La Huella de los
Edwards en la Guerra del Pacífico
Escrito por Víctor Herrero Mientras los abogados de Chile
tratan en estos días de convencer a los magistrados de La Haya de que esa corte
no tiene competencia para obligar al país a negociar una salida al mar con
Bolivia, vale la pena recordar algunos de los hechos que dieron origen a la
Guerra del Pacífico. Y resulta que hubo un empresario chileno que contribuyó a
desencadenar esa guerra y que, ciertamente, también rentó con ella. Se trata de
Agustín Edwards Ross, el bisabuelo del actual Agustín Edwards. Así, al menos,
lo constata el libro “Agustín Edwards Eastman: una biografía desclasificada del
dueño de El Mercurio” (Debate, 2014), del periodista Víctor Herrero. Lo que no consigna ese libro es que Agustín
Edwards Mac Clure (hijo de Edwards Ross y abuelo del actual Agustín Edwards)
fue también uno de los redactores del Tratado de Paz de 1904 firmado entre
ambos países. A continuación, presentamos algunos extractos del libro que, bajo
el subtítulo “El negocio de las guerras”, se refiere a la participación de
Edwards Ross en el conflicto que terminó con la salida al mar de Bolivia.
El negocio de las
guerras
La forma cómo Agustín Edwards Ross contribuyó a desencadenar
la Guerra del Pacífico comienza en 1873, cuando su padre le pidió que asumiera
la presidencia de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, una
sociedad anónima donde los Edwards tenían 42 por ciento de las acciones. En febrero de ese año, el joven Agustín Edwards de 21 años
envió a un emisario suyo a La Paz para gestionar con el gobierno de Bolivia el
reconocimiento de los derechos y concesiones de esa compañía para explotar y
exportar salitre en amplias zonas de la región de Antofagasta, que entonces
pertenecía al país vecino. Estas concesiones habían sido adquiridas cinco años
antes al gobierno paceño por la firma Melbourne Clark & Compañía,
conformada por capitales chilenos proporcionados por Francisco Puelma, Jorge
Smith, la Casa Antony Gibbs & Sons, Agustín Edwards Ossandón (padre de
Agustín Edwards Ross) y su protegido José Santos Ossa. El emisario enviado por
el empresario chileno obtuvo del gobierno boliviano un contrato que autorizaba
a la Compañía de Salitres y Ferrocarril la explotación del salitre por un
período de 15 años, libre de derechos e impuestos. Ese contrato favorable para
los intereses salitreros chilenos nunca fue ratificado por el Congreso de
Bolivia. Cinco años después, en febrero de 1878, la Asamblea Constituyente de
ese país aprobó la ratificación del contrato con la Compañía de Salitres y
Ferrocarril de Antofagasta «a condición de hacer efectivo, como mínimo, un
impuesto de diez centavos en quintal de salitre exportado». Los capitalistas
chilenos estaban indignados. Consideraban que se trataba de una abierta
violación de su tratado firmado en 1873. Reclamaron airosamente ante el
gobierno boliviano y ante su propio gobierno en Santiago para revertir la
decisión. El problema era que ninguno de los dos gobiernos consideraba en esos
momentos que fuera un asunto tan grave. Entonces, la estrategia de la compañía
salitrera chilena fue aumentar la presión sobre el gobierno en Santiago.
Francisco Puelma y Agustín Edwards Ross «visitaban periódicamente La Moneda
demandando apoyo oficial» del gobierno de Aníbal Pinto, quien, por cierto, era
deudor del Banco Edwards. Pese a su lobby, el gobierno chileno seguía sin
interesarse mucho por la situación. Después de todo, unos años antes, en 1875,
el gobierno de Perú había expropiado a los dueños de las salitreras en la
región de Tarapacá, entre ellos varios chilenos, y la situación no había pasado
a mayores. Ahora sólo se trataba de unos impuestos. Además, en esos meses, el
gobierno chileno estaba lidiando con un problema fronterizo mucho más grave con
Argentina en el sur del país. Ante la tibia respuesta del gobierno, la compañía
salitrera presidida por Agustín Edwards Ross decidió adoptar una táctica más
dura: simplemente se negó a pagar los impuestos decretados por Bolivia. Y así,
la situación comenzó a escalar. Transcurridos nueves meses sin que la compañía
pagara el tributo, al tiempo que continuaba operando normalmente sus minas en
la región boliviana, finalmente al gobierno de La Paz se le agotó la paciencia.
El 11 de noviembre de 1878 el prefecto de Antofagasta ordenó la detención y
encarcelamiento de George Hicks, el británico que era el gerente general de la
Compañía de Salitres y Ferrocarril, por ser «deudor al fisco de la cantidad de
98.848 bolivianos y 13 centavos». Sin embargo, la compañía continuaba negándose
a pagar los impuestos y a los pocos días los bolivianos dejaron en libertad a
Hicks. Dos meses después, los acontecimientos se precipitaron. El 5 de enero de
1879, La Paz aprobó un decreto para confiscar los bienes de la compañía
chilena, y anunció que remataría sus activos el 14 de febrero con el fin de
recuperar los impuestos que adeudaba al fisco boliviano. Con ello, las
operaciones de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta quedaron
efectivamente paralizadas y más de 2.000 mineros se quedaron sin trabajo. Entre
tanto, el gobierno de Pinto había cedido un poco a las presiones de los
empresarios salitreros y había despachado al Blanco Encalada, su buque de
guerra más poderoso, a Caldera, el último gran puerto y también el punto
terminal de las líneas de telégrafo en territorio chileno. Era una primera
señal de Santiago que estaba prestando más atención al pleito entre la compañía
chilena con el gobierno del país vecino. Cuatro días después del decreto de
confiscación, el buque de guerra ancló frente a la bahía de Antofagasta. Era
una acción seria pero todavía fanfarrona del gobierno chileno que, en esos
días, aún creía en una solución diplomática al conflicto. Animados por esta
movida de su gobierno, aunque decepcionados por no lograr acciones concretas
para revertir la paralización de sus minas, la compañía redobló sus apuestas.
El 14 de enero, bajo la presidencia de Agustín Edwards Ross, se reunió en
Valparaíso el directorio de la empresa salitrera. En una carta que el
representante de la firma Gibbs & Sons en el directorio de la compañía
envió a sus superiores en Londres, resumía de la siguiente manera la nueva
táctica de la empresa: El señor Puelma recomendó gastar algún dinero para
estimular a periodistas en los diarios para que publiquen artículos de
naturaleza patriótica, es decir, de nuestro lado en este problema, y así fue
acordado, de manera que podemos esperar la inmediata aparición de una serie de
esos artículos en un diario de Santiago, probablemente El Ferrocarril, y en uno
de Valparaíso, tal vez La Patria. Efectivamente, en los días y semanas
siguientes, ambos periódicos comenzaron a abandonar su línea periodística que
se limitaba a informar del impasse en Antofagasta como parte de una serie de
problemas en la política exterior chilena, para adoptar una postura más
beligerante. Otros medios se sumaron a este nuevo tono. El 5 de febrero, por
ejemplo, el diario Los Tiempos le hacía la siguiente pregunta a sus lectores
respecto de Antofagasta: ¿Quién descubrió el cobre ahí? ¿Quién la plata? ¿Quién
el guano? ¿Quién el salitre? Nosotros. Estamos ciertos de que vendrá de Bolivia
la reacción del buen sentido. Mientras tanto, tengamos seca nuestra pólvora.
Justo el día en que la Compañía de Salitres y Ferrocarril
iba salir a remate, el 14 de febrero de 1879, las tropas chilenas desembarcaron
en el puerto de Antofagasta. Con ello, se evitaba que la empresa fuese adquirida
por una firma de otro país, por ejemplo de Estados Unidos, con lo cual Chile ya
no tendría oficialmente un interés en el conflicto. Ese mismo día, la empresa
chilena pudo reanudar su producción salitrera. Dos semanas después de la
ocupación de Antofagasta, Bolivia le declaró la guerra a Chile, y en virtud de
un pacto secreto de asistencia mutua con Perú, este país también entró al conflicto.
Un mes después, en abril de 1879, Chile les declaró oficialmente la guerra a
ambos países. El conflicto bélico duraría poco más de cuatro años y causaría
unos 14 mil muertos, según estimaciones conservadoras. Llama la atención que
tres de los cinco ministro que conformaron el primer gabinete de guerra chileno
eran accionistas minoritarios de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de
Antofagasta.
Ellos eran Antonio Varas, ministro del Interior; Domingo
Santa María, ministro de Relaciones Exteriores, y Jorge Huneeus , ministro de
Justicia. Agustín Edwards Ross sacó dos lecciones valiosas del conflicto de
1879. La primera era que las guerras victoriosas son un negocio muy rentable.
La segunda fue que la prensa es un factor clave en formar una opinión pública
favorable a los intereses propios. De hecho, su compañía de salitres había
logrado transformar un problema contractual entre una empresa y un Estado
extranjero en una causa patriótica. Respecto a la primera lección, los datos
avalaban la intuición de Edwards. En 1879 la economía chilena creció 15,2 por
ciento y en 1880 se expandió en 12,4 por ciento, los niveles más elevados en
toda la segunda mitad del siglo XIX. Además, los negocios personales de Edwards
Ross florecieron durante la guerra. Los siguientes acontecimientos ilustran
este punto. Pocas semanas después del comienzo de la guerra, el 31 de julio,
apareció ante el notario de Antofagasta el estadounidense Charles C. Greene, el
nuevo gerente general de la Compañía de Salitres y Ferrocarril. Greene, quien
años después sería el cónsul de Estados Unidos en Antofagasta, pidió a nombre
de 21 empleados de la empresa un permiso notarial para explorar yacimientos
salitreros y de otros minerales en la región recién ocupada por Chile. Poco
después, el 19 de agosto, Greene se presentó ante el nuevo gobernador chileno
de Antofagasta e inscribió formalmente 51 estacas de salitre a nombre de este
grupo de empleados. Los solicitantes no tuvieron que pagar nada por registrar
estos yacimientos. Pues bien, el 29 de enero de 1880 los veintiún empleados que
habían obtenido las concesiones comparecieron ante el notario de Antofagasta
Benjamín Molina para ceder gratuitamente sus pertenencias a la Compañía de
Salitres y Ferrocarril, que pasó así a ser dueño exclusivo de estas minas. El
directorio que intervino en esta maniobra estaba compuesto por Agustín Edwards
Ross, Francisco Puelma, Miguel Saldías, que era el abogado de la empresa, y
Ricardo Escobar, que era el representante de las acciones de Gibbs & Sons. La
operación se mantuvo en secreto por más de 30 años. Pero en 1911 salió a la luz
pública cuando Alberto Valenzuela de la Vega, una ciudadano común y corriente
que se había enterado de las concesiones, entabló una querella en contra de la
compañía con la esperanza de obtener una recompensa por denunciar «bienes
fiscales indebidamente poseídos por terceros». Pero el fisco no se hizo parte
de la demanda y cuando el conflicto judicial escaló hasta la Corte Suprema, la
Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta contrató a un abogado de
primer nivel: Luis Barros Borgoño, un ex relator de esa misma corte y futuro
vicepresidente de Chile. El juicio recibió bastante publicidad y en algunos
diarios, en especial los de mancomunales obreras, era descrito como un ejemplo
de cómo la oligarquía y el Estado se confabulaban para favorecer los intereses
de los grandes empresarios. Para cuando sucedieron estos hechos, Edwards Ross
ya había fallecido y era su hijo, Agustín Edwards Mac Clure (fundador de El
Mercurio de Santiago), quien resguardaba los intereses patrimoniales de la
familia en esa compañía que, precisamente a partir de la Guerra del Pacífico,
llegó a ser una de las más grandes en el negocio mundial del salitre. Por
cierto, la compañía ganó la demanda. Con el término de la Guerra del Pacífico,
Agustín Edwards Ross emergía como una de las figuras más poderosas de Chile. No
sólo había logrado expandir la vasta fortuna familiar, sino que ejercía también
una enorme influencia empresarial y política. Los Edwards, que habían hecho
fortuna en las inhóspitas y polvorientas ciudades y pueblos del norte chico, se
instalaban ahora cada vez más cerca del centro mismo del poder. TOMADO DE RED DIARIO DIGITAL POR SUGERENCIA DEL FACE DE DANIELA
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