EL ESTILO DE LAS
VIVIENDAS AUTÓCTONAS Y EL PAISAJE AMAZÓNICO DAN UN TONO
NOSTÁLGICO AL LUGAR
En el 70 el río Pastaza se llevó todo, “menos la esperanza
de Madre Tierra” (Galería) Con la crecida del río y la pérdida de sus cultivos,
los colonos se marcharon. Otros se quedaron para sembrar caña de azúcar o yuca.
Ellos han sobrevivido sin una vía mayor de acceso o agua potable. Foto: Nelson
Silva / Madre Tierra (Pastaza).- Vivir
en Madre Tierra (Pastaza) era como “el paraíso” para los primeros colonos que
llegaron de Tungurahua, Azuay, Loja y Pichincha: el suelo era tan fértil que
todo lo que sembraban se producía en abundancia, hasta que en la década del 70
creció el antiguo río Pastaza y destruyó los cultivos. La “ira del río”
desmotivó a muchos colonos; algunos decidieron
marcharse para trabajar en El Oro o migrar a EE.UU. Otros, entre ellos
Manuel Quituisaca, originario de Guachapala (Azuay), se quedaron y con “amor”
volvieron a sembrar. En los 132 km2 que conforman la superficie de Madre
Tierra, la mayoría de colonos y los indígenas de las 16 comunidades kichwas vive de la
agricultura. El nombre justamente le deben a esa “generosidad y bondad de madre
buena”, dicen. La caña de azúcar, papa china, yuca, maíz, plátano, naranjilla,
guayaba y limón crecían antes en abundancia, hoy un poco menos, especialmente
desde que el río Pastaza cambió su cauce natural y por la falta de recursos. No
tienen vías de acceso para sacar desde las chacras los productos al mercado del
cantón Palora (Morona). En cambio, la vía de la Troncal Amazónica que conduce
al Puyo (Pastaza) está bien, no así los caminos que conectan con las fincas
agrícolas, los que en inviernos como el actual se vuelven intransitables. Los
1.200 habitantes, que se ubican en el pueblo y en las riberas de los ríos
Pastaza, Putuimi y Puyo, son kichwas, la mayoría, mientras que otros llegaron
en la década del 50. Quituisaca vive en Madre Tierra desde 1963. En una de las
tantas veces que visitó a su hermano en Morona decidió quedarse. Con el
transcurso de los años y la llegada de colonos, el área se convirtió en
cañaverales, hasta que el río se llevó todo “menos la esperanza”, contó
Quituisaca, dibujando una sonrisa en su rostro marcado por el tiempo: ya cumplió 77 años. Han transcurrido
52 años desde que se afincó en la zona y hoy es propietario de una tienda de
abastos frente al parque central de la parroquia, que antes era selva y el
calor golpeaba inclemente. Una sábana era suficiente para cubrirse en las
noches.
El tiempo parece haberse detenido en Madre Tierra. Esa
conexión con el pasado se evidencia en la forma de sus casas: de madera rústica
de chonta, guadua y techo de paja o zinc, en algunos de cuyos rincones se dejan
ver arañas balanceándose entre sus tejidos de seda. El calor es tal que a veces
llega a los 28 grados. Los caminos aún son rudimentarios, angostos, con maleza
colándose por los lados. También se evidencia la falta de obras y servicios. El
agua que reciben no es potable, llega entubada desde la vertiente de la
parroquia vecina Mera, indicó Fabián Tuquerres, expresidente de la Junta
Parroquial. Lamentó que el alcantarillado está incompleto y no hay piscinas de
oxidación, por lo que las aguas servidas son arrojadas a la quebrada Salomé y
de allí al río. En cambio, la telefonía fija rara vez funciona, confirmó con
teléfono en mano Quituisaca. El puente por donde circularon vehículos livianos
durante 30 años también está destruido, le falta un pedazo. Por ello, buses,
taxis y carros privados “se la juegan” cruzando el río, con el peligro de ser
arrastrados por alguna crecida, como aquella que se llevó los cultivos en la
década del 70. Entre los caseríos de la parroquia Madre Tierra están Putuimi,
La Encañada, Amazonas, Rayo Urco, Puyopungo, Playas del Pastaza, Puerto Santa
Ana, Nueva Vida, Campo Alegre, San José y Paushiyacu. En Putuimi, en una casa
de paredes, balcón, piso y techo de tabla rústica, vive
Celestina Santi, de 56
años, indígena kichwa. De la bondad de la tierra están agradecidos. Con una de
sus hijas, sin perder la alegría, cuentan que ante la falta de una escuela
adecuada en ese caserío de 300 personas, la mayoría de niños se traslada a Puyo
y Palora. Solo quedan 30 alumnos en la vetusta escuela de la comunidad, “los
más pobres, los que no tienen plata para salir a educarse en la ciudad”,
refiere Celestina. Un solo profesor se encarga de enseñarles, pero temen que la
escuela, por la falta de alumnos, pronto sea cerrada. Les falta un dispensario
para no caminar una hora hasta el centro de salud más cercano, lo cual es “duro
y sufrido” cuando tienen que evacuar a un familiar enfermo en medio de la
noche, caminando entre la densa y frondosa jungla. A pesar de las limitaciones
en servicios, sus habitantes se alegran con el verdor del paisaje. Este color
contagia de esperanza no solo a los lugareños, sino al visitante que llega a
disfrutar del turismo de aventura y de la pesca deportiva en el Mirador de
Jacalurco; de la tarabita de 500 metros de extensión ubicada en Puerto Santana;
o de las cálidas aguas del balneario municipal situado en el río Pindo Grande. Tomado
de el telégrafo de ecuador
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