¿Quién gana y quién pierde?
La polémica reforma laboral brasileña, al desconocer los
principios esenciales del Derecho del Trabajo, no es una mera modificación
legislativa sino un giro político–jurídico de especial relevancia para las
relaciones capital–trabajo, cuyos efectos repercuten más allá del país norteño.
Por Héctor Zapirain[1]
La reforma laboral que ha tenido lugar recientemente en
Brasil ha despertado especial interés en nuestro país. Se trata de la Ley Nº
13.467, de 13 de julio de 2017, por la cual se introducen profundos cambios en
la Consolidación de las Leyes del Trabajo –cuerpo normativo que si bien había
sido objeto de diversas enmiendas tiene su fuente de creación en el Decreto–ley
Nº 5.452, de 1º de mayo de 1943–, viene a consagrar un régimen jurídico basado
en la flexibilización y la desregulación normativa. Desmonta los mecanismos de
protección previstos en la vieja ley del año 43 y abre el camino para que las
empresas dispongan de mayor libertad en la contratación de la mano de obra,
eliminando o reduciendo sus costos al mínimo.
Veremos seguidamente los aspectos más críticos de esta
reforma y los que, a nuestro criterio, evidencian los verdaderos fines
perseguidos por quienes la proyectaron y llevaron adelante.
ALGUNOS ASPECTOS CENTRALES DE LA REFORMA
Desconoce los principios esenciales del Derecho del Trabajo
(principio protector, principio de irrenunciabilidad de derechos, principio de
continuidad de la relación de trabajo, entre otros). Consagra el Derecho común
como derecho subsidiario del Derecho del trabajo, aun cuando los preceptos del
Derecho común sean incompatibles con los principios que informan y dan sustento
al Derecho del Trabajo. En el texto modificado ello era posible en la medida
que no fuera incompatible con esos principios esenciales. Esto implica un
retroceso, volver a las viejas concepciones del individualismo jurídico
(primacía de la autonomía de la voluntad y la igualdad formal entre quien vende
su fuerza de trabajo y quien la compra).
Restringe las facultades interpretativas de los Tribunales
de Trabajo. El Tribunal Superior de Trabajo y los Tribunales Regionales no
pueden restringir derechos legalmente previstos ni crear obligaciones que no
estén contenidas en la ley; y en la interpretación de las convenciones y
acuerdos colectivos deben limitarse a analizar los elementos esenciales del
negocio jurídico de conformidad con el Código Civil.
Hace de los tribunales de justicia un mero aplicador de la
ley positiva, restringiendo su facultad interpretativa y generadora de una
jurisprudencia que pueda ir más allá de la norma formal y adaptarla a la
realidad y los cambios que se producen en el mundo del trabajo.
Privilegia los acuerdos individuales entre trabajador y
empleador. Coloca a los acuerdos individuales en el mismo nivel que las
convenciones y los acuerdos colectivos con respecto a la fijación de la
duración diaria de trabajo, a acordar un banco de horas, a establecer un
régimen de compensación de jornadas, y a pactar un horario de trabajo de doce
horas seguidas y fraccionamiento de la licencia anual.
Para el caso de empleados con formación superior o cuyo
salario mensual sea igual o superior a dos veces el límite máximo de los
beneficios del Régimen General de Previsión Social, el acuerdo individual que
celebren con el empleador tendrá la misma eficacia legal (prevalencia sobre la
ley) y preponderancia sobre los instrumentos colectivos en las hipótesis
previstas en la norma reformada.
Rompe con el concepto “mínimo legal indisponible“. Comporta
una ruptura con el concepto de “mínimo legal indisponible” (carácter imperativo
e irrenunciable de los límites mínimos fijados por la ley en cuanto pilar del
Orden Público Laboral), dado que por convención colectiva y acuerdo individual,
en el caso de los trabajadores de nivel superior, prevalecen por sobre la ley y
podrán establecer condiciones de trabajo diferentes a las previstas por ésta:
podrán ser inferiores.
Si bien la ley matiza al establecer que ello solo será
posible en las materias que se enumeran en dicha disposición (entre los cuales
figuran la jornada de trabajo, banco de horas anual y descanso intermedio), esa
enumeración no tiene carácter taxativo pudiendo incluirse otros temas. Los
límites están dados por ciertos derechos, entre los cuales figuran el salario
mínimo, el descanso semanal remunerado y la remuneración del trabajo nocturno.
Limita los efectos temporales de los convenios colectivos.
Tras establecer que no se podrá estipular una duración de la convención
colectiva o del acuerdo colectivo superior a dos años (disposición que ya
estaba en el texto modificado), la ley agrega una nueva cortapisa: prohíbe la
ultraactividad de estos instrumentos colectivos.
Primacía de los convenios de empresa. Estable que los
convenios colectivos de empresa prevalecen sobre las convenciones colectivas de
rama, determinando un desplazamiento de la negociación de rama a la negociación
de empresa.
Restricciones a la acción de los sindicatos. Otro aspecto
cuestionable de la reforma, cuyo cariz anti sindical resulta evidente y que
tenderá a la implantación de los denominados “acuerdos plurisubjetivos”, lo
constituye la disposición que establece que en las empresas con más de 200
trabajadores habrá una comisión con la finalidad de promover el entendimiento
directo con los empleadores. Dicha comisión será elegida entre los empleados de
la empresa con independencia de los sindicatos y ejercerá la representación de
éstos en ese ámbito. De la simple lectura de las facultades otorgadas a esta
comisión surge claramente la finalidad perseguida: restringir la
representatividad de los sindicatos a nivel de las empresas, principalmente en
las medianas y grandes empresas.[2]
Libertad patronal de despedir. Se consagra un régimen de
despido libre en cuanto ya no es necesario justificar o solicitar autorización
previa, tanto se trate de cese individual o colectivo.
Extensión de la jornada laboral. Congruente con la filosofía
desreguladora que inspira la reforma, se faculta a las partes que mediante
acuerdos individuales escritos o convenciones colectivas se pueda establecer
una jornada de trabajo de doce horas seguidas por 36 horas ininterrumpidas de
descanso. Este régimen solamente deberá respetar el límite de las 44 horas
semanales (o el límite de 48 horas con las horas extras) y 220 horas mensuales.
A nuestro entender esta disposición colisiona con lo
preceptuado en la Declaración Sociolaboral del MERCOSUR, en cuanto todo
trabajador tiene derecho a la jornada no superior a ocho horas diarias
(artículo 11 de dicha Declaración).
Contrato de trabajo intermitente. Se introduce una nueva
figura contractual: “el contrato de trabajo intermitente” o “contrato de cero
hora”.
Contrato de trabajo intermitente, según la ley, es aquel
donde hay una prestación de servicio subordinada, no continua, donde se da una
alternancia entre periodos de prestación de servicios con periodos de
inactividad. Este régimen de prestación puede ser determinado en horas, días o
meses y aplicable a cualquier tipo de actividad, con excepción de los
trabajadores de la aeronáutica, que se rigen por legislación especial. Durante
los periodos de inactividad no será considerado como tiempo a disposición del
empleador, por lo que no se computará a los efectos de la antigüedad.
Esta figura contractual, claramente desreguladora,
posibilita que un trabajador esté vinculado por años con un empleador sin que
por ello genere derecho a indemnización por despido. Al cese de cada periodo
sólo tendrá derecho a la remuneración pendiente, licencia generada, décimo
tercer sueldo proporcional (aguinaldo), descanso semanal remunerado y los
adicionales legales.
Precariza las condiciones laborales y de vida del
trabajador, y permite al empleador contar con una “mano de obra de reserva” que
le posibilita regular sus necesidades de mano de obra sin que ello le implique
mayores costos.
COMENTARIOS CRÍTICOS
Una evaluación que tuviera un carácter definitivo de la
reforma brasileña no sería posible, al menos en este trabajo, dado que
implicaría, para empezar, realizar un análisis comparativo entre el nuevo
régimen y el anterior que incluyera la perspectiva normativa pero también la
realidad práctica del modelo de relaciones laborales de Brasil.
No obstante, considerando los argumentos expuestos para la
reforma y las soluciones jurídicas que esta consagra, debemos coincidir con
quienes han sido muy críticos frente a los cambios introducidos a la
Consolidación de las Leyes de Trabajo.
Se trata de una reforma que no solo introduce cambios de
orden normativo sino que modifica la filosofía sobre la cual se sustentaba el
ordenamiento jurídico–laboral brasileño. No implica una mera modificación
legislativa sino un giro político–jurídico de especial relevancia para las
relaciones capital–trabajo, cuyos efectos repercuten más allá del país norteño.
Una reforma, pues, fundada en una concepción pro empresarial
y antisindical, que al restringir los instrumentos colectivos busca debilitar
el poder de los sindicatos; al favorecer los acuerdos individuales entre
empleador y trabajador (predominio de la autonomía de la voluntad y la igualdad
formal), deja en poder del empleador la facultad de fijar salarios y
condiciones de trabajo, con los consiguientes efectos que ello apareja para los
trabajadores. Nada nuevo bajo el sol. Se trata una vez más de aplicar la
gastada receta de que el mercado todo lo regula y que lo que obstaculiza la flexibilidad
y competitividad de las empresas (los derechos de los trabajadores, los
sindicatos, etcétera) debe ser removido, aunque ello sea a costa de los más
débiles.
La reforma se inserta en una línea rupturista con la esencia
y razón de ser del Derecho del Trabajo, derecho esencialmente tuitivo y
compensador de la desigualdad inherente a las relaciones entre la fuerza de
trabajo y el capital.
Los reformistas brasileños hablan de la necesidad de
“modernizar” o “actualizar” unas normas creadas para otro tiempo y otras
realidades. Pero lo que hacen es volver a viejas fórmulas que trasuntan en el
campo jurídico el liberalismo individualista y el mesianismo de mercado. Es una
vuelta de tuerca, un cambio de los vientos históricos, el retorno a fórmulas
perimidas que solo han traído una mayor desigualdad y desprotección para los
trabajadores, mientras las empresas (el capital) acumulan hasta niveles
escandalosos sus ganancias.
La reforma rompe con los paradigmas que han sustentado las
políticas legislativas protectoras del trabajo y los trabajadores, e inclina la
balance a favor del sector empresarial, al tiempo que tiende a maniatar y
restringir la acción de los sindicatos. Rompe, además, con esa “tregua
histórica” que ha permitido la convivencia de intereses socioeconómicos
esencialmente contrapuestos; “tregua” nunca explícita pero que surge de ese
pacto imaginario que se plasma en un ordenamiento político–jurídico que tiende
a equilibrar el poder de las fuerza sociales en las sociedades modernas,
compensando las desigualdades existentes entre estas y haciendo posible una
coexistencia en términos civilizados.
En suma, a la pregunta de quién gana y quién pierde con esta
reforma, debe responderse sin hesitación que los principales perjudicados son
la clase trabajadora y el sistema democrático brasileño. Y que los
beneficiarios son las empresas y los dueños del capital, quienes amparados en
las nuevas disposiciones legales tendrán vía libre para reducir los costos de
mano de obra e incrementar las rentas de sus inversiones sin importar las
consecuencias sociales negativas.
[1] Profesor de
Derecho del Trabajo (Facultad de Derecho-UDELAR). Asesor Jurídico del PIT-CNT.
[2] Debe recordarse
que la Declaración Sociolaboral del MERCOSUR (2015) establece que “Los Estados
Partes deberán garantizar a los trabajadores: ….d) el derecho a ser
representados sindicalmente,…” y se comprometen a reconocer a las
organizaciones sindicales su legitimidad en la representación y la defensa de
los intereses de sus representados (Capitulo III, Derechos Colectivos, artículo
16 Libertad Sindical). TOMADO DE VADENUEVO.COM.UY
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