La cultura: ese oxígeno vital Autor: Miguel Barnet | El último lustro de la década del 50
provocó un torbellino de dudas y contradicciones en mi generación. Empezamos a
sacar la cabeza cuando muchos ya estaban de vuelta o la ocultaban como el
avestruz por el pánico al entorno. Había que salir del útero familiar. ¿Pero a
dónde encontrar una respuesta a tanta incertidumbre? No creo que pueda existir
una etapa más difícil que esa en que, adolescentes, salimos del cascarón y
aspiramos prematuramente a la madurez, es decir, a ser hombres hechos y
derechos. ¿Qué respuesta nos daba la vida? En un medio como el mío, en una
tranquila familia de clase media, la respuesta inmediata era el goce
consumista. ¿Cómo se expresaba ese goce? En el bingo del cabaret Montmatre, los
espectáculos rocambolescos de lucha libre en el Palacio de los Deportes, los
programas televisivos de Escuela de Televisión con su consabida Reina por un
día, el Cabaret Regalías y otros programas de entretenimiento a su estilo. Y
¿qué decir de aquel edulcorado jingle de “Camay embellece desde la primera
pastilla” o el slogan “Usted sí puede tener un Buick” que despertaba la ilusión
de poseer un automóvil en una masa carente de recursos económicos pero transida
de sueños? Podría poner excepciones como el programa dramático Tensión en el
canal 6 de la CMQ, protagonizado casi siempre por la excelente actriz Gina
Cabrera. O el gran Teatro Esso con su repertorio de zarzuelas y operetas. En el
mundo sonoro y visual de los cincuenta, predominaba el gusto que hoy llamamos
Kisch, un gusto de protuberancias excesivas, de colores chillones y boquitas
pintadas. La sensualidad tropical exhibía peinados altos como pirámides en las
mujeres y bigoticos cuadrados y pantalones anchos con cadenas coruscantes en
los hombres. Por suerte, para algunos, quedaba reservada una butaca en el
Teatro Auditorium para escuchar a Renata Tebaldi en la Tosca de Giacomo
Puccini, o para ver bailar a Alicia Alonso. Rita Montaner, Benny Moré, Esther
Borja, o Bola de Nieve, entre otros, brillaban en el centro de su universo
personal con luz propia. Los pocos grupos de teatro dramáticos existentes
hacían maromas heroicas para apuntalarse y sobrevivir. La cultura se concebía
como simple entretenimiento en los medios oficiales. Eso sí, un miedo gélido
embargaba a los jóvenes que solo por serlo podían ser señalados como
conspiradores contra la dictadura de Batista. El olor a pólvora impregnaba el
ambiente y los muertos aparecían nadando boca abajo en las sucias aguas del
Laguito. Las mujeres martianas, enemigas del régimen, conspiraban en casas
particulares o en eventos públicos, y en ocasiones salían fotografiadas,
gracias a Dios, en los periódicos, lo que les garantizaba un salvoconducto para
no terminar en la morgue de un hospital. Otros podrán sentir nostalgia de esa
época, invocar cierto e indiscutible glamour de la noche habanera que para
algunos era un manjar pasajero encandilarse en la distancia con sus luces de
neón. Yo no. Yo oí como sonaban los huesos de las hermanas Giral cuando
envueltas en sacos de harina los esbirros de Batista las arrastraban, ya
asesinadas, por las escaleras del edificio donde vivían escondidas en 19 y 24,
en el Vedado de mi adolescencia y juventud.¿Qué respuesta podía, entonces,
esperar de la vida? Ninguna. Era el vacío, la incertidumbre y la necedad lo que
yo sentía como un baldón sobre mi cabeza. Tuvo que llegar el año cincuenta y
nueve con un vuelco radical de quimeras soñadas que se iban a convertir en
realidad. Conceptos como la Patria y la Nación iban a ser rescatados en su
sentido más pleno. La Revolución Cubana guiada por Fidel Castro no solo trajo
la reivindicación de los desposeídos, sino la del ideal de José Martí y Antonio
Maceo que parecía haber caído en el olvido. Se subvirtieron valores y se
atomizaron estereotipos colonizadores. Inmediatamente el tejido social de la
Nación adquirió una solidez inesperada y la cultura, esa segunda naturaleza,
mostró su inmenso potencial. Empezamos a sentirnos fuertes y seguros,
protegidos contra las fuerzas que durante décadas se nos imponían. La respuesta
era esa: la cultura, ese oxígeno vital como lo definió José Lezama Lima en las
primeras páginas de su revista Orígenes. Un oxígeno que como un fuelle exhalaba
su poderoso hálito desde lo más profundo de nuestras raíces. ¿Por qué la
cultura nos otorga tantos bienes? ¿Por qué nos abre una brecha tan ancha?
Porque en los procesos de génesis humana ella es tan totalizadora que abarca
desde la creación artística hasta el pensamiento, y expande nuestra conciencia,
convirtiéndose en un instrumento de liberación. Y también porque aporta una
cosmovisión del mundo. No es antojadizo suponer que sin cultura todo sería
aparencial, todo sería hueco, viviríamos en un estado de levedad total. La
cultura nos salva porque al aprehenderla nos apropiamos de lo más puro de la expresión
humana. Es una puerta que se abre para no cerrarse jamás, para no dejarnos
abandonados nunca. Pero la cultura no nace por arte de birlibirloque. Implica
un acto cognoscitivo al cual no podemos renunciar una vez que lo asimilamos. La
cultura, ese inmenso caudal de bienes, generados por la especie humana, tiene
su origen en los procesos históricos y en la memoria colectiva. Fernando Ortiz
expresó, “decir cultura es hacer una abstracción, no hay una cultura sino una
diversidad de culturas”. Toda cultura es cambiante, como también lo son la
naturaleza y la vida. Toda cultura se nutre de elementos ajenos que pasan a ser
propios en un proceso natural de traspaso o transculturación, para usar el
término acuñado por el maestro de las ciencias sociales en Cuba. Su obra fue
ejemplo de la puesta en práctica de los varios elementos que conforman nuestra
identidad. Caló en el hombre y fue hasta el fondo de su ser para mostrar su
grandeza y espiritualidad. Si alguna vez se aproximara el cataclismo o
sintiéramos que el barco en que navegamos se puede hundir en aguas oscuras,
salvemos el bien más preciado que poseemos y que es a su vez el más robusto y
fecundo: la cultura. Tomado de la Granma de cuba
No hay comentarios:
Publicar un comentario