Una mayoría de ilusos.
Aun frente a la inconfundible evidencia que suministran los
datos de la realidad, esa que a veces aparece con tanta crueldad, una turba de
ciudadanos insiste con la idea de fantasear con un progreso mágico que jamás
llegará.
No pasa por ser optimistas o pesimistas como muchos creen.
Tampoco por una cuestión retórica o por la disposición a tener algo de fe. Para
lograr el ansiado desarrollo se precisa bastante mas que un poco de voluntad.
Las sociedades que finalmente han evolucionado lo han
conseguido como consecuencia de haber consensuado inteligentes metas y tomado
decisiones acertadas y no como producto de la casualidad, de la suerte o el
azar.
Este razonamiento, que puede parecer una obviedad, no es el
que orienta la conducta y el accionar de quienes reclaman insólitas victorias
sin comprender lo que está sucediendo cotidianamente a su alrededor.
Lo que ocurre a diario no queda bajo la alfombra. Nadie se
ha tomado la tarea de ocultarlo, ni de intentar disimularlo, porque no es pudor
precisamente lo que caracteriza a quienes hoy tienen el rol de gobernar.
Todo se hace muy descaradamente, sin que siquiera les
tiemble el pulso a los verdugos de turno. Ellos actúan así porque este ridículo
y tramposo dialogo social les permite obtener un apoyo, casi irrestricto, de
votantes que ciegamente aplauden discursos vacíos y obscenamente demagógicos.
Como nadie quiere salir de su zona de confort el debate
parece girar, casi absurdamente, en torno a si el controvertido ajuste del
gasto estatal se debe hacer o no, como si esa fuera una opción que se pudiera
considerar.
Obviamente ninguno de los protagonistas centrales de la
política contemporánea pone hoy en el tapete, con seriedad, la posibilidad de
llevar adelante una reducción significativa de sus propios privilegios.
Tampoco en la clase dirigente se escuchan voces que hablen
de iniciar un proceso de desarticulación del costo implícito de la política que
todos saben que los gobiernos, de todas las jurisdicciones, soportan en
secreto.
Esa situación no es responsabilidad exclusiva del
oficialismo de turno, simplemente, porque en cuestiones como estas, tan
sensibles a sus reales intereses, el comportamiento no es partidario sino
bestialmente corporativo.
No importan demasiado, cuando de estos temas se trata, las
eventuales diferencias ideológicas, la subyacente rivalidad personal o la
competencia electoral que se avecina. El proceder de la casta política aparece
con brutal contundencia ya que nadie exterminará a la gallina de los huevos de
oro.
Las arcas publicas son el botín de quienes triunfan en una
elección. Los que ganan administran a discreción y los que fueron
circunstancialmente derrotados, esperaran sin chistar, hasta tener nuevamente
la chance de rapiñar esa caja la próxima vez que la democracia formal los
habilite.
Eso que resulta repugnante y despreciable, para quienes
logran percibirlo con suficiente claridad, es lo que hacen quienes ostentan el
poder, pero también quienes aspiran a conseguirlo en algún momento.
Es totalmente criticable este accionar desde cualquier punto
de vista, pero esa lógica sectorial obedece a una dinámica funcional a sus
propias conveniencias y a la supervivencia de sus voraces estructuras
militantes.
Pero mucho mas inaceptable es la pasividad, la mansedumbre y
hasta la complicidad con la que la sociedad acepta ser esquilmada para mantener
esas ridículas e inexplicables prerrogativas hasta el infinito.
Es vital comprender que esta perversa modalidad que se ha
enquistado, en las que unos pocos se aprovechan de la “voluntad popular” para
administrar recursos con total arbitrariedad no tiene argumentación que la
soporte.
Muchos parásitos esperan sobrevivir gracias a lo que los
demás producen. Ellos consideran que tienen derecho a quedarse con una parte
importante de la riqueza que algunos generan y entonces los políticos son sus
aliados ideales en esto de quitarles a unos para darles a otros.
En la medida que la gente insista en esto de pretender
continuar con la fiesta sobre la base de que sean otros los que se esfuercen,
nada funcionará y algún día esta ingenua fantasía se derrumbará de un modo
catastrófico.
Una sociedad en la que gobiernan políticos ineptos y
corruptos a los que aplaude efusivamente una muchedumbre vividora con la
explicita connivencia de una mayoría silenciosa repleta de ilusos, no tiene
futuro.
No es de esperar que los dirigentes abandonen su comodidad
con tanta facilidad, mucho menos que quienes disfrutan del sacrificio ajeno se
arrepientan de sus mezquinas posturas. Nada de eso ocurre en el mundo real y
sería muy infantil aguardar a que eso suceda espontáneamente.
Lo único que seria deseable, a estas alturas, es que quienes
mantienen económicamente con su desproporcionado esmero, trabajando
denodadamente de sol a sol, inicien un proceso que se convierta en bisagra.
La labor consiste en asumir primero, con profunda
autocrítica, el error de haber alimentado este esquema ruin, para luego dar
paso a una actitud diferente, direccionada a terminar con esta farsa
insustentable.
Claro que no será para nada sencillo, pero no hacerlo a
tiempo garantiza un fracaso de dimensiones inimaginables. Mientras tanto el
mediocre debate del presente solo ayuda a que esta agonía se prolongue
innecesariamente.
por Alberto Medina Méndez
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