La
investigadora Ana María Vara debate sobre el avance de la ciencia y sus
consecuencias ambientales
El precio del progreso
: Las controversias involucran un polo poderoso, representado en los
grupos privados que sólo persiguen el lucro y, también, un polo más débil,
encarnado en los grupos sociales desfavorecidos que buscan proteger sus
recursos naturales y su salud. ¿Para dónde patean los científicos?
Por Pablo Esteban
Ana María Vara es docente-investigadora de la Universidad
Nacional de San Martín.
Imagen: Sandra Cartasso
Mirar a la ciencia por la cerradura de la política permite,
entre otras cosas, comprender por qué el –bien ponderado– “progreso” no siempre
implica mejorar la calidad de vida de las personas. La llamada Conquista al
desierto pero, también, la megaminería y la incorporación de los agrotóxicos a
la vida rural responden a un modelo productivista nacional –con tramas
históricas– que debe problematizarse. La sociedad quiere el progreso pero: ¿qué
precio estamos dispuestos a pagar? ¿El del genocidio de los pueblos
originarios, el del agua y su derroche incontrolable, el del glifosato y sus
efectos devastadores? Por supuesto que no. Envilecidos bajo el reflector del
relato celebratorio y espectacular de la ciencia, nos volvemos incapaces de
desmenuzar un escenario plagado de tensiones y poder. Ana María Vara,
docente-investigadora de la Universidad Nacional de San Martín, define qué es
el “no-conocimiento”, devela el rol que juegan las corporaciones en las
controversias ambientales y explica en qué consiste su perspectiva
latinoamericanista.
–¿Qué es el
no-conocimiento y por qué es tan importante para el avance de las ciencias?
–En épocas recientes, en el marco de la sociología, se le ha
otorgado un lugar preponderante al no-conocimiento, concepto cuya emergencia
estuvo vinculada al ambientalismo. Implica una perspectiva que propone un punto
de quiebre al reflexionar sobre la ciencia pero de manera crítica. Sin ir tan
lejos, son los éxitos científicos y tecnológicos los que han provocado
transformaciones de una magnitud tal que, a lo largo de la historia, nos han
colocado frente a consecuencias imprevisibles e imprevistas. Por ejemplo, era
imposible prever que la emisión del dióxido de carbono, un gas imprescindible
para la fotosíntesis y la vida y emitido localmente, causara el cambio
climático que, actualmente, impacta a nivel global. De este modo, cada vez que
se produce conocimiento se produce no conocimiento; de la misma manera que, con
cada respuesta, surge una multiplicidad de nuevas preguntas.
–Son las grandes
industrias las que utilizan esa producción de no conocimiento en su favor, para
protegerse de acusaciones e incrementar sus márgenes de ganancias.
–Por supuesto, las reacciones feroces de la industria
tabacalera ante los primeros indicios que señalaban que fumar producía cáncer
de pulmón son ilustrativos al respecto. Para 1950 ya existían estudios
epidemiológicos serios que exhibían esta relación causal y, en efecto, las
grandes empresas se concentraban en desviar la atención del público. ¿Cómo? A
través de la generación de no-conocimiento y del empleo de artimañas muy hábiles
de divulgación científica. Así, se publicaban estudios con el deliberado
propósito de confundir; de aquí el concepto de agnotología como “la ciencia del
no-conocimiento”. Algo similar puede señalarse de la industria petrolera
respecto al cambio climático, la megaminería, o bien, de las corporaciones
productoras de agroquímicos y las consecuencias en la salud de la
población.
–En este sentido, ¿de
qué manera se vincula el no conocimiento con el concepto de controversia que
usted también investiga?
–Las controversias son situaciones en que los distintos
grupos no se ponen de acuerdo respecto a un conflicto de implicancias sociales,
por caso, a la conveniencia o no respecto de la implementación de una nueva
tecnología. Frente a ello, las respuestas del sentido común invariablemente se
orientan en el sentido de: “La ciencia resolverá el conflicto”; “Los que se
oponen a las pasteras no quieren el beneficio del país”; o bien, “Aquellos que
critican el empleo indiscriminado de agrotóxicos se oponen al desarrollo
tecnológico y no entienden nada”.
–El problema es de
enfoque: la ciencia no está por fuera de las controversias sino que participa
directamente.
–Exacto. Además, hay una situación clave: cuando nos
encontramos frente a una controversia, la mayor parte del conocimiento
necesario es producido por el polo promotor, es decir, por los actores
interesados en fomentar tal o cual tecnología. Si pensamos en la soja
transgénica y el glifosato, por ejemplo, dentro del eje que fomenta su uso se
encontrarán los grupos transnacionales de semilleras y agroquímicos, con
Monsanto como emblema, un sector del gobierno nacional, a través de la
secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca, que cuenta con un mandato
productivista y promueve la incorporación de transgénicos, áreas del periodismo
agropecuario y cámaras vinculadas al sector, y también, actores rurales locales
que buscan aumentar su productividad y no reciben subsidios. Como es tan
heterogéneo este grupo, vale la pena que intentemos comprender sus lógicas de
pensamiento.
–Se trata de un polo
promotor que tiene el capital y la capacidad de producir conocimiento.
–Correcto. De este modo, los dos polos de la controversia no
se hallan en una posición simétrica. Las personas que se ven afectadas por la
fumigación del glifosato tienen que realizar un enorme esfuerzo para conseguir
que sectores del complejo científico los ayuden a confirmar todo lo que el
químico produce: malformaciones, cáncer y otras enfermedades. Por eso resulta
tan fundamental que la esfera pública, a partir del periodismo científico y la
comunicación pública de la ciencia, pueda estar al tanto de esta situación. El
caso de Andrés Carrasco fue emblemático pero no es el único, pues también
existen redes de conocimiento que se tejieron desde la Universidad Nacional del
Litoral y la Universidad Nacional de Córdoba para estudiar el impacto negativo
del glifosato en la salud y el ambiente.
–En el capitalismo
quien tiene el dinero cuenta con la libertad de utilizarlo a su antojo.
–Esa situación inclina la cancha. Además, en las democracias
occidentales tal cual las conocemos, existe un sesgo muy palpable, casi un
mandato, que lleva a los gobiernos a responder primero, y a veces únicamente, a
las necesidades de las elites.
–Sin embargo, ¿cuál
es el precio del progreso?
–Esa es la pregunta que la comunidad científica necesita
realizarse. Lo que le falta a muchos científicos es la toma de conciencia
política respecto de las funciones sociales que deben desempeñar, más allá de
las pautas que el sistema impone. Volviendo al ejemplo, la actitud de Carrasco
al compartir su investigación en el diario, incluso, antes de publicarla en
cualquier revista científica tiene que ver con una decisión ética perfectamente
meditada. Sabía que se exponía pero tenía la conciencia tranquila de haber
realizado un buen trabajo y confiaba en que los resultados a los que había arribado
debían comunicarse lo antes posible. Como asunto fundamental, vale destacar que
no era ningún improvisado sino que era un investigador que se había desempeñado
como presidente del propio Conicet y que en ese momento (2009, cuando se puso
en contacto con el periodista Darío Aranda para divulgar sus experimentos)
asesoraba al Ministerio de Defensa.
–Pero Carrasco
pertenecía al sistema, así que no podemos decir que absolutamente todos los
científicos están desenganchados de las preocupaciones sociales.
–Eso es cierto, hay muchos investigadores, sobre todo
jóvenes, que ponen su talento al servicio de mejorar la vida de los grupos más
desfavorecidos. Además, por otra parte, no podemos esperar que todos los
científicos sean expertos en política científica, pero sí tienen el derecho y
la obligación fundamental de participar de los debates públicos vinculados a la
sociedad de la que forman parte.
–Por último, sus
producciones son construidas desde una perspectiva “latinoamericana y
latinoamericanista”. ¿Qué implica ello?
–Ese enfoque puede aplicarse, por ejemplo, al conflicto de
las pasteras que emergió allá por 2005. Los primeros que comenzaron a
movilizarse fueron colectivos uruguayos que, tras reconocer el problema de
contaminación y al advertir que su gobierno no respondía a la demanda, fueron
en busca de apoyo de los activistas argentinos. Para que esa colaboración se
sostuviera en el tiempo, en momentos en que la controversia se presentaba en
los medios como un conflicto binacional, con un Uruguay “productivista” y una
Argentina “ambientalista”, era fundamental la construcción de un discurso
latinoamericanista con reminiscencias en el querido Galeano y sus venas
abiertas. Eso me permitió, en el marco de la investigación, dejar de comprender
el problema como una disputa entre naciones vecinas para comenzar a
interpretarlo como un problema de la región.
–¿A qué se refiere?
–El conflicto dejaba entrever cómo América Latina se
ubicaba, una vez más, como una víctima del intento de despojo perpetrado por naciones
desarrolladas, instrumentalizado a partir del traslado de una industria
contaminante a la región. En la actualidad, sin ir más lejos, tenemos un modelo
de desarrollo que depende de la llegada de capitales extranjeros como
componente central. Y eso, sin dudas, nos coloca en una situación de debilidad
estructural. // TOMADO DE PAGINA 12 DE AR
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