La república proclamada el 20 de mayo de 1902 fue contraria
a los ideales por los que Martí luchó y murió. En nuevas circunstancias los
asumiría la Revolución que triunfó en 1959 con Martí como autor intelectual
Autor: Luis Toledo Sande | Obra: La semilla, de Li Domínguez
Fong. Foto: Granma
La vecindad de esas fechas en un mismo mes, aunque en distintos
años –en 1895, la primera; en 1902, la segunda–, propicia reflexiones. El 19 de
mayo está marcado por la muerte de José Martí; el 20, por la instauración de
una república negadora de los ideales con que él preparó una guerra para
liberar y transformar a Cuba, y en la cual participó hasta caer en combate.
La frustración encarnada en la república dominada por el
entonces naciente imperialismo estadounidense remite a hechos fundamentales. De
entrada, avaló las perspectivas de Martí, sus actos y sus ideas, la lucidez de
la campaña de pensamiento que desplegó e iluminó hasta su muerte en Dos Ríos, y
que ha seguido dando frutos. La gesta mambisa fraguada al calor de esa campaña
impediría que Estados Unidos le impusiera a Cuba el régimen colonial que continúa
sufriendo Puerto Rico, pueblo cuya independencia estaba entre los propósitos
del plan martiano.
Todo confirmaría la claridad de Martí, quien no basó en
ilusiones su vocación unitaria. En su discurso de la noche del 27 de noviembre
de 1891 en Tampa –vale insistir en ello ante la frecuencia con que se
desconoce– mostró que no magnificaba la importancia de las generaciones:
convocó a todos los compatriotas a un proyecto revolucionario que los ponía en
condiciones de ser, sin fronteras etarias, pinos nuevos. Pero en la noche
anterior había evidenciado que en su afán por lograr una guerra que condujese,
con el esfuerzo de todos, a una república constituida para el bien general,
preveía la oposición de quienes pondrían sus intereses y sus temores personales
por encima de las necesidades de la Patria.
Frente a esa realidad, entre los representados por los
racimos gozosos de los pinos que brotaban por entre el paisaje calcinado que le
sirvió de fuente a la imagen central de su discurso del 27, habría personas de
todas las edades: jóvenes, maduras como él y ancianas. Para Martí, en el
auditorio estaría presente en espíritu alguien como José Francisco Lamadrid, de
77 años, con quien un mes después cruzaría en Cayo Hueso saludos que, al hablar
de «la pasada revolución» y la «del porvenir», describían la continuidad de la
lucha por la independencia de Cuba.
En el discurso que el 26 pronunció en el mismo sitio, se
habían sucedido imágenes de repudio contra quienes propalaban el miedo a la
guerra, agitaban prejuicios «raciales» y temían a que sus arcas se
empobrecieran. Esas eran expresiones de una sociedad que, formada en la
opresión colonial, las desigualdades y la esclavitud, generaba obstáculos
prácticos y putativos contra la capacidad de sacrificio y de entrega a la obra
colectiva.
Martí enristró «¡mienten!» tras «¡mienten!» contra lindoros,
olimpos de pisapapel y alzacolas opuestos a la contienda que se gestaba. En
general, aquellos a quienes impugnó hacen recordar a los «sensatos patricios»
que en enero de 1869 había refutado en El Diablo Cojuelo. También se piensa en
ellos ante la carta a Manuel Mercado del 18 de mayo de 1895, donde, en víspera
de la tragedia de Dos Ríos, repudia a quienes se contentan con que «haya un
amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en premio de su oficio de
celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante, –la masa
mestiza, hábil y conmovedora, del país,– la masa inteligente y creadora de
blancos y negros».
Echaba resueltamente su suerte «con los pobres de la
Tierra», en general, no solo de Cuba. Sabía cuán necesaria era la unidad para
lograr la victoria sobre el ejército español –y, ante todo, en las convicciones
que él sostenía– contra las maquinaciones de Estados Unidos; pero no minimizaba
instrumentalmente, en pos de una concordia falsa o quebradiza, el peso de las
fuerzas contrarias al bien común y, por tanto, a la unidad apetecible para la
revolución.
Sus desvelos en ese terreno los plasmó en un artículo
titulado «Los pobres de la tierra» –expresión que retomó en Versos sencillos–,
y publicado en Patria, que él fundó para calzar la necesaria campaña de
pensamiento. Es el hombre sincero que les dice a los humildes: «Sépanlo al
menos. No trabajan para traidores»; pero sabe que se trabaja por «una república
invisible y tal vez ingrata», «por la patria, ingrata acaso, que abandonan al
sacrificio de los humildes los que mañana querrán, astutos, sentarse sobre
ellos».
También sabía, y lo dijo claramente, que «un pueblo está
hecho de hombres que resisten, y hombres que empujan: del acomodo, que acapara,
y de la justicia, que se rebela». Y todo se acometía en medio de un desafío
mayúsculo: «En un día no se hacen repúblicas; ni ha de lograr Cuba, con las
simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus continuas renovaciones,
y lucha perpetua entre el desinterés y la codicia y entre la libertad y la
soberbia, no ha llegado aún, en la faz toda del mundo, el género humano».
Quería una unión en la cual el todos logrado fuera una
fuerza de ascensión creativa, libertadora, no un fardo lleno de lastres que
pudiera hundir en el fracaso a la obra revolucionaria. La limpieza de su
actuación, con gran sentido de las circunstancias históricas y políticas, pero
sin ceñirse a ellas como podría hacerlo un oportunista pragmático, es una de
las mayores enseñanzas que legó a sus continuadores. Sigue así marcando el
camino para quienes decidan ser pinos abonados por lo nuevo fundacional, no
meros neómanos prestos a claudicar ante el primer obstáculo.
La consistencia de su pensamiento propició que sus
enseñanzas actuasen como un motor capaz de movilizar a quienes estuvieran
dispuestos al sacrificio necesario para la liberación y la dignidad de Cuba.
Medularmente contrario a las resignaciones del pragmatismo, desde años atrás
había calado en la experiencia continental, y en los planes estadounidenses.
Los denunció desde las entrañas del monstruo en 1889, concretamente en lo
tocante al primer congreso panamericano iniciado ese año en Washington para
dominar a nuestra América por vías económicas, que son también políticas.
A Cuba, aún por independizarse –y sobre la cual pesaban
incluso maniobras para su posible compra a la metrópoli española por parte de
Estados Unidos–, le urgía no solo librarse de España, sino también de las
maquinaciones urdidas por la emergente potencia norteamericana. El congreso le
ratificó a Martí que esa nación se proponía «ensayar en pueblos libres su
sistema de colonización», y no se ensaya lo viejo, sino lo nuevo. Quien
tempranamente detectó la formación del imperialismo, se refería al modo de
dominación que, característico del sistema capitalista, recibiría el nombre de
neocolonialismo.
Fue eso precisamente lo aplicado a la Cuba que en 1898 se
vio despojada –por la intervención de Estados Unidos– de la independencia que
había probado merecer y ser capaz de ganarse en la guerra que libraba contra
las armas españolas. Los esfuerzos para alcanzarla, los años de lucha desde
antes de 1868, la existencia de un ejército mambí que el poder interventor se
las arregló para que fuera disuelto, pero cuyo espíritu no sería posible
desmovilizar por completo –un espíritu en que seguiría latiendo, y
fortaleciéndose, el legado martiano–, impidieron que el poderoso y voraz
interventor la redujera al estado colonial de viejo tipo, como el que había
sufrido bajo la dominación española.
Frente a eso, el Gobierno estadounidense puso a prueba en
Cuba aquel «sistema de colonización» que Martí había previsto como un peligro
para toda nuestra América. A pesar de las voces dignas que siguieron
defendiendo la plena independencia, Estados Unidos capitalizó la sumisión de
quienes –como vaticinó y trató de impedir a tiempo Martí– preferían un amo,
español o yanqui, que les asegurara sus privilegios sobre los pobres.
Con Enmienda Platt o sin ella –se derogó formalmente en
1934–, la república proclamada el 20 de mayo de 1902 fue contraria a los
ideales por los que Martí luchó y murió. En nuevas circunstancias los asumiría
la Revolución que triunfó en 1959 con Martí como autor intelectual. Con esa
guía podía sanear hasta símbolos construidos, con tutela o modelos yanquis
–como el Capitolio–, para entonces albergar instituciones de una República
contraria al legado martiano.
Gracias a los ímpetus independentistas que el imperialismo
no pudo extinguir en Cuba, aquel 20 de mayo –que podría verse como un afán de
ratificar políticamente la pérdida de Martí– no representó un triunfo total
para las fuerzas antimartianas. Eso también vale tener presente al conmemorarse
la muerte de Martí en combate y la proclamación de una república que no lo
honró, salvo por el espíritu y los afanes revolucionarios que se rebelaron
contra ella y abrieron el camino para una república digna, llamada a mantener
viva y pujante la voluntad de lograr su propio perfeccionamiento. // TOMADO DE
LA GRANMA DE CUBA
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