La emoción de partir y dejar atrás lo cercano
En todo viaje, zarpar es muchísimo más que atracar; la
partida ensancha sin límite el horizonte e infunde a las horas un contenido
nuevo, el de la gratuidad
En un viaje intercontinental no se está más expuesto a lo
incierto que al subir a un colectivo en la esquina de siempre. Pero la
familiaridad, a fuerza de abusiva, termina enmascarando los riesgos que se
corren también donde habitualmente se reside.
Siempre hay algo excitante en lo imprevisible, así como algo
que sugiere ser cautos ante la presunción de creer que, porque hemos
planificado nuestro viaje, sabemos cómo se desarrollará. No en vano, al partir,
se nos desea suerte. Hay también en ese buen deseo una inseguridad velada.
Esta imponderabilidad última, no obstante, rara vez resulta
disuasiva y en nada afecta la multiplicación aluvional de quienes, en el último
siglo, viajaron y viajan impulsados por el anhelo de ir hacia lo que no se
conoce aún.
He viajado mucho, lo sigo haciendo con frecuencia y siempre
con interés. Y no solo con interés por el sitio hacia el que voy. También
atraído por el viaje en sí, por el traslado, por la partida, por esa suspensión
entre dos puntos que infunde al viaje su rasgo propio.
Viajar es ocupar un espacio paradójico: nada en él es
perdurable. La palabra pasajero lo expresa todo. Quien viaja, como suele
decirse en los aeropuertos y a bordo de los aviones, está en tránsito. En un
"entre" donde la fugacidad gana un protagonismo que la vida cotidiana
disimula.
El reverso del aplauso con el que los pasajeros acostumbran
coronar un buen aterrizaje es esa tensión que suele embargarlos al partir. Ese
instante en el que braman los motores del avión y la máquina se lanza a la
carrera como un toro desbocado. El silencio espeso que se palpa a bordo y que a
veces solo altera el llanto de un bebé en brazos de su madre, corresponde al
momento álgido de esa suspensión, de ese estar pendientes de algo que va a
pasar. Finalmente, la nave gana el cielo y cede la inquietud que
invariablemente embarga al dejar tierra firme.
Viajé en barco con alguna frecuencia siendo joven. Y volví a
hacerlo, recientemente. Nada me agrada más que prolongar esa estadía en el
océano, familiarizarme con cada rincón de la nave, aspirar la noche marítima.
Nada me agrada más que acompañar, en el día que nace, la metamorfosis del agua
bajo la luz cambiante, la danza de sus olas, la presencia de súbitas gaviotas
incansables y, a veces, el espectáculo repentino de sus habitantes profundos en
la superficie del mar. Todo eso me despierta, sostiene mi emoción, me arranca
al ensimismamiento, me abisma donde nada es usual.
Zarpar es para mí muchísimo más que atracar, aun en puertos
desconocidos. La partida ensancha sin límite mi horizonte. Y, mar adentro, me
encanta recorrer la cubierta azotada por el viento, sentir en la cara las gotas
que ascienden y estallan; saborear, mientras anochece, un whisky en la placidez
de un salón pequeño y apartado donde es posible leer sin verse interrumpido y
hasta donde llega, amortiguado, el temblor tenue de la sala de máquinas y el
manso vaivén de la nave.
Los largos viajes en tren cautivaron mi infancia y siguen
haciéndolo ahora. En especial, los trenes con camarotes y salón comedor, que
atraviesan el día y la noche haciendo oír una, dos, tres veces su silbato, ese
gemido que parece rasgar el aire y sumir en la desolación los paisajes que van
quedando atrás. Adormecerse en esas cuchetas altas era mi deleite de niño
sintiendo el traqueteo rítmico de la marcha rápida. O escuchar, sin despertarme
del todo, el chirrido de los frenos al alba cuando el tren se iba deteniendo
hasta inmovilizarse en una estación casi desierta para volver luego, poco a
poco, a ponerse en marcha, pesadamente primero y luego más y más rápido hasta
convertirse en un bólido devorado por la oscuridad.
Y están, ni que decirlo, las múltiples formas del viaje
interior. Esas inmersiones, reflexivas o pasionales, o ambas cosas a la vez, de
incursionar en el recuerdo, en un balance de lo que se hace o se ha hecho, en
la ponderación de quien nos importa o en las razones por las que alguien o algo
ha perdido nuestro interés. ¿Qué es meditar sino un viaje interior?
Es cierto que la introspección es una aventura viajera con
menos prensa y quizás con menos usuarios que los viajes al exterior, sea éste
lo que fuere. Sin embargo, esa aventura no es menos sustancial para quien la
emprende y a veces más decisiva. "Lo que en mí siente está pensando",
escribió Fernando Pessoa. La frivolidad, esa zorra siempre hambrienta que nos
acecha, es enemiga de las incursiones interiores y, usualmente, nos propone
viajar para olvidar, viajar para distraernos, viajar en suma para liberarnos de
nosotros mismos y de todo aquello que en nosotros pide una mejor consideración crítica
y autocrítica. El turismo interior no existe.
Conocí viajeros notables. De todos ellos quien más me
impresionó fue el poeta Ricardo Molinari. Era hombre de pocos escenarios.
Volvía siempre a los mismos sitios. No dejaba de descubrirlos. Veía, al mirar,
de tal modo que desconocía la monotonía. Me recibió un día en su departamento.
Yo tenía veinte años. Él se alejaba ya de los setenta. Alto y de tez oscura, su
pelo blanquísimo era abundante y enmadejado. Había en sus ojos una expresión de
tristeza franca que contrastaba con la vivacidad de su voz. Hablamos, en
aquella ocasión, de dos de las presencias relevantes en su poesía: España y
Portugal. No había otras para él, fuera de los cielos de su pampa argentina. Le
pregunté si pensaba regresar próximamente a Portugal y España. Yo venía de
allí. Había sido mi primer viaje a Europa. Desbordaba de fervor. Molinari me
miró en silencio, como si dudara en decirme lo que finalmente me dijo:
"Sí. En dos meses estaré por allí. Será la última vez. Voy a ir a despedirme
de las cosas".
¡Viajar para despedirse de las cosas! ¡Viajar por última vez
a los sitios que se ama! ¡Nunca podía suponerlo yo a los veinte años, en la
plenitud de la inmortalidad! ¿Cómo pensar en cerrar puertas a esa edad en la
que solo se busca abrirlas? No hay, a los veinte años, viaje postrero. No hay
despedida. Pero las palabras de Molinari y el silencio que las precedió me
despertaron para siempre. Había hablado un poeta. Había hecho estallar la
obviedad y la inocencia. Viajar fue para él (y en un día no distante lo será
para mí), ir al encuentro de todo lo que, si se lo ama, en algún momento hay
que saber decirle adiós.
El viaje nos propone días y noches en los cuales quedan
aplazados los problemas que dejamos irresueltos al partir. Ellos pierden poder
de incidencia en nuestro estado de ánimo. Preocupaciones, apremios, ansiedades
que suelen infundir su color a cada jornada, dejan de tener relieve en un viaje
placentero.
Al viajar nos encontramos equidistantes del ayer y del
mañana, del antes y el después. Suspendidos, se diría, entre uno y otro. Es que
la magia del viaje priva al deber y a la inquietud de vigencia cotidiana. Los
erradica del presente. Por eso, la aventura de partir se convierte en la
ventura de no inscribirnos más que en el tiempo del deseo y la fruición.
Nuestra íntima disponibilidad infunde a las horas un contenido nuevo: el de la
gratuidad, el de la extinción de lo inaplazable.
Los días, al viajar, se suceden sin imposiciones. En sus
horas, nuestras finalidades y propósitos recuerdan las gratas reglas del juego
infantil.
Muchos -la mayoría- prefieren viajar sabiendo de antemano
adónde irán. Otros en cambio, los menos, se lanzan sin más al encuentro de lo
repentino y deciden, a cada paso, dónde estar, adónde ir. Aun así, tanto unos
como otros, al sustraerse a la mal llamada vida diaria descubren un goce mayor:
el de "perder" el tiempo. Y ese tiempo que se "pierde" es
aquel que nos subordina y consume haciendo de nosotros vasallos del deber y
mendicantes del disfrute. De modo que, con lo habitual que se extingue, nace al
viajar lo inusual que alivia y entusiasma. Las cosas, entonces, despejadas por
ese trato apacible que le brinda el viajero distendido, le entregan la calidez
de su mejor presencia. Una calle, un monumento añejado por los siglos, un
cuadro que le abre su secreto en un museo, un rostro inigualable en un café,
ganan a la luz de esa disposición a frecuentarlas íntimamente un relieve
conmovedor. Ese relieve basta para persuadirnos de que supimos estar donde
aseguramos haber estado.
Viajar, partir, dejar atrás lo abusivamente cercano y
celebrar, yendo, lo que no lo es. Fundar, aunque solo sea por unos días, un
orden inédito. Frágil, sí, perecedero. Pero infinitamente luminoso como
experiencia primero y como recuerdo después. Recorrer nuevos espacios, entablar
nuevos vínculos. Redescubrirse en emociones insospechadas y hacer de lo
desconocido un universo amigable.
Por: Santiago Kovadloff // tomado de la nacion de ar
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