Fuego devastador: la
falta de previsión agravó el peor incendio de la historia
No hubo vigías en lugares clave ni coordinación en el
combate contra las llamas; este año ya se quemaron más de 40.000 hectáreas de
bosques nativos en Chubut, donde hubo un foco por día; las causas del desastre
apuntan a hechos intencionales
Por Fernando Massa El
bosque nativo arrasado por el fuego y los distintos focos aún encendidos sobre
el lago Epuyén, el martes pasado, en Puerto Patriada, Chubut. Foto: LA NACION /
Emiliano Lasalvia
LAGO PUELO y CHOLILA, Chubut.- La lancha cruza el Lago
Puelo. Ariel López señala el castigado cerro Currumahuida y advierte los
diferentes colores de su ladera: el gris de la montaña pelada que dejó el
incendio de 1987, un sector rojizo que ardió ahora en febrero y el negro de lo
que apagó estos días la brigada de Parque Nacionales que él comanda. Culpa al
verano más seco de los últimos años con, hasta ese momento, sólo 15 milímetros
de lluvia caídos en tres meses cuando la media es de 130. Culpa a la caña
Colihue que floreció el año pasado -lo hace cada medio siglo- y que muerta
genera material combustible que prende como el papel. Que sólo necesita de una
mano negligente o malintencionada -las principales hipótesis oficiales, en este
caso, apuntan a pirómanos y especuladores inmobiliarios- para desencadenar el
fuego. El peor incendio forestal de la historia argentina, que vienen apagando
desde enero a razón de un foco por día y que arrasó con una superficie de
bosques nativos en Cholila, Puelo, Río Turbio y Epuyén de 42.000 hectáreas, es
decir, dos veces la Capital Federal. Desde la lancha se observan por lo menos
tres columnas de humo en la ladera del cordón Derrumbe. En la playa, al pie del
cerro, un grupo de la brigada de Incendios, Comunicaciones y Emergencias (ICE)
del Parque Nacional Lago Puelo se apresta a subir una vez más las tres cuadras
hacia arriba que los llevará a los focos más bajos. Una subida sin sendero que
hacen cuatro, cinco, diez veces al día. En un sendero que cruza de Este a Oeste
la montaña, donde el bosque aún es bosque, entre avispas y huellas de jabalíes,
un grupo almuerza mientras Hernán Aravena, jefe de brigada, recorre el
perímetro. "Nuestro trabajo es no permitir que el fuego siga avanzando. Lo
hacemos con líneas de contención o fajas, y con agua: ataques directos casi
sobre la llama e indirectos, más retirados. Lo complicado acá es la pendiente y
el material rodante. Está en nosotros subir. Pero lo importante es que no se
queme nada más", dice. Los
Valenzuela perdieron todo y ahora viven en un
colectivo. Foto: LA NACION / Emiliano Lasalvia
A machete y motosierra, un grupo arma un cortafuegos, una
franja limpia para que no avance. Del otro lado, Nazareno y Jorge se encargan
de la mojadura y la guardia de cenizas: echan agua a lo quemado para matar los
fuegos subterráneos que viajan por las raíces e impedir que se encienda de
nuevo. Ahí todo es gris y negro. Huele a carbón encendido. Los zapatos se
hunden en la ceniza tibia. La tierra humea. "Ver esto duele. Van a pasar
décadas hasta que se recupere", dice Jorge. lovizna. En la radio de
Aravena, los jefes hablan de posibles vientos de hasta 90 km/h. Es hora de
bajar. Las 17.30 es un horario atípico para cerrar la jornada. Han bajado de
madrugada o dormido en la Cordillera. En el ICE, los espera bebida caliente y
cuencos con mortadela, queso y tortas fritas. Nadia Zermaten, que con los
fuegos dejó el rol de conservacionista y asumió el de chef, cuenta que hay
mucho por hacer por los brigadistas, y eso que los de parque cuentan con mejor
equipamiento que otras brigadas: muchos son contratados, tienen otros trabajos,
y un franco cada nueve o diez días. Es momento de descansar. Todavía no saben
que esa noche lloverá más de lo que llovió en tres meses: unos 25 mm, que no
alcanzarían para apagar el fuego, pero ayudarían a apaciguar el panorama. A
pocos kilómetros de ahí, en Desemboque, se habla de los Valenzuela, que ahora
duermen en un colectivo que les prestó un vecino, porque el fuego les sacó
todo: los árboles frutales, el taller con todas las herramientas, el galpón
donde guardaban la avena para pasar el invierno, y su casa con sus ahorros y
pertenencias. Es que en ese cañadón el viento aparece de un lado con ráfagas
repentinas que al rato vuelven, y después suben a la Cordillera tornando al
fuego tan veloz como imprevisible. Y mientras su mujer cocinaba dentro de la
casa para abastecer a vecinos y brigadistas y él ayudaba a otro vecino, el
incendio arrasó su terreno. Andaba apagando el fuego con $ 1200 en el bolsillo,
y esa mañana le digo a mi señora para qué iba a andar con esa plata, que por
ahí la perdía, y la dejé en la casa. Eso se quemó. También los ahorros de mi
hijo, 3000 pesos de unos trabajos y la venta de una moto. Y se perdió el mejor
calzado porque lo viejo lo estábamos usando para apagar el fuego. Se perdió el
trabajo de una vida", dice Valenzuela. Graciela y Mario Zúñiga viven en un
terreno al otro lado del camino. Están furiosos porque aseguran que esto se
podría haber previsto. Que ahora que se van apagando los fuegos y llegue el
invierno, todos se olvidarán de esto. Y de ellos. Que son los únicos castigados
por las desavenencias entre cada jurisdicción y la falta de coordinación. Y que
el fuego no permite demoras. Curtidos por la experiencia, pudieron defender su
terreno gracias al tanque australiano que instalaron en 2011 y que conectaron
con una manguera hacia un tanque plástico y una Pelopincho. "Fue
impresionante: en segundos llegó el incendio", dice Zúñiga mientras
revuelve la tierra humeante con su zapato. A menos de 100 kilómetros de ahí, en
Cholila, se quemaron unas 30.000 hectáreas de bosques nativos donde se
encuentran alerces de más de 3000 años. La versión oficial habla de un rayo
desencadenante, hipótesis apoyada en la inaccesibilidad del lugar. Pero también
de intencionalidad: se ha acusado a los "negocios verdes", como
llaman a la especulación inmobiliaria; al activista mapuche Jones Huala, y
ahora también a unos adolescentes pirómanos. La hostería que el piloto y
poblador Daniel Wegrzyn y su esposa, doctora en biología Silvia Ortubay, tienen
a metros del lago Cholila sirvió de refugio para unos cincuenta vecinos de la
zona mientras duraron los incendios. Desde ahí planeaban y evaluaban a
diario
las estrategias para lidiar ellos también contra un fuego que avanzaba más
rápido de lo que un hombre puede correr. Con una Pelopincho, los Zúñiga lograron salvar
su casa. Foto: LA NACION / Emiliano Lasalvia
Wegrzyn, que recorrió por lo menos una vez por día con su
avioneta la zona del desastre, habla de la importancia la detección temprana
del fuego y el ataque inicial. "Probablemente, la mayor falencia estuvo
dada en la mala coordinación de un buen equipo. Parte de esto es la demora en
darles intervención, que los aviones no estuvieran donde tenían que
estar", escribió en uno de los tantos reportes que día tras día subió a
las redes sociales. También habló de la importancia de las tareas de
prevención, con puestos de observación para la vigilancia, y destacó la tarea
de los pilotos -aunque a veces las órdenes de arriba no bajaran rápido- en
especial ese helicóptero con helibaldes de Parque Nacionales que llegó a echar
agua sobre una casa cada dos minutos para salvarla.
La brigada de Lago Puelo
finaliza la jornada. Foto: LA NACION / Emiliano Lasalvia
Desde el aire, se toma la dimensión macro del desastre.
Desde el suelo, lo micro: los árboles muertos y el silencio del bosque quemado,
donde no hay hojas que empuje el viento. "Ahora tampoco hay sombra. El sol
va a calcinar donde antes no llegaba. El verano que viene capaz que hay un
pastito, pero le va a dar el sol completo y ese pasto se va a secar y se van a
producir nuevos incendios. Va a haber menos agua y el suelo ya no cumple la
función de esponja", explica Silvia Ortubay. Sin embargo, queda un sistema
que no se ve. Microorganismos que se refugian en los troncos y rebrotes de
ñires, retamos o radales. "Por eso no hay que tocar el bosque nativo por
un año. Se tiene que armar una sucesión ecológica: un proceso en el que primero
crecen los pastos que van a fijar el suelo y van a juntar un poquito de agua,
donde después vienen los arbustos nativos que sirven de nodrizas para las
semillas. Y es importante no dejar que por diez años el ganado pastoree
ahí", dice Ortubay. Por eso, en un escenario tan devastado, un puñado de
hojas verdes se vuelven una esperanza real. Con la colaboración de Ana Tronfi
TOMADO DE LA NACION DE AR
No hay comentarios:
Publicar un comentario