domingo, 5 de abril de 2015

FUEGO EN EL SUR también había gente


 Fuego devastador: la falta de previsión agravó el peor incendio de la historia
No hubo vigías en lugares clave ni coordinación en el combate contra las llamas; este año ya se quemaron más de 40.000 hectáreas de bosques nativos en Chubut, donde hubo un foco por día; las causas del desastre apuntan a hechos intencionales
Por Fernando Massa    El bosque nativo arrasado por el fuego y los distintos focos aún encendidos sobre el lago Epuyén, el martes pasado, en Puerto Patriada, Chubut. Foto: LA NACION / Emiliano Lasalvia
LAGO PUELO y CHOLILA, Chubut.- La lancha cruza el Lago Puelo. Ariel López señala el castigado cerro Currumahuida y advierte los diferentes colores de su ladera: el gris de la montaña pelada que dejó el incendio de 1987, un sector rojizo que ardió ahora en febrero y el negro de lo que apagó estos días la brigada de Parque Nacionales que él comanda. Culpa al verano más seco de los últimos años con, hasta ese momento, sólo 15 milímetros de lluvia caídos en tres meses cuando la media es de 130. Culpa a la caña Colihue que floreció el año pasado -lo hace cada medio siglo- y que muerta genera material combustible que prende como el papel. Que sólo necesita de una mano negligente o malintencionada -las principales hipótesis oficiales, en este caso, apuntan a pirómanos y especuladores inmobiliarios- para desencadenar el fuego. El peor incendio forestal de la historia argentina, que vienen apagando desde enero a razón de un foco por día y que arrasó con una superficie de bosques nativos en Cholila, Puelo, Río Turbio y Epuyén de 42.000 hectáreas, es decir, dos veces la Capital Federal. Desde la lancha se observan por lo menos tres columnas de humo en la ladera del cordón Derrumbe. En la playa, al pie del cerro, un grupo de la brigada de Incendios, Comunicaciones y Emergencias (ICE) del Parque Nacional Lago Puelo se apresta a subir una vez más las tres cuadras hacia arriba que los llevará a los focos más bajos. Una subida sin sendero que hacen cuatro, cinco, diez veces al día. En un sendero que cruza de Este a Oeste la montaña, donde el bosque aún es bosque, entre avispas y huellas de jabalíes, un grupo almuerza mientras Hernán Aravena, jefe de brigada, recorre el perímetro. "Nuestro trabajo es no permitir que el fuego siga avanzando. Lo hacemos con líneas de contención o fajas, y con agua: ataques directos casi sobre la llama e indirectos, más retirados. Lo complicado acá es la pendiente y el material rodante. Está en nosotros subir. Pero lo importante es que no se queme nada más", dice. Los
Valenzuela perdieron todo y ahora viven en un colectivo. Foto: LA NACION / Emiliano Lasalvia
A machete y motosierra, un grupo arma un cortafuegos, una franja limpia para que no avance. Del otro lado, Nazareno y Jorge se encargan de la mojadura y la guardia de cenizas: echan agua a lo quemado para matar los fuegos subterráneos que viajan por las raíces e impedir que se encienda de nuevo. Ahí todo es gris y negro. Huele a carbón encendido. Los zapatos se hunden en la ceniza tibia. La tierra humea. "Ver esto duele. Van a pasar décadas hasta que se recupere", dice Jorge. lovizna. En la radio de Aravena, los jefes hablan de posibles vientos de hasta 90 km/h. Es hora de bajar. Las 17.30 es un horario atípico para cerrar la jornada. Han bajado de madrugada o dormido en la Cordillera. En el ICE, los espera bebida caliente y cuencos con mortadela, queso y tortas fritas. Nadia Zermaten, que con los fuegos dejó el rol de conservacionista y asumió el de chef, cuenta que hay mucho por hacer por los brigadistas, y eso que los de parque cuentan con mejor equipamiento que otras brigadas: muchos son contratados, tienen otros trabajos, y un franco cada nueve o diez días. Es momento de descansar. Todavía no saben que esa noche lloverá más de lo que llovió en tres meses: unos 25 mm, que no alcanzarían para apagar el fuego, pero ayudarían a apaciguar el panorama. A pocos kilómetros de ahí, en Desemboque, se habla de los Valenzuela, que ahora duermen en un colectivo que les prestó un vecino, porque el fuego les sacó todo: los árboles frutales, el taller con todas las herramientas, el galpón donde guardaban la avena para pasar el invierno, y su casa con sus ahorros y pertenencias. Es que en ese cañadón el viento aparece de un lado con ráfagas repentinas que al rato vuelven, y después suben a la Cordillera tornando al fuego tan veloz como imprevisible. Y mientras su mujer cocinaba dentro de la casa para abastecer a vecinos y brigadistas y él ayudaba a otro vecino, el incendio arrasó su terreno. Andaba apagando el fuego con $ 1200 en el bolsillo, y esa mañana le digo a mi señora para qué iba a andar con esa plata, que por ahí la perdía, y la dejé en la casa. Eso se quemó. También los ahorros de mi hijo, 3000 pesos de unos trabajos y la venta de una moto. Y se perdió el mejor calzado porque lo viejo lo estábamos usando para apagar el fuego. Se perdió el trabajo de una vida", dice Valenzuela. Graciela y Mario Zúñiga viven en un terreno al otro lado del camino. Están furiosos porque aseguran que esto se podría haber previsto. Que ahora que se van apagando los fuegos y llegue el invierno, todos se olvidarán de esto. Y de ellos. Que son los únicos castigados por las desavenencias entre cada jurisdicción y la falta de coordinación. Y que el fuego no permite demoras. Curtidos por la experiencia, pudieron defender su terreno gracias al tanque australiano que instalaron en 2011 y que conectaron con una manguera hacia un tanque plástico y una Pelopincho. "Fue impresionante: en segundos llegó el incendio", dice Zúñiga mientras revuelve la tierra humeante con su zapato. A menos de 100 kilómetros de ahí, en Cholila, se quemaron unas 30.000 hectáreas de bosques nativos donde se encuentran alerces de más de 3000 años. La versión oficial habla de un rayo desencadenante, hipótesis apoyada en la inaccesibilidad del lugar. Pero también de intencionalidad: se ha acusado a los "negocios verdes", como llaman a la especulación inmobiliaria; al activista mapuche Jones Huala, y ahora también a unos adolescentes pirómanos. La hostería que el piloto y poblador Daniel Wegrzyn y su esposa, doctora en biología Silvia Ortubay, tienen a metros del lago Cholila sirvió de refugio para unos cincuenta vecinos de la zona mientras duraron los incendios. Desde ahí planeaban y evaluaban a
diario las estrategias para lidiar ellos también contra un fuego que avanzaba más rápido de lo que un hombre puede correr.  Con una Pelopincho, los Zúñiga lograron salvar su casa. Foto: LA NACION / Emiliano Lasalvia
Wegrzyn, que recorrió por lo menos una vez por día con su avioneta la zona del desastre, habla de la importancia la detección temprana del fuego y el ataque inicial. "Probablemente, la mayor falencia estuvo dada en la mala coordinación de un buen equipo. Parte de esto es la demora en darles intervención, que los aviones no estuvieran donde tenían que estar", escribió en uno de los tantos reportes que día tras día subió a las redes sociales. También habló de la importancia de las tareas de prevención, con puestos de observación para la vigilancia, y destacó la tarea de los pilotos -aunque a veces las órdenes de arriba no bajaran rápido- en especial ese helicóptero con helibaldes de Parque Nacionales que llegó a echar agua sobre una casa cada dos minutos para salvarla.
La brigada de Lago Puelo finaliza la jornada. Foto: LA NACION / Emiliano Lasalvia
Desde el aire, se toma la dimensión macro del desastre. Desde el suelo, lo micro: los árboles muertos y el silencio del bosque quemado, donde no hay hojas que empuje el viento. "Ahora tampoco hay sombra. El sol va a calcinar donde antes no llegaba. El verano que viene capaz que hay un pastito, pero le va a dar el sol completo y ese pasto se va a secar y se van a producir nuevos incendios. Va a haber menos agua y el suelo ya no cumple la función de esponja", explica Silvia Ortubay. Sin embargo, queda un sistema que no se ve. Microorganismos que se refugian en los troncos y rebrotes de ñires, retamos o radales. "Por eso no hay que tocar el bosque nativo por un año. Se tiene que armar una sucesión ecológica: un proceso en el que primero crecen los pastos que van a fijar el suelo y van a juntar un poquito de agua, donde después vienen los arbustos nativos que sirven de nodrizas para las semillas. Y es importante no dejar que por diez años el ganado pastoree ahí", dice Ortubay. Por eso, en un escenario tan devastado, un puñado de hojas verdes se vuelven una esperanza real. Con la colaboración de Ana Tronfi TOMADO DE LA NACION DE AR 

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