Una de la características más típicas del fascismo histórico fue el llamado a una clase media frustrada, una clase que sufre de una crisis económica o sentimientos de humillación y que está asustada por la presión de grupos sociales más pobres”; 7°) La obsesión con una conspiración: “La forma más fácil de resolver la conspiración es apelar a la xenofobia”; 8°) La humillación por la riqueza y la fuerza de sus enemigos; 9°) El pacifismo es el comercio con el enemigo; 10°) Desprecio por los débiles; 11°) Todo el mundo es educado para convertirse en héroe; 12°) Machismo y militarismo; 13°) El populismo selectivo; 14°) El Fascismo Eterno habla una especie de neolengua: “Todos los libros escolares nazis o fascistas utilizaron un vocabulario particular.”
Si bien estas características que resume Umberto Eco definen con claridad el fascismo clásico, hay un aspecto que nos interesa destacar: su concepto de comunidad; ya que nos permite entender los modos actuales del fascismo en las democracias occidentales.
En el año 1930, cuando el fascismo todavía era un proyecto que se estaba afirmando, Georges Bataille escribió un texto muy poco conocido donde desarrolla este tema: El Estado y el problema del fascismo. Sus reflexiones no se ocupan tanto de la violencia o de la administración estatal del exterminio, sino sobre el proyecto comunitario que propone el fascismo. Allí sostiene que su expansión se explica por proponer un programa para la comunidad; su triunfo es el de representar a los descontentos para ser la expresión política de una comunidad que se piensa acabada y homogénea. Para Bataille, la homogeneidad consagrada en las sociedades fascistas no es sino el efecto de una heterogeneidad vivida como imperfección y carencia. La necesidad de asimilar, primero y de eliminar después lo heterogéneo es lo que se impone en la comunidad heterogénea: “solo el rechazo de las formas miserables tiene, para la sociedad homogénea, un valor constante universal”. Pero el acto de exclusión de las formas consideradas miserables asocia necesariamente la homogeneidad con las formas imperativas. De hecho, la sociedad homogénea utiliza las fuerzas imperativas contra los elementos más incompatibles con ellas. Como se plantea en el texto de introducción al libro de Bataille, el sentimiento de pertenencia a una comunidad cerrada protege al individuo de aquello que amenaza su propia integridad: el contacto con lo otro, con lo extraño, con lo desconocido. Lo que más teme el individuo es su propia muerte, o lo que viene a ser lo mismo: la pérdida de su propia identidad en la confusión indistinta con todos los otros seres. Es esta angustia ante la pérdida de sí la que le hace tratar como enemigos a cuantos no forman parte de su propia comunidad política. Es la voluntad de asegurar la perennidad de sí mismo y de la propia nación la que da origen a la guerra entre los pueblos: “La existencia nacional y militar están presentes en el mundo para intentar negar la muerte reduciéndola a una porción de gloria sin angustia”. Y es este miedo a la muerte, este afán insensato de sobrevivir a costa de los otros, el que hace “zozobrar cualquier intento de comunidad universal.” Por ello el fascismo construye una “comunidad para la muerte” ya que la conservación de la homogeneidad exige la muerte de lo heterogéneo: la comunidad se funda en su sacrificio. La economía política del fascismo deviene en el germen de su acción genocida. Así como el humo de Auschwitz fue una señal del inconfesable vínculo con la comunidad; en la actualidad ocurre lo mismo cuando los inmigrantes que quieren llegar a Europa mueren en el mar Mediterráneo o los latinos que intentan cruzar la frontera entre EE.UU. y México desaparecen en las arenas del desierto.
Los nuevos modos del fascismo: el rechazo al inmigrante pobre
La media de edad mental de la extrema derecha es la Edad Media.
Viñeta de El Roto, diario El País, España.
La ética son los otros humanos. Esto es lo que formuló Spinoza en el siglo XVI. El otro humano necesariamente molesta; si no está esa molestia, ese malestar como diría Freud, no hay ética. En el mundo en que vivimos el otro no existe; da lo mismo si hay personas que están en situación de precariedad, hambre o miseria. Preferimos pensar que eso ocurre muy lejos y no que esas personas o familias están sentadas en la puerta de nuestra casa o en el negocio de la esquina. Cuando se lo ve, ese otro es un enemigo que me puede atacar, que me puede robar. Esta ruptura del lazo social hace que el individualismo se transforme en el eje de nuestras vidas. De allí que las políticas del neoliberalismo en el capitalismo tardío generan la sensación de desvalimiento: su respuesta son los nuevos modos del fascismo. De esta manera la xenofobia y el racismo son aceptados por grandes sectores de la población que encuentran formas de identificación ante un “enemigo” que es considerado el “mal pueblo”. Este lo constituye un conjunto variado que va desde los musulmanes, los inmigrantes pobres, los drogadictos y todos aquellos que sostienen ideas que rompen con formas patriarcales de la cultura. Por lo contrario, el “buen pueblo” es homofóbico, misógino, antifeminista, indiferente a la contaminación, antiinmigrante, apoya políticas autoritarias y de defensa de la seguridad hasta las últimas consecuencias; es decir, exige un poder fuerte, leyes de seguridad y eventualmente la pena de muerte. 
Si en otras épocas el fascismo se apoyaba en un racismo que se fundamentaba en el positivismo biológico del siglo XIX, en la actualidad la xenofobia se sustenta en la gran desigualdad social que es justificada por una producción intelectual neoconservadora donde el enemigo es el extranjero pobre. Aclaremos, no cualquier extranjero: el que es pobre; es aquel que ante la crisis social capitalista viene para sacar los trabajos de la población autóctona o utilizar los servicios de salud públicos. Este “buen pueblo” encuentra en los nuevos modos del fascismo una expresión política que aglutina un proyecto comunitario muchas veces apoyado –como en Brasil– por las iglesias evangélicas o, como en Hungría y Polonia, por sectores del catolicismo conservador; es decir, se piensa en una comunidad –al decir de Bataille– acabada y homogénea. Es así como, si el fascismo clásico era antiliberal, hoy los nuevos modos del fascismo aparecen para salvar el liberalismo con fórmulas proteccionistas y del nacionalismo más rancio: Make America Greet Again. Para ello requiere imponer un dispositivo sociocultural que se sostiene en actos crueles. El eje de ese dispositivo cruel es la mentira. Lo que se conoce como la posverdad generada por medio de los fake news.
Podemos decir que la crueldad –un concepto que desarrolló desde el psicoanálisis Fernando Ulloa– es un rasgo exclusivo de la especie humana producto de su condición pulsional; es una violencia organizada para hacer padecer a otro sin conmoverse o con complacencia. Esto nos lleva a la responsabilidad de una cultura que puede desplazar sus efectos o, por lo contrario, potenciarlos.
Los procesos de subjetivación en el capitalismo tardío
Para Freud, la cultura es un proceso al servicio de Eros que une a los sujetos que la integran; a este desarrollo se opone como malestar, la pulsión de muerte que actúa en cada sujeto. Es por ello que crea lo que denominamos un espacio-soporte donde se establecen los intercambios libidinales. Este espacio-soporte ofrece las posibilidades de que los sujetos se encuentren en comunidades de intereses, en las cuales establecen lazos afectivos y simbólicos que permiten dar cuenta de los conflictos que se producen. Es así como este espacio imaginario se convierte en soporte de los efectos de la pulsión de muerte. De esta manera decimos que el poder es consecuencia de este malestar en la cultura. Por ellos las clases hegemónicas que ejercen el poder encuentran su fuente en la fuerza de la pulsión de muerte que, como violencia destructiva y autodestructiva, permite dominar el colectivo social. Ésta queda en el tejido social produciendo efectos que impiden generar una esperanza para transformar las condiciones de vida del conjunto de la población; es decir, que predomine la cultura de la queja, de la resignación, de que nada puede ser cambiado. En este sentido, es importante distinguir un poder que represente los intereses de una minoría, de otro en manos de una mayoría de la población que permitiría desplazar los efectos de la pulsión de muerte y, por lo tanto de la crueldad propia de cada sujeto. Esta situación es producto de las condiciones políticas, económicas y sociales. Esto nos lleva a plantear cómo se dan los procesos de subjetivación en el capitalismo tardío.
Si seguimos a Agamben, la época actual no se caracteriza por desarrollar procesos de subjetivación, sino formas particulares de desubjetivación. Sostiene que el ser viviente al incorporarse a un dispositivo sociocultural se transforma en sujeto; en la actualidad hay una gran proliferación de dispositivos, lo cual lleva a que los vivientes realicen múltiples procesos de subjetivación. Pero estos dan como resultado procesos de desubjetivación que permiten nuevas determinaciones del ser viviente donde los procesos de subjetivación y desubjetivación parecieran ocurrir de manera permanente. En ellos la identidad del sujeto se transforma en un objeto, en una cosa cuyo único fin es obtener ganancias. Sujeto y objeto no se pueden diferenciar. El sujeto se cosifica en sus relaciones. Producto de esta situación, las identidades tienen formas lábiles, lo que lleva a formas de gobierno que no persiguen otra cosa que su propia reproducción.
De esta manera el orden social objetivo se interioriza en procesos de subjetivación donde encontramos una corposubjetividad construida en la relación del sujeto con su historia personal y con los otros en diferentes dispositivos socioculturales. De allí que estos procesos de subjetivación-desubjetivación conducen al encuentro del sujeto con su desvalimiento primario que intenta atenuar a partir de lo que le ofrece la cultura hegemónica: el consumismo de objetos mercancías. Para sostener este desarrollo de desestructuración psíquica, la cultura plantea que el único juicio válido está en el Yo. Sin embargo, la legitimidad de la referencia narcisista como parámetro de verdad conduce a que el Yo deje de ser soporte del interjuego pulsional poniendo en cuestionamiento la propia identidad en la relación con los otros. Aquí los nuevos modos del fascismo encuentran formas fuertes de identificación para importantes sectores de la población que se sostiene en la crueldad, donde el otro es un enemigo que hay que rechazar y, en lo posible destruir. De allí la importancia que están adquiriendo en las democracias occidentales los espacios de identificación que se oponen al capitalismo patriarcal como los movimientos feministas, los que luchan por la defensa de la diversidad sexual y la legislación del aborto.
Para finalizar, debemos tener en cuenta que la crueldad destruye lo humano presente en los otros: el otro es objeto de crueldad por su semejanza, al no tolerar su desamparo, es decir su propia humanidad. La crueldad destruye la semejanza del semejante, no por sus diferencias, sino por sus semejanzas: no es la diferencia lo que genera la crueldad, es la crueldad la que crea una diferencia radical.
En este sentido el desafío consiste en lograr que el sujeto no solo se enfrente ante su propia crueldad, sino ante la crueldad de la cultura dominante. Para ello es necesario plantear una política de clase, género y generación que cree comunidad para enfrentar la cultura hegemónica. Una política que afirme la potencia de ser. En definitiva, una política –al decir de Spinoza– de la alegría de vivir que no olvide que nunca será más que una resistencia contra la muerte.
Enrique Carpintero: Psicoanalista. El presente texto se publica como adelanto del número 85 de la revista Topía, que aparecerá en abril.
TOMADO DE PAGINA 12 DE AR

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