Fidel, un ejemplo
eterno de ética y patriotismo
Fidel Castro Rruz y Juan Almeida Bosque, en la Sierra
Maestra.
Foto: Archivo La irrupción de Fidel Castro en la vida
política de la primera mitad del siglo XX en Cuba fue un necesario
alumbramiento histórico, entendido en su orgánica naturalidad, al repasarse el
pasado colonial y neocolonial de la nación, junto al reclamo reivindicatorio
constante de un pueblo que jamás había sido libre, para decirlo con las justas
palabras de Mella.
Las características -singulares, en tanto manifestadas con
la misma intensidad suya, previo a sí, tan solo en unos pocos antecedentes- del
amor por su país, su defensa al reclamo a la soberanía nacional y el profundo
antimperialismo que luego profesó se comprenden mucho mejor en esta peculiar
personalidad, a partir de su conocimiento e interés permanente hacia la
historia.
Los actos de Fidel fueron, en gran medida, estrategias,
verónicas, grandes fintas intelectuales para que las crueles lecciones de la
historia no se repitan en el suelo y la gente a quienes ofrendó su
devoción
eterna.
Siempre supo que sin fe en la Patria, orgullo, autoctonía y
dignidad el juego de vivir estaba mediado a favor del extraño.
Y los extraños, cuando son representantes de un sistema
imperial, tienden a elidir, ningunear, avasallar, ridiculizar. Fidel estudió al
dedillo a todos los imperios antiguos, como igual lo hizo con el norteamericano
desde su surgimiento.
Debido a los anhelos evidenciados en sus primeros siglos de
existencia, la proximidad geográfica de ese país y la suerte de rampa que
significaría la Isla para las apetencias de Washington -además de la dolorosa
incidencia estadounidense aquí durante la seudorrepública-, él fue harto
consciente de que los cubanos debíamos ser antimperialistas por ineludible
obligación, so peligro de desvanecernos en la tristísima condición de
marionetas habitantes de un “protectorado”.
Fidel, junto a otros magnos pensadores latinoamericanos,
sembró en la región esa necesaria premisa de supervivencia sobre la base de la
independencia que cuando es olvidada, tan solo un momento, por los pueblos
conduce a involuciones históricas como las verificables hoy en partes del
surcontinente.
Con luz de Varela, Maceo, Martí y Rubén en sus entrañas,
contribuyó a educar y hacer pensar a un pueblo. A la ignorante masa social
conformada por las carrozas y dictaduras de la neocolonia, les enseñó la
importancia crucial de la cultura, las instó a leer, mandó un ejército de
jóvenes maestros a alfabetizarlas, las exhortó a cultivarse espiritualmente.
Su Revolución del Moncada, el Granma, la Sierra, Enero del
´59 y la actualidad pudo entregarle la confianza en sí mismo, la autoestima y
el placer de reconocerse en independencia a un pueblo sumido en la indefensión
moral, asido a coyundas, casado con mentiras. Algo invaluable que le debemos todos
a sí, como a aquellos valientes que lo respaldaron en la larga lucha.
Fidel no dejó un minuto de su vida de pensar en cómo ayudar
a su pueblo, hecho esencial que tampoco podremos olvidar jamás.
Los noventa años que cumplió el pasado 13 de agosto no lo
hallaron conforme; jamás lo estaba por naturaleza, aunque debía estarlo con
creces por cuánto representó su huella en el destino de Cuba, de América
Latina, del Mundo. La historia universal tiene en él, en su patria, capítulos
ineludibles.
El gran poeta argentino Juan Gelman dijo que Fidel es un
país. Sí, y también un universo, un cosmos, una galaxia inextricable, el
concepto de hacer bien para llegar a lo eterno, un viajero del tiempo con la
capacidad de post-ver, como hubiera dicho con su verbo único alguien quien
tanto lo admiraba como Raúl Roa.
Pero, además, padre preocupado por el camino de sus hijos,
en toda circunstancia; una persona entregada irrenunciablemente a los suyos;
alguien quien siempre puso su pecho a las balas por proteger a su tropa.
Un ejemplo viviente, eterno, de humanidad, ética,
laboriosidad, solidaridad, valentía y amor a la Patria. TOMADO DE LA GRANMA DE
CUBA
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