martes, 24 de febrero de 2015

CRECIENTE DEL RIO PASTRANA se llevo puesta a Madre Tierra en la Amazonia de Ecuador


 EL ESTILO DE LAS VIVIENDAS AUTÓCTONAS Y EL PAISAJE AMAZÓNICO DAN UN TONO
NOSTÁLGICO AL LUGAR
En el 70 el río Pastaza se llevó todo, “menos la esperanza de Madre Tierra” (Galería) Con la crecida del río y la pérdida de sus cultivos, los colonos se marcharon. Otros se quedaron para sembrar caña de azúcar o yuca. Ellos han sobrevivido sin una vía mayor de acceso o agua potable. Foto: Nelson Silva / Madre Tierra (Pastaza).-  Vivir en Madre Tierra (Pastaza) era como “el paraíso” para los primeros colonos que llegaron de Tungurahua, Azuay, Loja y Pichincha: el suelo era tan fértil que todo lo que sembraban se producía en abundancia, hasta que en la década del 70 creció el antiguo río Pastaza y destruyó los cultivos. La “ira del río” desmotivó a muchos colonos; algunos decidieron  marcharse para trabajar en El Oro o migrar a EE.UU. Otros, entre ellos Manuel Quituisaca, originario de Guachapala (Azuay), se quedaron y con “amor” volvieron a sembrar. En los 132 km2 que conforman la superficie de Madre Tierra, la mayoría de colonos y los indígenas de  las 16 comunidades kichwas vive de la agricultura. El nombre justamente le deben a esa “generosidad y bondad de madre buena”, dicen. La caña de azúcar, papa china, yuca, maíz, plátano, naranjilla, guayaba y limón crecían antes en abundancia, hoy un poco menos, especialmente desde que el río Pastaza cambió su cauce natural y por la falta de recursos. No tienen vías de acceso para sacar desde las chacras los productos al mercado del cantón Palora (Morona). En cambio, la vía de la Troncal Amazónica que conduce al Puyo (Pastaza) está bien, no así los caminos que conectan con las fincas agrícolas, los que en inviernos como el actual se vuelven intransitables. Los 1.200 habitantes, que se ubican en el pueblo y en las riberas de los ríos Pastaza, Putuimi y Puyo, son kichwas, la mayoría, mientras que otros llegaron en la década del 50. Quituisaca vive en Madre Tierra desde 1963. En una de las tantas veces que visitó a su hermano en Morona decidió quedarse. Con el transcurso de los años y la llegada de colonos, el área se convirtió en cañaverales, hasta que el río se llevó todo “menos la esperanza”, contó Quituisaca, dibujando una sonrisa en su rostro marcado por el  tiempo: ya cumplió 77 años. Han transcurrido 52 años desde que se afincó en la zona y hoy es propietario de una tienda de abastos frente al parque central de la parroquia, que antes era selva y el calor golpeaba inclemente. Una sábana era suficiente para cubrirse en las noches. 
El tiempo parece haberse detenido en Madre Tierra. Esa conexión con el pasado se evidencia en la forma de sus casas: de madera rústica de chonta, guadua y techo de paja o zinc, en algunos de cuyos rincones se dejan ver arañas balanceándose entre sus tejidos de seda. El calor es tal que a veces llega a los 28 grados. Los caminos aún son rudimentarios, angostos, con maleza colándose por los lados. También se evidencia la falta de obras y servicios. El agua que reciben no es potable, llega entubada desde la vertiente de la parroquia vecina Mera, indicó Fabián Tuquerres, expresidente de la Junta Parroquial. Lamentó que el alcantarillado está incompleto y no hay piscinas de oxidación, por lo que las aguas servidas son arrojadas a la quebrada Salomé y de allí al río. En cambio, la telefonía fija rara vez funciona, confirmó con teléfono en mano Quituisaca. El puente por donde circularon vehículos livianos durante 30 años también está destruido, le falta un pedazo. Por ello, buses, taxis y carros privados “se la juegan” cruzando el río, con el peligro de ser arrastrados por alguna crecida, como aquella que se llevó los cultivos en la década del 70. Entre los caseríos de la parroquia Madre Tierra están Putuimi, La Encañada, Amazonas, Rayo Urco, Puyopungo, Playas del Pastaza, Puerto Santa Ana, Nueva Vida, Campo Alegre, San José y Paushiyacu. En Putuimi, en una casa de paredes, balcón, piso y techo de tabla rústica, vive
Celestina Santi, de 56 años, indígena kichwa. De la bondad de la tierra están agradecidos. Con una de sus hijas, sin perder la alegría, cuentan que ante la falta de una escuela adecuada en ese caserío de 300 personas, la mayoría de niños se traslada a Puyo y Palora. Solo quedan 30 alumnos en la vetusta escuela de la comunidad, “los más pobres, los que no tienen plata para salir a educarse en la ciudad”, refiere Celestina. Un solo profesor se encarga de enseñarles, pero temen que la escuela, por la falta de alumnos, pronto sea cerrada. Les falta un dispensario para no caminar una hora hasta el centro de salud más cercano, lo cual es “duro y sufrido” cuando tienen que evacuar a un familiar enfermo en medio de la noche, caminando entre la densa y frondosa jungla. A pesar de las limitaciones en servicios, sus habitantes se alegran con el verdor del paisaje. Este color contagia de esperanza no solo a los lugareños, sino al visitante que llega a disfrutar del turismo de aventura y de la pesca deportiva en el Mirador de Jacalurco; de la tarabita de 500 metros de extensión ubicada en Puerto Santana; o de las cálidas aguas del balneario municipal situado en el río Pindo Grande. Tomado de el telégrafo de ecuador

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