domingo, 30 de marzo de 2014

CRÓNICA DEL DESASTRE AMBIENTAL DE CASENARE COLOMBIA


 Casanare: crónica de un desastre ambiental
Por: GUILLERMO REINOSO RODRÍGUEZ Y REDACCIÓN DOMINGO |
El ganadero Luis Alberto Pérez recorre un desaguadero que hizo, pero que por la sequía no
esfuncional.Foto: Juan Diego Buitrago / EL TIEMPO Con motobombas y reservorios intentan llevar agua a animales de los hatos. Viaje por la tragedia.
Luis Alberto Pérez ya no hace el recorrido diario por su hato sobre su caballo castaño, sino en una camioneta Mitsubishi.
El cambio no es producto de un capricho, aunque Pérez podría argumentar que a los 72 años no debe hacer grandes esfuerzos. La razón es que el intenso verano que afecta como nunca antes a una región de Paz de Ariporo, municipio del norte de Casanare al que se llega después de recorrer diez horas de carretera desde Bogotá, ha secado esteros, cañadas, reservorios y abrevaderos, cuyos lechos pueden ser recorridos en carro como si fueran vías. (Vea aquí el video: Casanare: Entre el olvido y la sequía)
Este hombre es tal vez el único propietario de hato que vive en sus tierras –la mayoría son reconocidos empresarios de Yopal, Villavicencio, Boyacá y Bogotá–, por lo que es testigo directo de la muerte en masa de chigüiros, reses, venados, babillas, cachicamos (armadillos), tortugas y peces. (Lea también: Huele a muerte en los llanos de Casanare)
En esa región petrolera, por donde todos los días transitan decenas de tractomulas y volquetas, han muerto de sed y hambre unos 20.000 chigüiros (según Corporinoquia fueron 6.000 para todo el departamento), 3.000 reses y un sinnúmero de animales silvestres, según los cálculos de los criollos –como se autodenominan los nacidos en la zona– y de las autoridades locales. (Vea en imágenes: Casanare enfrenta una de sus peores sequías)
La Victoria, el hato de Pérez, ha aportado su cuota en esta tragedia. Allí, más de 30 vacas y terneros han sucumbido a la sequía extrema. Y ni qué decir de los chigüiros. Todos los días llegan a la cañada roedores deshidratados, pero muchos no logran recuperarse. “Aguantan tanta sed que cuando llegan y toman mucha agua se mueren”, dice el ganadero, que eleva ruegos para que las lluvias vuelvan pronto.
En su hato solo han caído tres lloviznas en cinco meses: las cabañuelas de enero y otras dos el lunes y el martes pasados. Lo más cercano que se había vivido por aquí fue la muerte de 10.000 chigüiros y un poco más de un centenar de reses en el 2000, también por el verano.
‘El único apoyo es el de Dios’
“Esto es gravísimo y hay riesgo de que sigan muriendo animales. El único apoyo que hemos tenido en esta emergencia es de Dios y ha tocado meterse la mano al bolsillo para perforar pozos profundos y con motobombas llevarles agua al ganado y al resto de animales”, dice este casanareño, quien levanta un viejo radio Sony e intenta desesperadamente sintonizar alguna emisora para saber si, casi 20 días después de que se dispararon las alarmas ambientales en la zona, va a llegar ayuda de Yopal y de Bogotá. En su municipio lo que realmente funciona es el ‘voz a voz’, porque la señal de los teléfonos celulares llega muy débil a unos pocos lugares –y la de un solo operador–, e internet no existe.
El “viejo”, como lo llama su esposa, Dioselina Oropeza, desayuna muy temprano junto con sus trabajadores, que cambiaron los caballos por motocicletas. “Es más fácil y práctico en estas condiciones”, asegura. Luego asigna tareas y rutas para recorrer el hato. (Lea: Citado por la Fiscalía gobernador del Casanare por muerte de animales)
Vestido con pantalón de lino, camisa de manga larga y sombrero de cuero, como si fuera a una cita, decide irse con sus peones a ver cómo están los animales en las ‘tapas’ de Las Marías y Los Escombros, las represas levantadas en las cañadas a pesar de la prohibición de Corporinoquia (la CAR casanareña), que también penaliza la perforación de pozos profundos. En las ‘tapas’, los únicos cuerpos de agua en kilómetros a la redonda, sobreviven manadas de chigüiros, cerdos y venados.
En el recorrido empiezan a verse los chulos que sobrevuelan el firmamento y después aparecen los ‘carapachos’, como llaman en esa región a los cuerpos sin vida de los animales. Algunos apenas llevan horas sobre el lodo y de otros no queda más que la osamenta. Para sacar de los lechos los restos mortales, y así evitar una epidemia, Pérez y su equipo los jalan con lazo.
Nacido en la zona, de abuelo venezolano, este llanero lamenta la transformación de su hato y de todo el sector de Caño Chiquito –a unas cuatro horas del perímetro urbano–, uno de los más golpeados por la emergencia.
“Estas sabanas eran pajonales de dos metros de altura, había grandes esteros y en las banquetas (los altos) mantenía el ganado”, recuerda él, quien dice que cuando nació (1942) estas eran unas tierras áridas, habitadas por indígenas que les disparaban flechas a los blancos, y solo había árboles en las orillas de los caños. Su testimonio es contrario a la versión del Ministerio de Ambiente, que ha dicho que en la zona había bosques que fueron talados para darle paso a la ganadería extensiva.
“Los árboles que hay en La Victoria los sembré yo. Acá no crecen porque los animales se los comen”, asegura el hacendado, tras lo cual explica que, como la tierra es pobre en nutrientes, antes de sembrar cualquier mata se debe realizar una ‘majada’, es decir, montar primero un corral y años después, una ‘topochera’ (cultivo de cierto tipo de plátano), para finalmente sembrar los árboles.
“Ahora tengo laureles, amarillos, marañones y mangos, donde los animales silvestres encuentran sombra”, agrega.
A la distancia, en medio de la inmensa sabana, algunas zonas brillan como si estuvieran repletas de agua, pero no; se trata de una ilusión óptica generada por los lechos de los humedales.
El paisaje es dominado por un terreno totalmente cuarteado, en el que se puede aumentar la velocidad del carro, como si se viajara por una autopista. Y así están todos los espejos de agua en la inmensa sabana, advierte el criollo. Los pajonales que los rodean no alcanzan una altura de un metro y están secos, casi marrones.
Aunque el sol pega fuerte y pica en la piel, Pérez va a echarle un vistazo a un pozo de 25 metros de profundidad que mandó perforar la semana pasada para darles agua a las vacas y al resto de animales de estas sabanas. Le costó 2,5 millones de pesos, según dice, sin contar la motobomba y la tubería que conduce el líquido hasta un abrevadero, para el que tuvo que contratar una retroexcavadora.
Desde allí se ven dos campos petroleros. Una de las compañías que explotan el crudo hace perforaciones en su hato, cuenta el finquero. “Por esos huecos se va ir el agua”, asegura. Y aunque esta tesis aún no está comprobada, quejas como esta llevaron al Ministerio a anunciar un estudio para determinar la relación real entre los trabajos de sísmica y la sequía.
Ya es mediodía. Se han sacado de los alrededores de la cañada Las Marías cerca de 15 chigüiros muertos y hay que regresar a la casa para descansar y volver a organizar las rondas de la tarde por el hato y por Los Escombros, la ‘tapa’ que no alcanzaron a visitar. Esta vez, Pérez no participará. El sol pega muy fuerte y el dolor en un costado, que lo aqueja desde que se trompicó con su caballo, volvió a aparecer.
Nuevamente se sentará en un taburete a esperar que las emisoras digan algo sobre la emergencia ambiental y que lleguen los carrotanques prometidos por una de las petroleras que están en la zona para verter agua en los pozos, donde aún rondan algunas manadas de chigüiros y venados, pero de donde ya desaparecieron las babillas y las tortugas.
Pero aún si todo esto se cumple, no pasarán de ser paliativos, porque lo que realmente puede cambiar la situación de manera radical es que las lluvias aparezcan. “Por lo menos, ya los vientos cambiaron de dirección y eso puede significar que el invierno está cerca”, afirma. Sin embargo, según la Unidad de Gestión del Riesgo, la ausencia de lluvias puede continuar durante un mes más.
‘Hay una maratón de licencias’
La de Paz de Ariporo es una catástrofe anunciada. Año tras año, de diciembre a abril, la sequía se repite. La de este año ni siquiera ha sido la más drástica, recuerda Manuel Rodríguez Becerra, presidente del Foro Nacional Ambiental, que se pregunta por qué entonces el impacto ha aumentado.
Aunque todavía no hay suficiente información para determinarlo, sí se barajan varias hipótesis, casi todas relacionadas con un desequilibrio del ciclo de agua, bien sea por la destrucción de páramos y humedales, por el aumento de la exploración y la explotación petrolera o por la gran demanda hídrica de los cultivos de palma y arroz, y de la actividad ganadera.
“No se trata de buscar culpables, sino de promover una estrategia de adaptación a los cambios”, opina Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt. Según ella, hay una competencia creciente por el agua, recurso que en la época seca puede reducirse a la mitad.
A la espera de que especialistas examinen la magnitud del fenómeno climático, Laura Miranda, ecóloga de la Fundación Cunaguaro, considera que “hay que entender que la sabana inundable, uno de los ecosistemas menos estudiados, tiene sus propios procesos, que están siendo alterados por el hombre”.
En palabras del profesor Orlando Vargas, director del Grupo de Restauración Ecológica de la Universidad Nacional, la sequía se origina en el mal manejo del suelo, la destrucción de las zonas de recarga acuífera y la falta de planificación del territorio.
Esa degradación del terreno se ha visto potenciada por el cambio climático, que está provocando una desertificación, según Ricardo Lozano, exdirector del Ideam. “Las imágenes muestran un desierto completo, que no corresponde al paisaje colombiano. Están expidiendo licencias de forma maratónica, sin garantizar un caudal mínimo de agua. Esto no es una coyuntura, requiere una transformación cultural”.
De hecho, esta semana Corporinoquia fue objeto de una inspección de la Fiscalía para recaudar información sobre la expedición de las licencias hídricas. Y la ministra de Ambiente, Luz Helena Sarmiento, cuestionó a la CAR por no transmitir las alertas ambientales a la población.
“Los mecanismos de prevención no se están cumpliendo y los estudios de impacto están mal hechos”, asegura Edwin Hincapié, presidente de la Fundación Cataruben.
Por esta emergencia ambiental, la Fiscalía ya escuchó los testimonios de Édgar Bejarano, alcalde de Paz de Ariporo, y el gobernador de Casanare, Marco Tulio Ruiz. TOMADO DE EL TIEMPO DE COLOMBIA 

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