Nemagón: la tragedia desde una fotografía
Su voz nunca cambió
desde que era niño y sigue siendo aguda.
Una fotografía publicada en 2003 resumió la maldición de una
generación de niños y jóvenes con malformaciones atribuidas por su familia al
químico Nemagón. Doce años después, LA PRENSA vuelve a buscar a los
protagonistas
Esperanzas vivas
En el 2002, Roberto
Francisco Peralta Gutiérrez soñaba con ser tres cosas: diputado, abogado e
ingeniero. Diputado para tener plata sin hacer nada, abogado para defender a
sus amigos, e ingeniero para construirle casas a sus familiares y a los más
pobres.
Nació con una
deformación degenerativa en los huesos que provocó que conforme fuera creciendo
sus miembros se fueran enrollando y saliéndose de sus cuencas.
Entonces estaba
confinado en una silla de ruedas que le regalaron por ser buen alumno de la
Escuela José Dolores Toruño, en Posoltega. Estaba en segundo grado y con
orgullo expresaba que sabía restar y sumar y estaba aprendiendo a leer y
escribir; se acompañaba de una lora, la “Turri”, que le remedaba fielmente.
Sus padres y sus
abuelos trabajaron muchos años en las plantaciones de banano y él nació en una
comunidad vecina a las fincas.Ahora lo encontramos en el barrio Bello Amanecer,
de Posoltega, viviendo con su mamá. Su abuelito, quien lo cuidaba cuando su
madre estaba inmigrante en Costa Rica, murió hace años y su abuela quedó ciega
e incapacitada para cuidarlo.
Ahora físicamente
parece ser el mismo de hace doce años, pero menos optimista que cuando era un
niño. Tiene 23 años y está en tercero de secundaria dominical en el Instituto
José Dolores Toruño.
De su lora solo
quedaron recuerdos y su mascota es ahora un perro indio que responde a “Tonkie”
y que muestra los dientes y su bravura ante extraños que se acercan a Roberto.
Ha sufrido bullying y
discriminación institucional en las escuelas; repitió muchos grados antes de
llegar a tercero y logró liberarse de la silla de ruedas, o de su Ferrari como
él le dice, para movilizarse pocos metros por el suelo con ayuda de sus brazos.
Ahora las
malformaciones han crecido y se le notan en el pecho.
Durante las noches
tiene dificultades para respirar porque sus pulmones están comprimidos.
Hoy ya no quiere ser
diputado, abogado o ingeniero. Se conformaría, dice él, con estudiar Caja y
Computación para trabajar en un supermercado.
Desea con toda su
alma, en palabras de él, poseer una computadora portátil para escribir cuentos,
reabrir su cuenta de Facebook para hacer amigos y aprender más a través de
Internet.
Su correo es
robertoperalta328@yahoo.es y dice que quiere conocer gente de todas partes.
No teme al
diagnóstico de “pocas posibilidades de vida” que le dijeron los médicos cubanos
de las brigadas Todos con Voz y suele darse aliento con una frase: “Nadie sabe
más que el de arriba”.
Solo los años
José Alberto Paniagua
Álvarez en la fotografía de hace doce años aparece limpio y sereno en su silla
de ruedas, empujado por su madre Mercedes Álvarez, hoy un poco más obesa y de
rostro más envejecido que en el año 2002.
Ella y su pareja
trabajaron en la finca bananera San Pablo muchos años y su primer hijo, José
Alberto, nació con problemas en los huesos y con retardo. Ahora el muchacho
tiene 34 años, luce más viejo y se ve más delgado con el costillal visible
detrás de la piel morena.
Se entretiene oyendo
radio, jugando con un celular modesto, moviéndose de una pileta de agua al
lavandero o a un barril lleno de agua. Le gusta estar fresco y jugar con agua.
En su casa del barrio
Juan XXIII, en Posoltega, solo vive él y su mamá. Ella corrige: vivimos tres,
yo, mi hijo y Cristo.
Ella es el único
sustento de su hijo, lo baña, lo alimenta, lo lleva en silla de ruedas o en
carretón a vender o a pasear y también lo castiga con una faja cuando el
muchacho se pone malcriado, como niño de 3 años al que le niegan un juguete.
Esta vez, sin embargo, ante las visitas, José Alberto es afable y se esfuerza
por llamar la atención riendo y haciendo monadas, da la mano y se ríe, quiere
aplaudir y agita el cuerpo en señal de alegría.
El pronóstico médico es que no viviría más allá
del año de vida. Ella lo achaca a los efectos de los químicos que se regaban en
la plantación, porque sabe de otras decenas de mujeres que trabajaron ahí, que
igual parieron hijos con deformaciones o que se les morían al nacer. Los
médicos cubanos que lo revisaron en 2013 dijeron lo que todos en el pueblo
sabían: que era una malformación congénita posiblemente provocada por
exposición a sustancias químicas. Sugirieron comida especial, prometieron una
silla de ruedas especial y una cama ortopédica, donde el muchacho pudiera hacer
estiramientos. Lo mismo ofrecieron otras autoridades 12 años atrás. Y nada
llegó, solo los años.
La efímera vida de Ana María
A Ana María Romero le
decían la niña de trapo: estaba formado de huesos blandos que no le daban
soporte firme a su cuerpo y siempre parecía derramarse. Era hija de Flor de
María Mendoza, una exobrera bananera que se había juntado con otro trabajador
de la misma finca bananera.
En noviembre del
2002, cuando LA PRENSA llegó donde ellas, la niña sufría de leucemia e insuficiencia
renal. Había nacido parapléjica, con visibles señales de daños mentales y
lloraba en silencio. Era muda y su piel pálida como papel.
Su mamá le hablaba
mimosa como se le habla a los recién nacidos y la alimentaba con un biberón,
pese a que la niña tenía 15 años.
Los médicos le habían
dicho a la señora que para alcanzar esa edad, y esa condición médica, la
muchacha había vivido más de lo que los cálculos médicos estimaban. Ana María
finalmente murió a finales del año 2005.
Sufrimiento nunca se va
Eliécer Antonio
González nació el 2 de diciembre de hace 27 años en Posoltega. Hace doce años,
cuando LA PRENSA llegó a su casa, el joven estaba en una vieja silla metálica
sin forro, con los brazos enrollados sobre los hierros pelados y mojado, bajo
el chorro débil de una manguera. Tenía que pasar mojado varias veces al día
para encontrar paz: ese calor eterno más el cuerpo maltrecho eran sus
principales males.
El costillal se
repintaba en la piel oscura de un cuerpo desnudo que se movía con lentitud para
cambiar de posición bajo el chorro de agua. Su mamá Migdonia Verónica Narváez y
el padre del niño habían trabajado de manera informal en las fincas bananeras y
se bañaron y jugaron en los ríos de la zona, cuando existían ríos en la zona.
Ahora que el muchacho
tiene 27 años ha perdido el gusto por el agua, una enfermedad le está acabando
la vista y varias infecciones en los oídos lo han llevado al hospital con
severas fiebres y dolores de cuerpo. Llora ante el sol y la intensa luz del
día. Viven en el reparto Carlos Huete de Posoltega, un caserío árido que
combina casas de plástico y zinc con viviendas de láminas prefabricadas de
concreto.
Los años no han
perdonado y el muchacho ahora sufre dolores de hueso: la pelvis está más
torcida, los rodillas y los tobillos están más deformes y las orejas se
infectan cada cierto tiempo, provocando fiebres y dolores que llevan a la mamá
a bajar a Managua a pedir medicina y ayuda a los canales y radios de la
capital. Hace 12 años ella albergaba la esperanza de que algún día su hijo
recibiría una indemnización, pues tanto ayer como hoy ella culpa al Nemagón de
esa suerte, pero hoy la esperanza en ella parece tan seca
como los arroyos
polvorientos de los alrededores.
La historia de Lupita
Guadalupe Altamirano
tiene 37 años. Sufre de discapacidad motora y cognitiva. En julio del 2002 su
madre la llevó a una reunión en Posoltega, donde se organizaban los primeros
juicios contra las transnacionales a las que los campesinos acusan de haberles
provocado daños en su salud por usar químicos en las plantaciones de banano de
Chinandega y León.
Entonces la
joven parecía una niña de 12 años, por
lo delgada y pequeña que se miraba en su silla de ruedas, pero en realidad
tenía 25 años.Su padre Jerónimo Altamirano es un obrero analfabeto que trabajó
muchos años en las plantaciones de banano de Chinandega y quien hoy sufre de
cáncer y diabetes.
Recuerda que cuando
su hija nació la cabeza se le iba de lado y no movió los brazos ni los pies por
muchos años. Nunca aprendió a decir palabra alguna.A él no le alegró saber que
muchos de sus amigos de trabajo hubieran tenido similares situaciones de hijos
enfermos, niños que morían al nacer, con deformaciones y males que nunca más ha
vuelto a ver en sus 60 años.
No hubo médico que le
reactivara el movimiento que todo bebé debe tener desde su primer día de nacido
y hoy, 37 años después, Lupita sigue siendo como la niña de cero días de nacida
que vino al mundo sin movimientos, sin reflejos, sin futuro y desvalida como
aparece en la fotografía de 2002.
El calor corre por su cuerpo
Juan Carlos Picado,
37 años. 12 años atrás era un muchacho escuálido y lampiño que vivía durante
horas metido en una pileta, porque sufría de calor y la piel se le partía de
resequedad.
Nunca habló, no
caminó y apenas aprendió a decir mamá, tía y pipi.
Sus padres trabajaron
en las plantaciones de banano y él nació en una barraca a pocos kilómetros de
la hacienda Teresa. Su padre, exregador del Nemagón, Justo Somarriba, murió de
cáncer en los riñones en los años ochenta y su mamá Francisca Picado murió a
los 53 años, el 9 de diciembre del 2011 en el Hospital Monte España
(Chinandega), de cáncer en los pulmones. Murieron sin saber nunca qué
enfermedad sufría su hijo.
Desde entonces el
muchacho quedó al cuido de su tía Cecilia Picado, en el barrio Real Espinales,
de El Viejo. A Juan Carlos lo hallamos sentado en una mecedora rústica bajo la
sombra de un árbol de mango. Su vieja silla de ruedas yace a un lado del patio,
destartalada por falta de uso. Él parece un anciano.
Ahora en casa cuidan
que Juan Carlos no se acerque mucho a las piletas de agua, donde tanto le gusta
jugar, porque sufre constantemente de enfermedades respiratorias y fiebres.
Como se arrastra para
caminar, sus manos siempre están sucias y sufre de enfermedades estomacales a
causa de ello. Es como un niño de 2 años que usa pañales y se lleva cosas a la
boca.
Es curioso y pelea
con otros niños de la casa. Hace berrinches y se pone violento. Sufre de
malformación en las encías, no puede tragar comidas sólidas y llora en las
noches llamando a su mamá ausente.
Requiere medicinas
para calmar el dolor de dientes y de estómago, cremas para las infecciones de
la piel y comidas blandas para alimentarse. Tomado de la prensa de Nicaragua
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