Se impone obrar en consecuencia, y sin hipocresía, con los
protocolos para evitar el cambio climático
Santiago Kovadloff, Luis
Castelli
Ya sabemos cómo se debe proceder para impedir las
consecuencias extremas del cambio climático. Sin embargo, no obramos en
consonancia con ese saber. Más aún, actuamos en sentido antagónico al que exige
ese saber. De poco sirven las advertencias de las últimas cumbres del clima. En
ellas se decide hacer lo que no se va a hacer. Como si la ya tradicional manera
de explotar nuestros recursos fuera inmune a los acuerdos internacionales, a
las promesas de las que se vanagloria cada político, en cada país.
El año 2016 ha sido el más caluroso jamás registrado. La
NASA ha certificado que en ese período se ha roto el récord mínimo de hielo en
el Ártico y la Antártida. Todo esto, que constituye una evidencia atroz, no
parece ser algo que se haya entendido. La tragedia del cambio climático, en los
próximos años, no será el resultado de la ausencia de políticas que promuevan
el empleo de energías renovables, sino de la irrelevancia de esas políticas
frente al mantenimiento de los niveles de emisión de combustibles fósiles como
de su aumento descontrolado.
Proseguirán las cumbres climáticas; proliferará el empleo de
recursos renovables. Pero no se verán atenuadas las emisiones de dióxido de
carbono, ni la deforestación, ni algunas prácticas agropecuarias que
contribuyen al aumento de la temperatura del planeta.
Ya hay comunidades sujetas a situaciones climáticas
extremas. No es algo que ocurrirá en un remoto mañana. Estas comunidades
ilustran la vulnerabilidad más radicalizada, propensa a generar nuevas oleadas
migratorias: las de los refugiados climáticos, concepto ajeno al orden jurídico
internacional, pero apropiado para definir el carácter de estas víctimas.
Superan los 25 millones las personas que se han visto forzadas a abandonar sus
hogares por inundaciones, tormentas y sequías. Las dimensiones de esta tragedia
son colosales. De acuerdo con las proyecciones del Alto Comisionado de las
Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), entre 250 y mil millones de
personas podrían verse obligadas a trasladarse a otra región de su país o al
extranjero, durante los próximos 50 años, si el calentamiento global no se
detiene.
La Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos
advirtió que existe una correlación causal entre las condiciones climáticas
sufridas por Siria entre 2006 y 2011 y el origen del conflicto actual. Según la
institución, la sequía que padeció el país es, en parte, antropogénica. La
liquidación de casi el 60% del sector agrícola y la muerte de más del 80% del
ganado en el norte de Siria, combinadas con otros problemas derivados de una
gestión deficiente del gobierno, provocaron el éxodo de más de un millón y
medio de personas del campo a las ciudades. Si bien la sequía no causó la
guerra ni la migración masiva, ha sido uno de los factores de mayor influencia
en la inestabilidad política de la región. El panorama es desolador para
quienes sufren fenómenos climáticos extremos que obligan al abandono de sus
tierras en busca de una oportunidad en otros lugares.
El delito ambiental consiste en proceder como si esto no
estuviese ocurriendo. La necesidad de sostener los negocios a cualquier precio
genera una tragedia social y cultural, no sólo un drama económico. No es que no
pasa lo que sucede, como sostienen los negacionistas. El problema es que para que
pase otra cosa tienen que transformarse hábitos muy difíciles de desarraigar.
El pensamiento coyuntural es incompatible con las medidas que exige la
contención del cambio climático. Aproximadamente, el 80% de la energía primaria
del mundo proviene de compuestos de carbono -petróleo, gas y carbón- que, al
ser utilizados, emiten los gases de efecto invernadero que causan el aumento de
la temperatura del planeta. Para 2050 necesitamos una economía mundial casi por
completo libre de emisiones de carbono. Sólo así se evitará que el
calentamiento global quede fuera de control. Y los gobernantes del mundo saben
que para impedirlo deben cambiar un sector básico de la economía mundial a
escala global. Pero ello implicaría dejar bajo tierra, sin utilizar, reservas
de combustibles fósiles: una utopía para los adoradores del dinero.
La propuesta no consiste en no desenterrar la riqueza, sino
en que las proporciones en que lo hagamos se adapten a las necesidades de la
preservación del planeta. Quienes mayor responsabilidad tienen en la lucha
contra el cambio climático son, a menudo, los que con mayor intensidad lo
incentivan. China y Estados Unidos, países que ratificaron el acuerdo climático
de París, responsables del 40% de las emisiones de carbono del mundo, promueven
las energías renovables, pero al mismo tiempo multiplican el uso de
combustibles fósiles. China planea construir más de un centenar de nuevas
centrales térmicas a carbón para mantener puestos de trabajo y la
administración Trump acaba de dar nuevo impulso a la producción y el consumo de
combustibles fósiles a través de dos proyectos que parecían olvidados por su
impacto ambiental: el oleoducto Keystone XL, que vincula Canadá con Estados
Unidos, y el oleoducto de Acceso de Dakota, bajo el lago Oahe, en Dakota del
Norte. Los mismos que promueven el empleo de energías limpias, no dejan,
simultáneamente, de extraer petróleo y carbón en la forma en que siempre se lo
ha hecho. No se trata de evitar la catástrofe, sino de simular que se lo está
haciendo. Quienes no pueden actuar en consonancia con el saber que los previene
sobre los riesgos extremos que les impondrá el porvenir, se desentienden de las
consecuencias de sus actos. El hombre del presente opta por la rentabilidad de
la coyuntura a expensas del futuro. Como si nada de lo que sucede en el planeta
le exigiera actuar de otro modo y con urgencia. Y ello, sin dejar de estar al
tanto de la catástrofe que se avecina. Ese desenlace, ciertamente irremediable,
sólo podrá evitarse si la reflexión sobre el mediano y largo plazo recupera su
lugar en la sensibilidad de quienes integran los centros mundiales de decisión.
El rasgo distintivo del animal es que está atrapado en la
pura inmediatez. A medida que el hombre pierde la noción ética del mediano y largo
plazo, se sustrae a la dimensión del tiempo que caracteriza a nuestra especie.
Diríamos, en este sentido, que se deshumaniza. De allí que las agencias de
energía debieran ser independientes de las políticas partidarias, con alta
formación técnica y con gran participación ciudadana. Se requiere independencia
política para pensar y actuar en relación con el largo plazo.
Aplicar medidas que promuevan el empleo de energías
renovables sin atenuar el ritmo de extracción de recursos fósiles es un
procedimiento perverso. Si no tenemos suficiente poder para impedirlo, tengamos
al menos coraje para denunciarlo. Se trata de un llamado imprescindible a la
convivencia planetaria que no distingue culturas, ni etnias, ni contextos ni
circunstancias. Porque, al envenenar la tierra, el hombre, consumido por su
voracidad económica, condena a su descendencia. La riqueza que acumula de nada
les servirá a quienes, como herederos, no tengan posibilidad de disfrutarla ni
dónde hacerlo. Porque también serán herederos de una tierra devastada.
Sólo habrá lugar para el futuro si en el presente se logra
salir de la celda del mero oportunismo. Aplicar medidas que alienten el empleo
de energías renovables, sin atenuar el ritmo de extracción de recursos
naturales fósiles, es un procedimiento que demuestra hipocresía. El doctor
Jekyll es Mr. Hyde.
Luis Castelli es miembro fundador de Funafu (Fundación
Naturaleza para el Futuro) y Santiago Kovadloff es filósofo TOMADO DE LA NACION
DE AR
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