Una crónica desde el
continente indomable
El periodista Federico Bianchini quedó varado en la
Antártida y de allí surgió un libro de historias -la suya, las de los
científicos- cotidianas y extraordinarias que logró plasmar con incredulidad,
maravilla y conciencia por lo que encontró en el lugar
Foto: LA NACION - Marcela
Todo comenzó con un sueño. Atrás, en el pasado. Eran los
días de la infancia y Federico Bianchini escuchaba a su abuela decir como algo
recurrente: "No sabía que era imposible, fue y lo hizo". Años más
tarde, él llegó al continente del frío extremo para contar sobre los diferentes
trabajos que los científicos hacen allí. El deseo de estar en ese suelo llevaba
tiempo en él. Antártida (Tusquets, 2016) es el nuevo título del periodista que
explora la vida en el lugar más inhóspito del planeta; en tanto territorio
virgen, el que ofrece mayores posibilidades de estudio para lo científico y
encuentra en eso un paraíso de investigación. El resultado de esa experiencia
es esta historia que Bianchini trabajó durante largo tiempo y que sale dentro
de la colección Mirada Crónica, con la edición de Leila Guerriero. Por este
trabajo, cuando aún era proyecto, obtuvo a comienzos de este año la Beca
Michael Jacobs de la Fundación Gabriel García Márquez (FNPI). Para la
convocatoria al mismo premio, será ahora jurado junto a los reconocidos Jon Lee
Anderson y Diego Samper Pizano.
El libro empieza con un día caluroso de febrero en la
ciudad, cuando Federico Bianchini espera a pocas cuadras del Obelisco que lo
pasen a buscar para subirse a un avión -un Hércules- que lo llevará a Río
Gallegos, y de ahí al destino final, donde "el 97 por ciento" de la
isla es hielo. "En los 34,5 kilómetros cuadrados restantes, sobre la roca,
se asientan las pingüineras y las bases." Cada capítulo toca un aspecto
diferente del trabajo, de la geografía. Así, el lector entra en la base y sabe
de las rutinas de trabajo, horarios, los recodos para preservar la intimidad,
la vida. "En la Antártida no hay llaves. Dentro de las bases, las puertas
de las habitaciones están abiertas; las de los refugios también. Si alguien
llega, desesperado, tiene que encontrar un sitio abierto para calentarse y
poder comer", escribe. Comparte las funciones de cine, un baile. También
las historias de quienes murieron. Estudiar lo hostil es una amenaza latente. Y
la naturaleza puede serlo.
Bianchini llegó a una de las trece bases argentinas, donde
el aislamiento y la concentración suelen ser herramientas esenciales para
permanecer. "La capacidad de adaptación es fundamental", dice el
autor que había pensado estar diez días, pero el clima lo retuvo 25. Durante
ese tiempo se preparó constantemente para volver a Buenos Aires, hasta que oía:
"Hoy tampoco podrás salir de aquí". Es que en ese lugar tan al sur
como de otro mundo, la naturaleza manda, silenciosa y helada. Y los hombres y
mujeres están allí para estudiarla, aprender sobre ella y de ella, alejados,
incluso, de sus familias; a merced de eso que ni el humano ni la ciencia pueden
cambiar: lo que la tierra -bajo cero- quiera hacer. El libro es una crónica que
pone luz sobre eso, las mareas y retiradas entre los humanos y la Antártida.
Federico Bianchini es editor de la revista Anfibia. Trabajó
en Clarín y La Razón y tiene publicado también el libro Desafiar al cuerpo
(Aguilar, 2015), que reúne textos sobre la práctica deportiva y el desafío al
dolor como eje. Su nombre empezó a pronunciarse seguido a partir del premio
Nuevas Plumas que recibió en México por un perfil sobre el escritor Adolfo
Fowgill. El título del trabajo es El hombre que nada, con una foto de Fogwill
flotando sobre el turquesa de una pileta. Y después llegó otro, también
premiado con el Don Quijote Rey de España (agencia EFE) por El supremo anfibio,
sobre Eugenio Raúl Zaffaroni, que ocupa parte de sus escenas en las prácticas
de natación del ex juez de la Corte. Antártida es la reserva de agua natural más vasta del
planeta. Aunque helada, Bianchini -una vez más- volvió al agua. "Cuando
llegamos a la base, en otro sector de la isla 25 de Mayo, ya casi es de noche.
Los buzos arrojan por la borda escaleras y sogas, y bajamos hacia los botes
despacio, con temor y respeto. En la orilla, las botas nos protegen del agua
helada. Nieva. El jefe militar, el jefe científico, varios militares y
científicos nos esperan para recibirnos", cuenta al inicio de una historia
que hace pie en la forma de vida de quienes estudian todo cuanto sucede en ese
páramo de frío y viento, que podría generar miedos en cualquiera que no
estuviera entrenado. Y aunque sí, con precaución: algunos científicos dejaron
la vida allí. Contarlo era también contemplar el riesgo. Pero quería estar ahí,
en el sueño posible.
Viaje: el libro comienza un día de verano en Buenos Aires,
cuando pasan a buscar a Bianchini para que aborde el Hércules hacia la
Antártida Foto: LA NACION
¿Cómo surgió esta
historia?
Desde chico había tenido ganas de conocer la Antártida, esa
tierra misteriosa de desafío y paisajes indescriptibles. En 2010, haciendo una
nota, pasé cinco días en el cerro Tronador, en la provincia de Río Negro;
entrené con los militares que irían a la Antártida. Muchas veces, el periodismo
no es más que una excusa para hacer lo que uno quiere y no se anima. La crónica
se publicó, pero la invitación a la Antártida se postergó hasta diluirse. En
2015, supe que en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), de quien
depende la revista Anfibia, donde trabajo, iba a empezar a funcionar el
Instituto Antártico Argentino (IAA). Era la oportunidad que había esperado
durante mucho tiempo. Así que empecé a hacer gestiones y, después de varios
meses, un viernes, llegué a la base Doctor Alejandro Carlini, una de las siete
permanentes de las trece argentinas que hay en la Antártida: la que concentra
el trabajo científico.
¿Cuáles son esas
cosas que hay que saber antes de ir a la Antártida?
Aprender a mantener la calma. Siempre. En el Tronador, en
febrero de 2014, hice un entrenamiento específico. Por ejemplo, con algunos más
tuvimos que encordarnos y caminar atados unos con otros por una especie de
grieta con vacío a los dos lados. En la mano llevábamos piquetas; la idea es
que si uno se cae, gira, clava eso y grita: caigo. El instructor me decía que
no mirara hacia los costados, pero en un momento tuve que mirar. Vi una cosa
muy linda, una especie de línea turquesa allá abajo; después, es como que perdí
la capacidad de pensar, me quedé en blanco, hasta que sentí que me gritaban:
"Dale, dale". Eso que había visto era un hueco con hielo. Fue una
sensación fuerte, de que me podía ir para abajo y no era un juego. El
entrenamiento sirve para llegar a resolver algo complicado. Pero lo cierto es
que en Antártida está todo muy controlado.
Para comprender lo
indomable
Los científicos que van a la Antártida llegan con objetivos
diversos. El principal, comprender en qué está el planeta. El trabajo de ellos
"es enorme y muy variado, pero se estudia, fundamentalmente, el impacto
del cambio climático", narra el periodista en uno de los capítulos.
Estar más días de los previstos lo llevó a reunir más de 40
horas de entrevistas grabadas y ese volumen de material lo hizo pensar que, más
que una nota, tenía un libro.
Desde la ciudad se la imagina como un lugar fascinante y
hostil, ¿cómo es el afuera de la
Antártida?
En el libro lo cuento así: un biólogo sale, va al comedor, y
yo detrás de él. El viento no me dejaba ver nada. Se había complicado, pero
nosotros íbamos a 100 metros de ahí. Otros científicos, a kilómetros. También
incluí algo que me pasó con la posible mordedura de un lobo marino; una escena
entre peligrosa y ridícula. Los lobos se mimetizan con las rocas, están acostados,
territoriales. Yo filmaba, caminaba lento y escuché un sonido: era un lobo
marino que me corría. Cuando me fui un poco más allá, se fue. Pero nos habían
dicho que tuviéramos cuidado con esos bichos.
¿Uno se acostumbra,
por ejemplo, a tanto frío?
Hay dos cosas que me llamaron la atención. Uno se da cuenta
de lo absurdo de la moda. Ahí todos tenemos la misma ropa, la da la Dirección
Nacional Antártica. No se siente frío, se está preparado para eso, se siente
cuando se está quieto. Hay dos tipos de ropa, un plumón muy abrigado, pero si
hay que caminar 400 metros con eso, no sirve, se transpira demasiado. Y hay
otro tipo de ropa, como una remera térmica, un buzo, una campera de polar y
algo medio impermeable y arriba un rompehielo. Fui en verano, en algunos momentos
podía estar a la intemperie. Y también hice una adaptación al frío. Para salir
a caminar un poco, al principio iba con guantes, antiparras, gorro. Y los
últimos días no salía con guantes. Sí es fuerte para la gente que tiene que
hacer trabajo con el agua, cada tres horas, en julio, por ejemplo. O para los
que miran el tubo de la laguna y a veces tienen que estar frente a uno de los
galpones donde hay una luz amarilla, que es lo único que hay para orientarse.
Hay que estar psicológicamente preparado ante una situación que se produzca, no
desesperarse. El extremo de eso es lo que hacen los buzos. Ellos dicen: «si te
ahogás, morís tranquilo». Bajan a las profundidades, si se llega a congelar lo
que da el oxígeno, suben, pero no pueden hacerlo rápido, les daría una
trombosis. A una doctora la atrapó una la foca creyendo que era un pingüino, y
la llevó tan abajo que la presión hizo que le explotaran los oídos. El bicho se
dio cuenta de que no era un pingüino y la subió, pero ya era tarde.
"Muchas veces, el periodismo no es más que una excusa
para hacer lo que uno quiere y no se anima".
Ese objeto de
ciencia, de inspiración
Antártida es un libro sobre un viaje que pone luz a lo que
se hace en esa porción misteriosa del planeta preservada en su condición de
lejana, hasta que mujeres y hombres llegan para acercarse a comprender qué pasa
realmente ahí. O qué podría suceder si las cosas se corrieran de su eje. Literal.
Alejados de su mundo, de quienes quieren, tratan de hacer como que están en
casa.
Durante el verano, cuando el frío es menos duro, trabajan
alrededor de 60 profesionales entre biólogos, geólogos, glaciólogos o
ingenieros. Antes de ser periodista, Bianchini pensó en ser ingeniero; le
gustaba mucho la química, la matemática. Por esos días, también hacía un taller
de escritura. De manera que el libro es una síntesis de sus propios caminos. Se
dio cuenta de que no había ido a escribir, sino que "había dicho que iba a
escribir para poder llegar a la Antártida".
En este libro, la poesía circula como el viento sobre la
superficie. El epígrafe es de Rubén Darío, unos versos que el periodista leyó
una tarde de tormenta en la biblioteca de la base Carlini: "¿Quién dirá
que te vio, y en qué momento? ¡Qué dolor de penumbra iluminada! Dos voces
suenan: el reloj y el viento, mientras flota sin ti la madrugada". Está
también Lorca, y un salmo religioso que leyó en una placa, sobre un monolito.
En esa otra tierra que no es sólo para los ojos de los científicos, Bianchini
la vio así: "Aquí, en las Shetland del Sur, el viento se estanca sucesivo
y puntual. Tan violento que en días de ráfagas continuas, si uno abre los
brazos e inclina el cuerpo hacia atrás, no cae; apoyado sobre los talones,
queda suspendido. Por eso fuerza animal, durante unos segundos, siente que está
flotando". La beca Jacobs premia la originalidad y el potencial de cada
proyecto. Federico Bianchini se presentó y la ganó. Desde su modo singular,
contó el trabajo, la vida allí; la soledad y el asombro. Y como si todo aquello
pudiera condensarse en la pregunta de un maestro: ¿Cómo es aquel hielo? El
periodista lo respondió así: "Ayer me cayó un copo en la mano y me
impresionó la rigurosa simetría de los cristales de nieve. Me saqué los guantes
y sentí el frío en los dedos. Enfoqué con la cámara el paisaje y se me ocurrió
que ver todo eso me producía una sensación similar a la que se experimenta en
un sueño agradable: una mezcla de incredulidad, maravilla y conciencia. Un
disfrute apacible".
Como sucede con la Luna, la nieve tiene también su lugar de
enunciación en el universo de lo poético. Y aunque Antártida no está allá
arriba, fácil de ver, platónica e inalcanzable, es una forma de abstracción en
su blancura, en la distancia, en lo indomable: si se derritiera, no habría más
historia. Entonces, aún con un pie sobre ella, es tan idealizable como la Luna.
Fotos de The New York Times, Federico Bianchini y Emiliano
Depino tomado de la nación de ar
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