En esta columna de opinión, el autor se sorprende de la cantidad de vocablos informáticos que debimos aprender para adecuar nuestras existencias a la utilización de las nuevas herramientas comunicacionales. También esboza una crítica social sobre la manera en que la sociedad ingresó a una especie de ciberadicción.
LA CIBERADICCIÓN, UNA ADICCIÓN DE NUESTROS DÍAS
No hay dudas que cuando pase la pandemia -si es que ello
ocurre efectivamente-, va a dejar una serie de hechos, conductas y
acontecimientos novedosos para el análisis y el pensamiento, y también para el
aprendizaje. Lo cual no es una certeza, nunca se sabe, ya que los seres
humanos somos propensos a tropezar varias veces con la misma piedra.
Sin perjuicio de la variedad de situaciones para su
abordaje, me voy a referir a una asociada a las tecnologías de la comunicación
a distancia.
De golpe, hemos tenidos que digerir una serie de
términos, extraños para la mayoría de nosotros, como teletrabajo,
teleconferencia, zoom, streaming o también denominado transmisión por
secuencias, lectura en continuo, difusión en continuo o descarga continua...
entre tantos otros que desconozco.
Estas novedosas plataformas de comunicación han obligado a
muchos a tener que adquirir, adaptar, mejorar o renovar sus viejos aparatos de
intercomunicación para ponerse a tono con las nuevas demandas.
A quienes por distintas razones no lo hemos hecho, se nos
dice que estamos "fuera del mundo", habría
que preguntar ¿de qué "mundo" nos están hablando?
En este contexto, el celular, la tablet, la notebook y la PC
se han transformado en una prolongación de nuestro cuerpo, inescindibles y
necesarios para el ingreso a la modernidad "plus ultra".
Consecuencia de ello, el teléfono fijo y el timbre en la
puerta han devenido en objetos de museo, que dentro de poco serán exhibidos en
ellos como adminículos de un pasado remoto.
Una llamada a un fijo produce una sensación rara, tal como
me decía un amigo que me llamó días atrás. Ya tocar el timbre, no hablemos
del llamador, es todo un desafío. La gente se queda parada en la puerta sin
saber cómo actuar y acude pronto al "celu" para
contactar al destinatario que va a visitar.
El olvido del celular, o la lejanía de esos instrumentos -o
la caída del sistema-, pone a muchos al borde del síndrome de abstinencia,
dejando evidenciar una desorientación e inquietud malsana.
Todo lo que antes era presencial o personal, hoy se hace vía
redes sociales o internet y son tantas las oportunidades de telecomunicarse
o interactuar por dichos medios que la gente empieza a sobrecargarse y
atosigarse de compromisos para no perderse nada de lo que ocurre en el mundo
virtual. Ya no alcanza con un solo equipo de interconexión, a la par que
escuchan en simultaneidad una conferencia en la PC, asisten a un congreso sobre
cualquier cosa por zoom en el celular y despliegan la tablet por si tienen
algún otro evento en ciernes.
Todo es monitoreado, expuesto y puesto en la palestra para
su exhibición, mientras el sagrado derecho a la intimidad y privacidad
es conculcado "manu militari" sin derecho al pataleo. George
Orwell, en su genial libro “1984”, se ha quedado corto con su Gran
Hermano que todo lo vigila.
Pocos concurren a esos eventos masivos a la "sans
façon", la mayoría se tiene (dirían nuestros abuelos)
que adecentar para la ocasión, no sea que los vean desarreglados. Necesitan un
tiempo más que prudencial para ello, previo mirarse repetidamente en el espejo
y acomodándose para mostrar su mejor perfil.
A estos comportamientos masivos y compulsivos les cabe lo
dicho por el recientemente fallecido escritor Carlos Ruiz Zafón, en
su libro La Sombra del Viento: “La televisión, amigo Daniel,
es el Anticristo y le digo yo, que bastarán tres o cuatro
generaciones para que la gente ya no sepa ni tirarse pedos por su
cuenta y el ser humano vuelva a la caverna, a la barbarie medieval, y a
estados de imbecilidad que ya superó la babosa allá por el pleistoceno.”
Sobre la organización de un evento reciente, un conocido
decía: “Creo que la cantidad de eventos virtuales que hay
permanentemente está llegando a cierto nivel de saturación y, si no
hay necesidad, mejor esperar cómo evoluciona la pandemia y poder pensar de qué
manera hacerlo el año próximo.”
Dentro de poco me parece que habrá en cada uno "Un
Día de Furia", contra toda esta parafernalia, que los ha
apresado y obligado a convivir en una maquinaria negatoria de lo humano y sus
sensaciones más íntimas.
Quienes hemos apelado al libro como tabla de salvación ante
el aislamiento sanitario por la pandemia, todavía nos queda el sagrado derecho
a la imaginación y al pensamiento sin cepos tecnológicos.
Quiero terminar la presente reflexión con lo que decía Roberto
Arlt en 1929, en su artículo: “¿Para qué sirve el Progreso?”; “Me
tienen ya seco con la cuestión del progreso. Cuánto papanata encuentro por ahí,
en cuanto comienzo a rezongar de que la vida es imposible en esta ciudad me
contesta: -Es que usted no se da cuenta de que progresamos.” Y
agregaba: “La gente se deja embaucar con una serie de términos que en
realidad no tienen valor alguno. Estos términos hacen carrera, se convierten en
monedas de uso popular y cualquier otario, ante un caso serio, se considera con
derecho a aplicarlos a situaciones que no se resuelven con el uso de un
vocablo. Y es que llega un momento en que las palabras asumen el
carácter de moda; no interpretan un sentir sino un estado colectivo, quiero
decir, un estado de estupidez colectiva.”
“Hemos progresado. No hay zanahoria que no esté dispuesto
a demostrárselo. Hemos progresado.
Es maravilloso. Cada año nos deterioramos más el estómago, los nervios,
el cerebro, y a esto ¡a esto los cien mil zanahorias le llaman progreso! ¡Digan
ustedes si no es cosa de poner una guillotina en cada esquina!”
Y concluía: “¿Para qué sirve este maldito progreso?
Sea sincero. ¿Para qué sirve este progreso a usted, a su mujer y a sus hijos?
¿Para qué le sirve a la sociedad? ¿El teléfono lo hace más feliz, un
aeroplano de quinientos caballos más moral, una locomotora eléctrica más
perfecto, un subterráneo más humano? Si los objetos nombrados no le
dan a usted salud, perfección interior, todo ese progreso no vale un pito, ¿me
entiende?”.
*Docente universitario - Columnista de HoraCero
Tomado de Ricardo Mascheroni
ricardo
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