sábado, 5 de noviembre de 2016

ALFABETIZACIÓN EN CUBA reporte a un pionero de aquellos días

Aquel Pedro que alfabetizó en Imías volvería otra vez
Pedro Iglesias Hernández tenía 16 años cuando se integró, en 1961, a la Campaña Nacional de Alfabetización. Tuvo alumnos en Imías y Maisí, territorios por donde pasó el huracán Matthew  Autor: Alejandra García |
Pedro Iglesias Hernández. Foto: Jorge Luis González
Pedro Iglesias Hernández tenía 16 años cuando se integró, en 1961, a la Campaña Nacional de Alfabetización. De «la etapa más emocionante de mi vida» guarda una foto de carnet, su único recuerdo tangible de aquellos días. En ella aparece un Pedro adolescente, con pelo crespo, boina, camisa gris y verde, el uniforme de los estudiantes insertados en la Brigada Conrado Benítez.
No hay otras huellas de aquel año, salvo en su memoria. Describe los acontecimientos como si Pedro no fuera él, sino alguien que conoció en otra época, o quizá el personaje de una película de aventuras que ha visto muchas veces.
«Empezaba el segundo año de Bachiller en el Instituto de La Habana cuando el Gobierno Revolucionario lanzó la convocatoria a todos los jóvenes que hubieran culminado la enseñanza primaria y secundaria». No lo pensó dos veces. Se ofreció como voluntario.
Este hombre de 71 años cumplidos que le habla al periódico Granma, fue uno entre los más de 1 600 estudiantes que se sumaron a la Brigada, con edades de entre siete y 19 años. «Todos los del Instituto nos incorporamos. Teníamos conciencia del riesgo que esto representaba, pero a nosotros nos entusiasmaba la idea de ayudar a otros y sin nuestros padres», se ríe.
Los jóvenes del Instituto de La Habana se dividieron en varios grupos y fueron distribuidos por distintas zonas del país.
Antes debían hacer estancia en un campamento en Va­radero, donde recibirían la cartilla Vence­re­mos, el manual Alfabeticemos y un breve curso preparatorio. «Mi grupo partió de la capital el 15 de abril de 1961, dos días antes de la invasión por Playa Girón. Cuando llegamos al campamento, había mucha incertidumbre. No se sabía a ciencia cierta por cuál playa llegarían los mercenarios. Recuerdo que durante la segunda noche, levantamos trincheras en la arena». Flotaba la amenaza de desembarque y ataque por esa zona. Pasaron horas escondidos entre las dunas; 72 horas más tarde, el campamento supo de la victoria.
«Se decidió que pasáramos allí menos tiempo de lo previsto. El curso, planificado para varias semanas, apenas duró una». Luego, los equiparon con un uniforme especial, ropa, una manta, una hamaca y un quinqué, y así el grupo de Pedro Iglesias partió hacia Guantánamo.
«Yo alfabeticé hace 55 años en la zona afectada hoy por el huracán Matthew. Reconozco en las fotos lugares por los que caminé, los ríos que crucé, las montañas que veía. Me duele la destrucción», se lamenta y agrega: «La primera zona que atendimos fue Imías».
Mientras las mujeres se quedaron en el mismo pueblo, a unos seis o siete varones «nos enviaron a la punta de la loma de Palmarito. Oiga, pocas veces bajábamos de allí. Aquella es una montaña inclinada y peligrosa».
Para llegar a Palmarito había que pasar antes un pequeño desierto y avanzar cuatro kilómetros antes de llegar al caserío. «Fue la Revolución la que abrió los caminos. Los campesinos de la loma vivían casi totalmente aislados, sin conocer el resto de la provincia por no hablar de La Habana».
Pedro presta sus ojos para que nos asomemos al paisaje que él vio. Allí había siete casitas campesinas, muy cerca unas de los otras, todas pobres y olvidadas en medio de la nada. «Nos distribuyeron uno por hogar. La familia que me tocó estaba formada por tres personas: madre, padre e hija. Recuerdo el primer día que los conocí. Vi primero a la señora, y ¡me llevé un susto! Estaba oscuro y ella se asomó con una manta de arpillera en la cabeza. Luego supe que así tostaban el café. Las guajiras lo llevaban puesto al tostar el grano sobre grandes cocinas de carbón en el patio. Si era de día la manta las guarecía del sol, y si era de noche, del sereno», dice Pedro.
En Palmarito casi todos eran descendientes de indígenas. «Piel rojiza; pelo muy negro y brilloso; nariz aguileña», recuerda. «Al principio, la familia me miraba con temor y desdén. No parecía de fiar aquel muchacho, contemporáneo de la joven de la casa. Pero con el tiempo, me gané su cariño. Yo era su maestro. Así me decían: “Maestro”, una palabra que ni antes ni después Pedro la escuchó nombrar con tanta reverencia.
Estuvo tres meses en Imías. Dormía en una hamaca dentro de la casa y se levantaba al canto del gallo, con el olor del café tostado y recién colado. Mientras madre e hija se quedaban en la casa, él se iba al campo con el padre.
Aprovechaban la luz del día para trabajar la tierra y a las seis de la tarde, a la luz del quinqué, comenzaban las clases.
Después, Pedro y su grupo fueron trasladados a la zona montañosa de Gran Tierra, en Maisí. «Allí se repitió la historia.
Alfabeticé y conviví, hasta noviembre de 1961, con otra familia, formada igual por tres personas».
Sus seis alumnos aprendieron a leer y a escribir, pero Pedro también creció con ellos. Volvió a La Habana, integró las Tropas Cohe­teriles de la Defensa Antiaérea de las FAR y se hizo después universitario. «Fui a las lomas siendo un niño y regresé hecho un hombre, lleno de orgullo porque mis alumnos pasaron el examen y recibieron su título de alfabetizados.

Esa experiencia me dio fuerzas para lograr todo lo que me propuse». Pedro se toca el pecho, como si tuviera una medalla y se pregunta qué habrá sido de esas familias durante el huracán, en qué podría ayudar ahora: «Me veo como el adolescente de 16 años y me digo, si me lo piden, regresaría otra vez». TOMADO DE LA GRANMA DE CUBA 

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