Casanare: crónica de
un desastre ambiental
Por: GUILLERMO REINOSO RODRÍGUEZ Y REDACCIÓN DOMINGO |
El ganadero Luis Alberto Pérez recorre un desaguadero que
hizo, pero que por la sequía no
esfuncional.Foto: Juan Diego Buitrago / EL
TIEMPO Con motobombas y reservorios intentan llevar agua a animales de los hatos.
Viaje por la tragedia.
Luis Alberto Pérez ya no hace el recorrido diario por su
hato sobre su caballo castaño, sino en una camioneta Mitsubishi.
El cambio no es producto de un capricho, aunque Pérez podría
argumentar que a los 72 años no debe hacer grandes esfuerzos. La razón es que
el intenso verano que afecta como nunca antes a una región de Paz de Ariporo,
municipio del norte de Casanare al que se llega después de recorrer diez horas
de carretera desde Bogotá, ha secado esteros, cañadas, reservorios y
abrevaderos, cuyos lechos pueden ser recorridos en carro como si fueran vías.
(Vea aquí el video: Casanare: Entre el olvido y la sequía)
Este hombre es tal vez el único propietario de hato que vive
en sus tierras –la mayoría son reconocidos empresarios de Yopal, Villavicencio,
Boyacá y Bogotá–, por lo que es testigo directo de la muerte en masa de
chigüiros, reses, venados, babillas, cachicamos (armadillos), tortugas y peces.
(Lea también: Huele a muerte en los llanos de Casanare)
En esa región petrolera, por donde todos los días transitan
decenas de tractomulas y volquetas, han muerto de sed y hambre unos 20.000
chigüiros (según Corporinoquia fueron 6.000 para todo el departamento), 3.000
reses y un sinnúmero de animales silvestres, según los cálculos de los criollos
–como se autodenominan los nacidos en la zona– y de las autoridades locales.
(Vea en imágenes: Casanare enfrenta una de sus peores sequías)
La Victoria, el hato de Pérez, ha aportado su cuota en esta
tragedia. Allí, más de 30 vacas y terneros han sucumbido a la sequía extrema. Y
ni qué decir de los chigüiros. Todos los días llegan a la cañada roedores
deshidratados, pero muchos no logran recuperarse. “Aguantan tanta sed que
cuando llegan y toman mucha agua se mueren”, dice el ganadero, que eleva ruegos
para que las lluvias vuelvan pronto.
En su hato solo han caído tres lloviznas en cinco meses: las
cabañuelas de enero y otras dos el lunes y el martes pasados. Lo más cercano
que se había vivido por aquí fue la muerte de 10.000 chigüiros y un poco más de
un centenar de reses en el 2000, también por el verano.
‘El único apoyo es el de Dios’
“Esto es gravísimo y hay riesgo de que sigan muriendo
animales. El único apoyo que hemos tenido en esta emergencia es de Dios y ha
tocado meterse la mano al bolsillo para perforar pozos profundos y con
motobombas llevarles agua al ganado y al resto de animales”, dice este
casanareño, quien levanta un viejo radio Sony e intenta desesperadamente
sintonizar alguna emisora para saber si, casi 20 días después de que se
dispararon las alarmas ambientales en la zona, va a llegar ayuda de Yopal y de
Bogotá. En su municipio lo que realmente funciona es el ‘voz a voz’, porque la
señal de los teléfonos celulares llega muy débil a unos pocos lugares –y la de
un solo operador–, e internet no existe.
El “viejo”, como lo llama su esposa, Dioselina Oropeza,
desayuna muy temprano junto con sus trabajadores, que cambiaron los caballos
por motocicletas. “Es más fácil y práctico en estas condiciones”, asegura.
Luego asigna tareas y rutas para recorrer el hato. (Lea: Citado por la Fiscalía
gobernador del Casanare por muerte de animales)
Vestido con pantalón de lino, camisa de manga larga y
sombrero de cuero, como si fuera a una cita, decide irse con sus peones a ver
cómo están los animales en las ‘tapas’ de Las Marías y Los Escombros, las
represas levantadas en las cañadas a pesar de la prohibición de Corporinoquia
(la CAR casanareña), que también penaliza la perforación de pozos profundos. En
las ‘tapas’, los únicos cuerpos de agua en kilómetros a la redonda, sobreviven
manadas de chigüiros, cerdos y venados.
En el recorrido empiezan a verse los chulos que sobrevuelan
el firmamento y después aparecen los ‘carapachos’, como llaman en esa región a
los cuerpos sin vida de los animales. Algunos apenas llevan horas sobre el lodo
y de otros no queda más que la osamenta. Para sacar de los lechos los restos
mortales, y así evitar una epidemia, Pérez y su equipo los jalan con lazo.
Nacido en la zona, de abuelo venezolano, este llanero
lamenta la transformación de su hato y de todo el sector de Caño Chiquito –a
unas cuatro horas del perímetro urbano–, uno de los más golpeados por la
emergencia.
“Estas sabanas eran pajonales de dos metros de altura, había
grandes esteros y en las banquetas (los altos) mantenía el ganado”, recuerda
él, quien dice que cuando nació (1942) estas eran unas tierras áridas,
habitadas por indígenas que les disparaban flechas a los blancos, y solo había
árboles en las orillas de los caños. Su testimonio es contrario a la versión
del Ministerio de Ambiente, que ha dicho que en la zona había bosques que
fueron talados para darle paso a la ganadería extensiva.
“Los árboles que hay en La Victoria los sembré yo. Acá no
crecen porque los animales se los comen”, asegura el hacendado, tras lo cual
explica que, como la tierra es pobre en nutrientes, antes de sembrar cualquier
mata se debe realizar una ‘majada’, es decir, montar primero un corral y años
después, una ‘topochera’ (cultivo de cierto tipo de plátano), para finalmente
sembrar los árboles.
“Ahora tengo laureles, amarillos, marañones y mangos, donde
los animales silvestres encuentran sombra”, agrega.
A la distancia, en medio de la inmensa sabana, algunas zonas
brillan como si estuvieran repletas de agua, pero no; se trata de una ilusión
óptica generada por los lechos de los humedales.
El paisaje es dominado por un terreno totalmente cuarteado,
en el que se puede aumentar la velocidad del carro, como si se viajara por una
autopista. Y así están todos los espejos de agua en la inmensa sabana, advierte
el criollo. Los pajonales que los rodean no alcanzan una altura de un metro y
están secos, casi marrones.
Aunque el sol pega fuerte y pica en la piel, Pérez va a
echarle un vistazo a un pozo de 25 metros de profundidad que mandó perforar la
semana pasada para darles agua a las vacas y al resto de animales de estas
sabanas. Le costó 2,5 millones de pesos, según dice, sin contar la motobomba y
la tubería que conduce el líquido hasta un abrevadero, para el que tuvo que
contratar una retroexcavadora.
Desde allí se ven dos campos petroleros. Una de las
compañías que explotan el crudo hace perforaciones en su hato, cuenta el
finquero. “Por esos huecos se va ir el agua”, asegura. Y aunque esta tesis aún
no está comprobada, quejas como esta llevaron al Ministerio a anunciar un
estudio para determinar la relación real entre los trabajos de sísmica y la
sequía.
Ya es mediodía. Se han sacado de los alrededores de la
cañada Las Marías cerca de 15 chigüiros muertos y hay que regresar a la casa
para descansar y volver a organizar las rondas de la tarde por el hato y por
Los Escombros, la ‘tapa’ que no alcanzaron a visitar. Esta vez, Pérez no
participará. El sol pega muy fuerte y el dolor en un costado, que lo aqueja
desde que se trompicó con su caballo, volvió a aparecer.
Nuevamente se sentará en un taburete a esperar que las
emisoras digan algo sobre la emergencia ambiental y que lleguen los
carrotanques prometidos por una de las petroleras que están en la zona para
verter agua en los pozos, donde aún rondan algunas manadas de chigüiros y
venados, pero de donde ya desaparecieron las babillas y las tortugas.
Pero aún si todo esto se cumple, no pasarán de ser
paliativos, porque lo que realmente puede cambiar la situación de manera
radical es que las lluvias aparezcan. “Por lo menos, ya los vientos cambiaron
de dirección y eso puede significar que el invierno está cerca”, afirma. Sin
embargo, según la Unidad de Gestión del Riesgo, la ausencia de lluvias puede
continuar durante un mes más.
‘Hay una maratón de licencias’
La de Paz de Ariporo es una catástrofe anunciada. Año tras
año, de diciembre a abril, la sequía se repite. La de este año ni siquiera ha
sido la más drástica, recuerda Manuel Rodríguez Becerra, presidente del Foro
Nacional Ambiental, que se pregunta por qué entonces el impacto ha aumentado.
Aunque todavía no hay suficiente información para
determinarlo, sí se barajan varias hipótesis, casi todas relacionadas con un
desequilibrio del ciclo de agua, bien sea por la destrucción de páramos y
humedales, por el aumento de la exploración y la explotación petrolera o por la
gran demanda hídrica de los cultivos de palma y arroz, y de la actividad
ganadera.
“No se trata de buscar culpables, sino de promover una
estrategia de adaptación a los cambios”, opina Brigitte Baptiste, directora del
Instituto Humboldt. Según ella, hay una competencia creciente por el agua,
recurso que en la época seca puede reducirse a la mitad.
A la espera de que especialistas examinen la magnitud del
fenómeno climático, Laura Miranda, ecóloga de la Fundación Cunaguaro, considera
que “hay que entender que la sabana inundable, uno de los ecosistemas menos
estudiados, tiene sus propios procesos, que están siendo alterados por el
hombre”.
En palabras del profesor Orlando Vargas, director del Grupo
de Restauración Ecológica de la Universidad Nacional, la sequía se origina en
el mal manejo del suelo, la destrucción de las zonas de recarga acuífera y la
falta de planificación del territorio.
Esa degradación del terreno se ha visto potenciada por el
cambio climático, que está provocando una desertificación, según Ricardo
Lozano, exdirector del Ideam. “Las imágenes muestran un desierto completo, que
no corresponde al paisaje colombiano. Están expidiendo licencias de forma
maratónica, sin garantizar un caudal mínimo de agua. Esto no es una coyuntura, requiere
una transformación cultural”.
De hecho, esta semana Corporinoquia fue objeto de una
inspección de la Fiscalía para recaudar información sobre la expedición de las
licencias hídricas. Y la ministra de Ambiente, Luz Helena Sarmiento, cuestionó
a la CAR por no transmitir las alertas ambientales a la población.
“Los mecanismos de prevención no se están cumpliendo y los
estudios de impacto están mal hechos”, asegura Edwin Hincapié, presidente de la
Fundación Cataruben.
Por esta emergencia ambiental, la Fiscalía ya escuchó los
testimonios de Édgar Bejarano, alcalde de Paz de Ariporo, y el gobernador de
Casanare, Marco Tulio Ruiz. TOMADO DE EL TIEMPO DE COLOMBIA