Cruzar los Andes bajo
el influjo de la libertad
LA GACETA integró el contingente de expedicionarios que
entre el 17 y el 23 de febrero recorrió el paso El Portillo-Piuquenes. PIRCA,
MONTURAS Y LA INMENSIDAD. Pablo Vernengo, miembro de la expedición
sanmartiniana organizada por la Confederación Argentina de la Mediana Empresa,
observa el paisaje andino desde el refugio Real de la Cruz. la gaceta / fotos
de | Irene Benito Las mulas tuvieron un papel
central en el cruce de Los Andes Crucemos los Andes como lo hizo San Martín
Quemar las naves, atravesar el río Rubicón y cruzar los
Andes son tres versiones de un mismo arrojo sin matices. Pero si Hernán Cortés
y Julio César tomaron sus respectivas decisiones drásticas en el afán de
conquistar México y las Galias, José Francisco de San Martín se internó en la
cordillera para libertar Sudamérica. Esa epopeya en el macizo montañoso de apariencia
impenetrable coloca al general al mismo nivel de estrategas militares como
Napoleón Bonaparte y Aníbal de Cartago, mas para buscarle semejantes en la
lucha contra la opresión tal vez haya que visitar el pasado reciente, y evocar
las gestas de Martin Luther King y Nelson Mandela. La contribución del
Libertador a los valores de la civilización es tan imponente como los picos
nevados que lo vieron pasar junto al Ejército de los Andes, allá por 1817. Eso
sólo se comprende allí, remontando uno de los senderos que conectan Argentina
con Chile y viceversa. Si a comienzos del siglo XIX aquella travesía fue un
imperativo de la guerra por la independencia, a comienzos del siglo XXI resulta
una experiencia de reconciliación con los ideales revolucionarios que forjaron
esta nación. Con su magnitud inalcanzable, la cordillera facilita el retiro
espiritual: en ese entorno brillan las virtudes de San Martín, que bebió el
vino de la gloria sin caer en la embriaguez de la victoria; que dio un paso al
costado cuando Simón Bolívar le anunció que no había sitio suficiente para
ambos; que adelantándose a la jaculatoria del Martín Fierro (“los hermanos sean
unidos”...) se rehusó a pelear contra sus conciudadanos, y que murió
modestamente en una habitación alquilada de Boulogne-sur-Mer.Una certeza Los hombres y mujeres no
son bajos ni altos: tienen la estatura de sus sueños. Pensamientos de esa clase
emergen a la vista del Manzano Histórico, punto de inicio de la última travesía
sanmartiniana organizada por la Confederación Argentina de la Mediana Empresa
(CAME) con el auspicio de la Provincia de Mendoza y del Instituto Asegurador
Mercantil, entre otras instituciones (la Federación Económica de Tucumán hizo
las veces de contraparte local). Para corroborar que un árbol contiene los
misterios del universo, la tradición asigna al ejemplar venerado en Tunuyán la
condición de retoño de aquel frutal que dio sombra a San Martín y a su ahijado,
el coronel Manuel de Olazábal, en 1823, luego que el general cruzara por octava
y última vez los Andes tras libertar el cono sur. “La conciencia es el mejor
juez que tiene un hombre de bien”, dice el mármol ubicado “a los pies” del
manzano. El creador de los Granaderos vuelve a su tierra por el paso de El
Portillo-Piuquenes, vía que une a la localidad mendocina de Tunuyán, en el
Valle de Uco, con el pueblo chileno de San Gabriel. Esta fue una de las seis
rutas que usaron en forma concomitante las fuerzas de San Martín para invadir a
los realistas encabezados por el gobernador Francisco Casimiro Marcó del Pont,
que controlaban Santiago luego del llamado Desastre de Rancagua (1814). Con los
zigzagueos y recodos que demanda la geografía, la travesía andina por este paso
comprende más de 60 kilómetros, según Marcelo Flores, operador responsable de
la expedición de CAME. A comienzos de 1817 y procedente del fuerte de San
Carlos, un destacamento reducido al mando del capitán José León Lemos penetra
por El Portillo-Piuquenes con la misión de distraer y sorprender a los soldados
de la Corona de España que, desorientados por los ardides de espionaje y
contraespionaje de San Martín, aguardan -sin saberlo- la derrota al otro lado
de la cordillera (el general pasa por Los Patos-El Espinacito, junto con
Bernardo O’Higgins y Miguel Estanislao Soler). A comienzos de 2015 hace lo
propio un contingente de sesenta y tantos miembros formado por pequeños y
medianos empresarios de todo el país; dirigentes del gremio; técnicos;
periodistas; soldados del Ejército Argentino, personal de apoyo -incluido un
médico y un payador- e invitados especiales como el historiador Alberto
Piattelli. Cuatro mujeres rompen la hegemonía masculina en un proyecto cuya
ejecución total supone $ 1,2 millón. José Bereciartúa, secretario general de la
CAME y promotor de las cinco expediciones sanmartinianas que concretó esa
entidad desde 2011 (por San Juan, La Rioja y Mendoza), recibe al grupo con este
vaticinio: “tengan la certeza de que no volverán a ser los mismos después de
cruzar los Andes”. El abismo al acecho La
profecía de Bereciartúa comienza a cumplirse en el refugio Alférez Portinari,
donde la banda toca a tambor batiente la marcha de San Lorenzo mientras los
expedicionarios se arriman por primera vez con los caballos y baquianos que los
conducirán a Chile. Hay que salirse de esa escena caótica para observar cómo
las nubes se apoderan y repliegan del firmamento en un preludio honesto del
clima cambiante y violento que caracteriza a la cordillera. Al final, sale el
sol, y el grupo se estrena en una marcha de cuatro noches (dos en vivac y dos
en refugio) y cinco días: a esa altura y por suerte, el teléfono celular pierde
la señal. La tropilla avanza al ritmo del jinete más lento, y paulatinamente
van apareciendo los primeros arroyos y trepadas. En una de esas se abre el
camino y los Andes revelan su magnificencia de roca erosionada e inaccesible:
es un espacio real o imaginario donde la vista rebota contra laderas
multicolores que cierran el horizonte. A 3.200 metros sobre el nivel del mar,
en el refugio Scaravelli, se presenta el frío nocturno y, como si nada, empuja
el termómetro a los 8 o 10 grados bajo cero. Pero recién durante la jornada
siguiente será posible observar, dimensionar y palpar en carne propia los
rigores cordilleranos. En un viaje de ocho horas, con senda mitad cuesta arriba
y mitad cuesta abajo, el caballo jadea y tiembla, y el abismo lo acecha. A lo
lejos y cada vez con mayor nitidez se adivina El Portillo, que es un hueco en
la cumbre a 4.300 metros sobre el nivel del mar, todo él piedra y solemnidad.
Allí se encontraron San Martín y Olazábal tras la campaña libertadora y allí
todavía vibra la historia con una postal de variaciones de ocre sobre fondo
azul. Y en esa abra se encarama el viento como si añorase las banderas poéticas
del Ejército de los Andes.
Borges y las
estrellas Las ráfagas levantan tierra y el sendero se convierte en un
polvaredal. A lo lejos, la fila india de caballos con poncho y sombrero remite
a una columna de beduinos en el Sahara. El desierto es otra faceta de los
Andes: por momentos, el aire se antoja irrespirable. Pero el equino que hizo la
patria, como recuerda Gonzalo Leiva, el cantor popular de la expedición, no se
amedrenta y prosigue su camino hasta el refugio Real de la Cruz, especie de
oasis enclavado a la vera del río Tunuyán. En esa casa de dos pisos construida
quién sabe cómo en la década de 1940 -y por instrucción de Juan Domingo Perón-
esperan un baño de agua caliente y una carne a la olla reparadores. Dos días en
ese paraíso hogareño terminan de cambiar la perspectiva sobre la hazaña
sanmartiniana: los casi 5.000 combatientes cargados de artillería cruzaron la
cordillera con calzados y vestidos precarios; una remuneración simbólica y las
inquietudes propias de la guerra inminente. Esas carencias fueron compensadas
por abundante fe en el líder y en su convencimiento de que no habría libertad
presente ni futura si la tropa no intentaba la osadía andina.
La reflexión sobre esos actos de heroísmo desemboca en un
estado de paz que llega al clímax durante el desplazamiento hacia el campamento
de El Caletón. Llueve pero da igual: unas cuevas espontáneas proporcionan techo
hasta que escampa. Mientras toma cuerpo el guiso de lentejas, el cielo enciende
sus velas galácticas. Las estrellas lejanas y antiguas ofrecen un espectáculo
relampagueante, y la noche parece que recita estos versos de Jorge Luis Borges:
“el humo desdibuja gris las constelaciones remotas/ Lo inmediato pierde
prehistoria y nombre/ El mundo es unas cuantas imprecisiones/ el río, el primer
río. El hombre, el primer hombre”. Amanece
y la comitiva pone rumbo a Los Piuquenes después de preparar mulas y caballos
“perseguidos por el puma”, como informa el soldado arriero Roque Uvilla. Antes,
ese mismo conocedor de los Andes había sorprendido al grupo describiendo el
esforzado arreo de las bestias cargueras por el paso recién nevado. “Trabajo
duro para ascender... Nosotros nos quejamos siempre y por todo porque somos
argentinos”, había concluido Uvilla, con la sencillez implacable de una
sabiduría adquirida en el roce con la montaña. Con conciencia, entonces, del
privilegio de atravesar la columna vertebral de América como antes lo había
hecho San Martín, y tras tres horas más de cabalgata y secarral, aparece la
abra de Los Piuquenes y el hito fronterizo. Adelante está Chile, atrás,
Argentina. ¿Hay convención más arbitraria que un límite internacional? Pero el
ímpetu racional es desalojado por la emoción que despierta esa cornisa que,
para confirmar la teoría cartográfica, de repente se llena de tonadas
“yilenas”. Y en aquel mojón comienza la película mental en la que se
entremezclan un escenario de montañas soberbias con los recuerdos sagrados: el
himno; los afectos ausentes; los instantes sublimes de la infancia, y las
batallas ganadas, perdidas y empatadas. Inexorablemente el repaso termina en el
presente y sus desafíos. Cambio de caballos mediante -como manda la restricción
fitosanitaria-, el grupo emprende la bajada hacia San Gabriel. El descenso es
más arduo que el ascenso y se siente en las rodillas. Ese dolor sabe a
despedida: cada paso del animal aleja a los Andes y a su frío perenne. El llano
intercepta al grupo al atardecer, justo para acentuar los contornos de la
cordillera. Es un final inmaculado para la evocación de la utopía
sanmartiniana, que ocurrió una vez quizá para demostrar que puede volver a
ocurrir, siempre y cuando esté inspirada por una causa tan noble y poderosa
como la libertad. Tomado de la gazeta de
ar
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